Ondjaki, seudónimo que en idioma umbundú significa guerrero, nació en Angola en 1977. Dos años antes, con el Tratado de Alvor, Portugal reconoció la independencia angoleña. Por tanto Ondjaki pertenece a la primera generación nacida en la Angola independiente, marcada por la guerra civil, más larga aún que la guerra con los portugueses. De ahí que su narrativa se interese en los desaciertos que desgarran a una sociedad que no ha podido crear un relato propio. La ausencia de un relato propio ya estaba presente en Buenos días, camaradas, novela autobiográfica en que vislumbramos en su intimidad la vida angoleña a través de los ojos de Ndalu, hijo de un alto funcionario de gobierno, quien a sus diez años atestigua fascinado y aturdido las vacilaciones de su sociedad, que no acierta a desprenderse del lenguaje de territorio colonizado, al tiempo que no comprende cómo articular su nuevo lenguaje de país soberano. Es una sociedad que balbucea, inocente y cruel como la infancia. Escrita en 2012, en Los transparentes 1 Ondjaki deja al narrador en primera persona y opta por uno omnisciente que a ratos se involucra en las vidas de los personajes y a ratos los abandona, a veces los presenta en su individualidad y a veces los observa como una masa anónima. Sin embargo, por extraño que parezca, el narrador no es ambiguo, sino que sus reacciones responden a los hechos contradictorios que genera la sociedad. Así también, ese narrador permite a Ondjaki transitar rítmicamente de la voz individual a la colectiva, pero sin derivar en la narración coral. Los personajes están solos, recluidos en su interioridad, y si coinciden con la multitud, entonces se difuminan en la colectividad amorfa, pierden los rasgos particulares de su otredad:
la fila de mujeres sentadas detuvo toda actividad para observar cómo el hombre de traje y corbata sujetaba el celular de la vendedora con el pañuelo amarillo —¡pero el celular no tiene saldo, señora mía! —usted lo que me ha pedido es el celular, ¿ahora también quiere saldo? le puedo pedir a los niños que vayan a comprarlo —ya lo sé —interrumpió el cartero— ¡usted es el camarada Ministro! no sé si ha recibido mi carta.
Cuando se difuminan en la colectividad, los personajes muestran sus rostros sin máscaras; por un momento son ellos, todos, nosotros. Pero en cuanto recuperan nombre, alias o cargo, reaparecen las máscaras que los convierten en paradojas: son indescifrables y transparentes a la vez. Esta doble condición enrarece las relaciones humanas, aunque también las hace posibles o, mejor dicho, tolerables, como les ocurre al Ciego y al VendedorDeConchas al negociar una venta con Pomposa, la mujer del Ministro, en donde las máscaras figuradas los acercan pero también subrayan las diferencias sociales que los separan:
—¿no tienen nada más que hacer? —sólo estamos descansando, señora —¿y no pueden irse a descansar a otro lado? allí en la casa del chino hay más sombra el VendedorDeConchas miró al guardia a los ojos, el guardia tosió: —¿no estás oyendo? sal de aquí —refunfuñó el guardia —¿está seguro? —preguntó el vendedor —¡desaparezcan!
Por alguna razón indefinida, los personajes de la novela confluyen en el edificio Maianga, construcción semiderruida en la que habitan hombres inválidos, mujeres solas, familias que sortean el hambre con sobras, muchachas y muchachos de futuro incierto. Mosaico de excluidos, el edificio, sin embargo, no es una alegoría de la sociedad angoleña, sino uno de los extremos de un panorama más amplio y complejo, el de Luanda, la capital del país, con sus ecos de abolengo portugués, pero cruzada por las ansias de una modernidad que no termina de hallar su sitio en la nación independiente. La residencia del Ministro y el desgastado edificio devienen en los polos referenciales de la población que día a día escribe, rompe y reescribe la narrativa de su lucha por la sobrevivencia, escritura que se realiza en las calles, entre el ruido de automóviles, la hostilidad de los escoltas y los apuros del hambre. La zona de las mansiones representa la realidad ilusoria de los políticos y empresarios corruptos, que requieren amurallarse para que la ilusión no se desvanezca. El edificio encarna la realidad palpable, la que es, en la que andan y desandan los despojados, los transparentes.
Perspicaz en el manejo de la técnica, Ondjaki elude las mayúsculas al inicio del párrafo y los puntos y aparte, además de que escribe oficios, nombres propios y apodos sin separaciones: VendedorDeConchas, JoséRealmente, MaríaConFuerza. Con estos recursos nos indica que leemos una novela oral, relatada desde la calle y por tanto con sus titubeos, repeticiones y ambigüedades:
—¿cómo lo has conseguido? —les he dicho que era el otro GuardaLasEspaldas del Coronel Hoffman, y hasta me lavaron la moto JoséRealmente le dio dos fuertes bofetones a ConscienteDelGran —¿pero encima de todo te pones a bromear con esa mierda o qué? ¿es que no te he contado lo que paso ahí?
