El milagro no es nada bueno si hay que torcer la lógica y la razón misma de las cosas para hacerlas mejores J. Saramago, El evangelio según Jesucristo
Now my charms are all o’erthrown W. Shakespeare, The Tempest
Intuición
La magia es un procedimiento; fórmulas y gestos para los hechizos, ingredientes para las pócimas. Además, es un procedimiento de tipo relacional porque se fortalece si ciertos individuos la agitan con ciertos dispositivos (por ejemplo, con una varita mágica), si se lleva a cabo en ciertos momentos del día o del año. En un mundo, el nuestro, en el que muchas de las faenas humanas han sido mecanizadas a través de procedimientos algorítmicos, la tecnología y la magia tienden a semejarse o, también, podríamos atrevernos a decir, hemos llegado a un mundo en el que todo es mágico. Es posible reformular una observación de Aby Warburg en El ritual de la serpiente (1923):
El indio contrapone su voluntad de comprensión a la ininteligibilidad de los fenómenos naturales transformándose a sí mismo en la causa de los fenómenos percibidos. Instintivamente, reemplaza al efecto incomprendido con la representación más concebible e intuitiva de su causa. La danza de las máscaras es la causalidad danzada.1
De la siguiente manera:
El ser humano, usuario y alimentador de dispositivos, contrapone su voluntad de comprensión a la ininteligibilidad de los fenómenos tecnológicos, transformándose a sí mismo en la causa de los fenómenos percibidos. Instintivamente, reemplaza al efecto incomprendido con la representación más concebible e intuitiva de su causa. La danza de los dedos sobre pantallas y teclados es la causalidad danzada.
Si la magia hace que sucedan las cosas, quizá es posible decir que, invirtiendo la implicación lógica, cualquier cosa que sucede es mágica. La magia anticipa y satisface nuestra exigencia de unir causas y efectos; no soportamos efectos sin causas, no tamizamos causas sin efectos. Nunca he percibido en mis pensamientos, en mis palabras, en mis actos ni en mis omisiones, la diferencia entre danzar para la lluvia, arrancar los pétalos de las margaritas y apagar y encender la computadora o un teléfono inteligente para tratar de reiniciar una función. Hacemos gestos esperando que algo o alguien suceda. Desde este punto de vista, la magia está conectada con el tiempo, al menos como lo están las matemáticas. Para esperar que algo o alguien sucediera, tuvimos que inventar un modo para medir el tiempo. Así que inventamos las sucesiones o, si no queremos llamarlas de este modo, la aritmética. Las sucesiones son la base de toda secuencia, incluso del lenguaje, a través de lo que los latinos llamaban consecutio temporum. Las sucesiones son la base de las expresiones y de las fórmulas que permiten que la magia suceda. Todo lo que está en los grimorios puede reconsiderarse como una secuencia, un procedimiento. La mecanización de las secuencias a través de las calculadoras electrónicas ha evidenciado que el mundo nunca ha dejado de ser mágico.
¿Qué tienen que ver las matemáticas?
