Muñecas y Lolitas
“Hace unas cuantas noches soñé con Vladimir Nabokov. […] Ahí, sentado detrás de su escritorio, estaba esperando a que le llevasen a Lolita. Alguien tomaba alguna de entre las muchas niñas reunidas en el cuarto de al lado y se la ponían frente al escritorio. Nabokov negaba con la cabeza. Ésa no era la Lolita verdadera.” El sueño pertenece a Juan García Ponce, ferviente admirador de los erotizados mundos creados por Nabokov y de su perfección literaria; hechizado —y erizado— por la creación máxima del maestro ruso, a la que rindió homenaje en su cuento “Ninfeta”, donde hace eco de las palabras “There is nothing more atrociously cruel than an adored child”, cuando su personaje exclama “¡Nada hay tan peligroso como la inocencia!” El fragmento es sugerente por una razón de la que el soñador —por serlo— no es desde luego consciente: frente al hombre que espera detrás del escritorio, desfila un carrusel de púberes inciertas, niñas entre nueve y catorce años en un acto de exhibición al que no se le puede desprender cierto barniz de meretricio. Su ir y venir tiene como propósito facilitar su elección a la escrutadora mirada masculina. Y si bien los seguidores de Nabokov pensamos que H.H. no busca sexo sino amor (así quebrante los límites de lo permitido) al que la existencia fugaz de su objeto adorado —una niña que pronto dejará de serlo— vuelve trágico, lo cierto es que en el binomio Humbert-Lolita y en sus varios sucedáneos es siempre la perspectiva masculina la que construye a la nínfula, la que determina quién es la verdadera Lolita. En Territorio Lolita, Ana V. Clavel, además de ofrecer una pormenorizada y atractiva recopilación de ejemplos literarios, fotográficos y cinematográficos de la genealogía, parentescos y derivaciones de Lolita, hace hincapié en este aspecto central: ni Nabokov ni quienes le siguen se detienen en las entrañas del personaje, en los resortes internos que mueven a la menor, sus sentimientos, anhelos y deseos propios, si no es desde la voz de su corruptor: desde su mirada anhelante y culpable que nos la presenta las más de las veces como un demonio provocador de fingida inocencia —“Niña descarriada” la llama el supuesto prologador de Lolita—, una mirada que, como bien señala Clavel, transforma al arquetipo en un estereotipo de grandes ventas. Ideal despojado de su original misterio, vuelto fórmula. Repetición. Nabokov acuñó un símbolo poderoso que echó raíces en el imaginario, un mito contemporáneo que tiene ganado un lugar junto a Don Quijote, Romeo y Julieta o Ulises, y cuya penetración en la cultura es tan honda que, por ejemplo, así como del infierno de Dante descendió el adjetivo “dantesco”, en Chile llaman lolas o lolitas a las adolescentes, un vocablo genérico que no tiene ya connotaciones sexuales. Fuera de discusión queda si “Lolita”, el cuento de Heinz von Lichberg escrito en 1916, puede ser considerado precursor de Lolita, a la que defendemos su categoría de prototipo, de primer molde, asunto del que —junto con El hechicero, intento preliminar de Nabokov por darle vida a su nínfula— también se ocupa con un buen análisis Ana V. Clavel. Hilando ejemplos notables, Clavel señala la paradoja: en la vastísima recreación del mito, Lolita permanece como territorio inexplorado. “Virgen” lo llama la autora con una sagacidad que invita a penetrar en la interioridad de la nínfula, no en la llaneza del sentido carnal, sino como metáfora de lo desconocida que resulta a pesar de —y debido a— su vertiginosa reproducción como estereotipo, la adorada Lolita. Si bien Lolita es el corazón de este libro, Clavel explora sus alrededores trazando una genealogía en la que están presentes Caperucita Roja —de la que son bien conocidas las edulcoraciones por las que ha pasado el original para enmascarar cualquier reminiscencia de estupro—; la Alicia de Carroll acompañada por las pequeñas modelos que el autor fotografió desnudas o disfrazadas —entre las que figura Alice Liddell, el espécimen que originó su novela— capturadas por un Carroll empeñado en hacerlas permanecer en la imposible infancia; Brooke Shields, la nínfula cinematográfica de Pretty Baby que a los diez años —dos antes de su debut en esta cinta— posó desnuda para la lente de Gerry Gross en un proyecto de Playboy Press; sin desatender a su contraparte, llamados fáunolos por la autora, como el célebre Peter Pan y Tadzio, encarnación de la belleza en la novela de Mann y llevado a la pantalla por Visconti en la persona de Björn Andrésen, cuya carrera quedó fatalmente marcada por este personaje. Lolita es el sol luminoso en torno al que gravitan sus primos y hermanas menores en un recorrido tan grácil como las figuras que el libro persigue. Pero hay en él una sección interesante que colinda con el tema más por su asociación con el fetiche y porque con ella se pareciera ofrecer una opción de desfogue “aceptable” a los adoradores de nínfulas: las muñecas. El tema puede remontarse a Pigmalión, enamorado de una creación artificial, y toma tintes cada vez más complejos con las muñecas de silicona hiperrealistas de nuestro tiempo —a años luz de las muñecas inflables y que comienzan más bien a acercarse a la inteligencia artificial— llamadas Real Dolls, o Love Dolls en Japón, donde ya existen prostíbulos en los que puede optarse por muñecas sexuales y con las que los nipones establecen relaciones no sólo sexuales sino un vínculo afectivo incomprensible y perturbador para el mundo occidental. Clavel comparte con el lector su asombro ante esta franja de juguetes sexuales de los que, en efecto, aún no se ha inventado uno que pueda sangrar simulando una virgen, aunque a mediados de este año True Company lanzó a Roxxxy, con la que es posible representar una violación. Un mundo oscuro de límites inciertos que no puede sino incitar al debate. El horror por la femme fatale, encarnada en la figura de Lilith dentro del imaginario literario y pictórico del siglo XIX, encontró su contraparte en el amor por las niñas, imagen de la inocencia, del Edén detenido poblado de nínfulas y fáunulos al que Ana V. Clavel nos acerca en su último libro. Territorio sugerente y aún incierto que me recuerda las palabras de García Ponce sobre Balthus: “Sumergidas en su sueño, las niñas […] permanecen aparte, resguardadas en su inconsciente inocencia; pero el artista las mira y lo que es peor […] guía nuestra mirada. Ése es el crimen. […] La culpa de la mirada sustituye a la inocencia de lo mirado”. Territorio Lolita, profunda y amena exploración sobre un tema que sigue fascinando, es también una inteligente apelación de su autora a devolver cierta claridad a nuestra mirada para ver en su real esplendor, con su luz y su fuego, a la verdadera Lolita.