El conflicto de Los transparentes involucra dos hechos que se bifurcan: al tiempo que Luanda padece una escasez de agua sin precedente, el gobierno excava por toda la ciudad pozos para la extracción de petróleo. Nos enteramos de lo anterior en la sala de redacción de un periódico, donde se discute qué noticias pueden o no publicarse. Así, los periodistas discuten qué conviene más al rotativo, no a los ciudadanos, restringidos al papel de observadores pasivos, impedidos de testimoniar su propio drama social. A partir de la develación del conflicto, entran en escena los periodistas, quienes sobrellevan su bifurcación personal: en un extremo, vivir la relativa estabilidad económica de profesionistas afines al gobierno y al partido; en el otro, ser fieles a la ética de los periodistas y comunicar la verdad al público, a riesgo de quedar reducidos a parias en su oficio. Ironías del novelista, la primera intervención de PauloPausado, el aún joven y voluntarioso periodista de investigación, acaece cuando un telefonazo lo interrumpe en pleno coito:
absorta en su cálida sensación, apenas sintió la extrañeza de no haber escuchado el ruido de la jarra quebrándose en mil pedacitos el teléfono sonó el cuerpo de Paulo se estremecía, sudaba de la barbilla, de las cejas, de la punta de los dedos el teléfono no estaba lejos, pero era como si el cuerpo de Clara aún lo estuviera empujando hacia dentro —no respondas —pidió ella y él respondió
Para acometer la investigación sobre la carencia de agua, PauloPausado deambula por los escenarios de una farsa burocrática que intenta sostener otra farsa mayor: la de un gobierno parasitado por la corrupción y la desidia que, sin embargo, pretende garantizar los derechos y aspiraciones de la nación en su conjunto. Y como toda entidad corrupta, en Los transparentes el gobierno caricaturiza las relaciones humanas, como ocurre en la reunión de Paulo con SantosPlancha, el asesor del Ministro:
—sólo un momento, Paulito —agarró el teléfono— DoñaCreusa, traiga más hielo, por favor, ya sabe que no me gusta ver ese balde de hielo por la mitad, ¿verdad? hum… me da igual, mande a alguien a comprarlo… ¿qué? ¿pero usted cree que yo tengo presupuesto personal para el hielo del Ministerio?, cumpla su trabajo, DoñaCreusa, y no me haga perder la cabeza, ¡cumpla su trabajo! —colgó el teléfono, insatisfecho
Aunque socarrón, el desespero del asesor por el primer whisky del día patentiza la tragedia íntima de la nación angoleña, que ha logrado la libertad pero que no percibe las responsabilidades que entraña dicha libertad. Como en los años coloniales, en plena independencia se cree que las bases de una sociedad floreciente son la paz y el progreso. Sin embargo, como en la colonia, ambos sustantivos permanecen lejos del entorno social. Adelantado discípulo de José Saramago, Ondjaki no olvida que el discurso novelístico debe reflexionar sobre sí mismo y su capacidad de cambiar la realidad. Pero a su vez el discurso es ficción y, también como Saramago, Ondjaki hace guiños de inteligencia a los lectores y subraya que nos encontramos ante una ficción. He ahí JoaoDespacio, quien visita un prostíbulo en el pobrísimo BarrioOperario para festejar un trato ilegal con los inspectores EstaVez y LaOtra, y que se alegra de que aún existe el barrio inmóvil, atemporal, en un país que, en cuarenta años de vida independiente, ha cambiado una y otra vez sin atinar a dibujar su semblante: “entró en el BarrioOperario y se alegró al ver a los niños jugando en las calles de tierra con juguetes de los de antes, con llantas abandonadas, carros de lata, cometas.” En el siguiente párrafo, Despacio exalta la creatividad de los habitantes del barrio:
se trataba de gente capaz de memorizar gestos y ropas, muecas y sonidos, gente que horas o días más tarde, por razones que la lógica no entiende, volvería a rehacer el orden de los acontecimientos o sus características más verosímiles, para transformar lo real en materia de ficción social, importante, crucial incluso, para el normal funcionamiento de la ciudad
En este párrafo Ondjaki manifiesta su ars poetica: transformar lo real en materia de ficción social, porque en la ficción apreciamos la mezcla de elementos que conforman la realidad, que la hacen pletórica de circunstancias, pero también inescrutable. Y es aquí donde la literatura media entre realidad y ficción, donde resalta las diferencias de ambas para que se comprendan y para comprenderlas como partes de una sola experiencia: la de los hombres y mujeres angoleños, quienes aún buscan en el rostro de su mismidad los rasgos definitorios que los ayuden a conciliarse con su otredad.
Imagen de portada: Ilustración digital, Eoneren
Ondjaki, Los transparentes, traducción de Ana María García Iglesias, Almadía, México, 2014. Las citas de la novela provienen de esta edición. ↩