Las matemáticas son la disciplina de las sucesiones. Se dice que nacieron por cuestiones cuantitativas (por ejemplo, de la relación entre cazadores y presas), pero yo siempre he pensado que nacieron a causa de una exigencia cualitativa. Las matemáticas tienen que ver con la posibilidad de contar el tiempo y el espacio que nos separa de algo o de alguien que deseamos. Sin posibilidad de contar el tiempo que pasa, probablemente no existiría ni siquiera la nostalgia. Si esto es verdad, también lo es que estamos hechos de la misma sustancia que el tiempo, y que todas las sucesiones tienen en sí una naturaleza temporal; incluso las sucesiones de elementos que componen un hechizo o una pócima; incluso una receta de cocina. Así pues, una definición posible de magia podría ser “algo que divide y ordena el tiempo”. Algunos científicos famosos han sido acusados de ejercer la brujería, pienso en Newton, pienso en Kepler, pienso en Galileo Galilei, pienso también en todas las mujeres que, al conocer las porciones con las cuales combinar hierbas y minerales para sanar, aliviar y, dado el caso, envenenar, eran tachadas de brujas. La magia tiene que ver con un conocimiento del tiempo y de la naturaleza, y más específicamente con las fracciones del tiempo y con las porciones de la naturaleza. División y proporción son dos acciones matemáticas. Me pregunto por qué, desde hace tiempo, no se me había ocurrido que las expresiones mágicas —por como conozco la magia, sobre todo mediante novelas y ensayos de antropología— fueran expresiones e incluso operaciones matemáticas. Si todos los rituales presuponen una sucesión, entonces todos los rituales tienen una base matemática y, como cualquier cuestión matemática, son válidos en un cierto ámbito e inexistentes en otro. Ernesto de Martino, en su estudio sobre el llanto en el mundo antiguo, señala que, culturalmente, la muerte nace cuando los seres humanos empiezan a cultivar. Al cultivar, o sea, al hacer que las plantas comestibles nazcan según la estación, aprenden que pueden dar vida y que, con la cosecha, pueden quitarla. La muerte cultural tiene que ver con el ritual, es decir, con una sucesión de expresiones y con una evaluación estacional —otra vez proporcional: qué cantidad de agua, de sol, de sombra, de viento—, y esto explica por qué incluso la magia blanca siempre es algo perturbador. Las matemáticas, en calidad de raíz cultural del tiempo, permiten describir el modo en que se vive y el modo en que se muere. El peligro que se percibe en las matemáticas y el peligro que se percibe en la magia (como nos lo cuentan, por ejemplo, El Golem de Meyrink o también el cuento de “El genio y el pescador” en Las mil y una noches) es que las palabras tienen, al pronunciarlas, un significado estrechamente literal. Se obtiene algo por cómo se pide, no por lo que se pretendía o se hubiese querido pedir. Motivo por el cual Santa Teresa de Ávila observó que se llora más por las oraciones atendidas que por las no atendidas. La misma terrible característica se atribuye a la tecnología, a la mecanización o automatización de los dispositivos en medio de los que vivimos.
Las máquinas programadas para ganar un partido de ajedrez —o un partido de Mahjong (aunque sea más difícil)— jugarán para ganar, sin mirar otra cosa que no sea la victoria. Sin contemplaciones. Los hechizos de muerte de Harry Potter no se detienen ante nada. Quizá —en el único ejemplo dentro del mundo de Hogwarts que se ilustra con la cicatriz sobre la frente de Harry Potter— frente al amor, pero no porque el bien le gane al mal, sino simplemente porque mueren solo las cosas vivas y, por lo tanto, el amor, desde una perspectiva teogónica, precede a la muerte. Esta unión entre matemáticas y procedimiento es muy cotidiana. Y, sobre todo, cada uno de nosotros la ha experimentado. Las personas temen a las matemáticas porque temen a los números. Los números son la base de los conteos y de las listas. Las listas lo contienen todo. Las propiedades y las deudas de un ser humano, sus necesidades cotidianas y sus deseos. Pasados y futuros, aunque a veces también presentes. Las listas contienen a los vivos y los muertos. Los rosarios, komboloi y mishaba, son listas de oraciones, de peticiones. Las listas son la base del patrimonio de una persona y la base de recriminaciones y elogios. Antes de cambiar de casa o de trabajo, ordenamos lo que nos llevaremos y lo que dejaremos. Siempre enumeramos todo lo que tiene un valor real, simbólico o afectivo, y lo que no lo tiene. Cuando alguien muere, al ordenar todo, se hace una lista de lo que dejó; que, por cierto, es lo que queda. Las listas son vertiginosas, establecen lugares geográficos y son juegos de mesa. “Las personas que aventarías desde una torre” constituye una lista. Y las clasificaciones son listas. Las personas compran con base en listas establecidas por alguien a quien se le pagó para hacerlo y, cada día, ceden a la fascinación de lo ordinario, porque en la lista del supermercado ya está lo que falta en casa. Las listas son la versión explícita de la posesión. Las personas temen a los números porque los números ordenan la posesión, que no es un acto, sino una conquista. Ser algo o alguien. Poseer algo o a alguien. El dinero es el único número que todos aspiran a conocer bastante bien, es una medida para las personas; una medida exacta, como la altura, el peso, el teléfono, el RFC. Una cinta transportadora, una cadena de montaje, un trabajo organizado en turnos, objetivos, pasos, sigue siendo una lista. En las listas, como en el amor, el tiempo no existe. En los catastros neoasirios se enlista a los niños medidos con las palmas para poder contar, dentro de pocos años, con nuevos campesinos adultos. También esta es una forma de derivado. En las listas de los difuntos, los muertos siguen teniendo un nombre. Las cosas que se pueden nombrar existen. Por ello, las personas también temen a los nombres. Cuando Sócrates sostiene que no hay identidad entre los nombres y las cosas sino únicamente semejanza, Crátilo replica que, si los hombres conocen y aprenden la naturaleza de las cosas mediante sus nombres, es evidente que no existiría conocimiento alguno si los nombres no fueran de la misma naturaleza de las cosas, si no hubiese una correspondencia de uno a uno y viceversa, en la medida de lo posible. En las listas de los difuntos, por ejemplo, los muertos siguen teniendo un nombre. Y están.
La diferencia entre magia y tecnología, si existe, es la intención. Una hipótesis
La Eva futura es una novela escrita por Villiers de L’Isle-Adam en los años ochenta del siglo XIX; narra la historia de un amor desafortunado que, gracias a la ciencia, particularmente a la electricidad, logra darse una segunda oportunidad. Ya habíamos aprendido que la electricidad corrige los defectos del amor gracias a Frankenstein, de Mary Shelley. Sin embargo, mientras la ambición del doctor Frankenstein, y de su criatura, es corregir la muerte, o sea volver perpetuo el amor, en cambio, la ambición del científico protagonista de La Eva futura —Thomas A. Edison: sí, él—, es mucho más común, no es inmortal aunque sí eterna —en el sentido de eternamente repetida— y consiste en aliviar el sufrimiento a causa de una decepción amorosa. El doctor Frankenstein, quien es médico de formación y leyó a Galvani, para armar a su criatura cose trozos orgánicos; su algoritmo es el antropomorfismo; eso es todo. Una vez que interconecta tendones, venas y músculos, una sacudida dará vida al hombre renovado. En cambio, el doctor Edison es un físico que confía en los objetos mecánicos y la química para salvar al amor de Lord Ewald, un descendiente de buena familia enamorado de una mujer muy hermosa que desgraciadamente es estúpida (es la estupidez de Alicia Clary el motivo del dolor de Lord Ewald por el que, como una drama queen, quiere darse un tiro en la cabeza). Edison construye un simulacro, una andreide —una androide hembra, el término es acuñado por L’Isle-Adam— y, gracias a la electricidad, le transfiere el aspecto de Alicia Clary. El alma de Alicia Clary, en cambio, se le transmitirá a la andreide mediante las conversaciones con Lord Ewald (¡¡¡!!!). Así, en los setenta años que separan a Frankenstein de La Eva futura, el crear a alguien a imagen y semejanza pasó de ser algo únicamente orgánico (la criatura) a algo que es una combinación de orgánico e inorgánico (la andreide). Se podría decir que La Eva futura es la primera novela europea específicamente post-humana, en la acepción que actualmente utilizamos del término. Los seres humanos se reproducen y, al hacerlo, mantienen la forma del humano; de la misma manera lo hacen los animales. Las máquinas, al reproducirse, pueden asumir muchas formas, incluso la del humano, pero es como si la tecnología, hasta el día de hoy, creada por los seres limitados que somos, tuviera un horizonte más limitado aún. Dado que la magia contempla como horizonte lo infinito y lo omnipotente, tiene intenciones menos cotidianas, o al menos esto es lo que sucede al comparar a Frankenstein y La Eva futura.
Imagen de portada: Maximilien Rapine, La lumière électrique dans les gaz raréfiés, 1868. Wellcome Library
-
Aby Warburg, El ritual de la serpiente, Joaquín Etorena Homache (trad.), Sexto Piso, Ciudad de México, 2008, p. 60. ↩