Hace unos días asistí a un concierto de heavy metal acá en Berlín. Corrijo: no concierto sino ceremonia. Y no heavy sino “true metal”, subgénero idéntico al heavy pero tocado con más energía y fe ciega y que se caracteriza por ser interpretado por una sola banda en el planeta: Manowar. Nacidos en la Nueva York de finales de los años setenta, estos veteranos, que ya superan holgadamente la sesentena, están embarcados en lo que al parecer será su gira de despedida de los escenarios. Y ya que soy seguidor suyo desde los doce años (la única edad en que uno puede tomarse plenamente en serio estas cosas, aunque le resuenen en la cabeza el resto de la vida), acudí sin dudarlo un segundo al Velódromo de Prenzlauer Berg para presenciar el episodio prusiano de “The Final Battle”. Manowar es difícil de describir para los no iniciados en el culto del metal. Hablamos de unos tipos de origen italoamericano (al menos lo son los dos fundadores y líderes que aún permanecen en la banda, Joey DeMaio y Eric Adams, llamado en realidad Louis Marullo) que comenzaron su carrera vistiéndose como extras de una película de Conan el Bárbaro (o, según la estética mexicana, como émulos de aquel luchador conocido como el Perro Aguayo, con botas peludas y todo) y que si abandonaron esa facha fue solamente porque el peso de los años les hizo mella y los invitaron a usar, mejor, ropas de cuero negro revestidas de tachuelas. Aún ahora llevan largas melenas negras (seguramente teñidas) que contrastan con el cabello rubio de su nuevo guitarrista brasileño EV Martel. El requintista clásico de la formación, Ross “the Boss” Friedman, un genio de las seis cuerdas que antes de Manowar fue parte de la clásica banda punk The Dictadors, se les separó hace años por las desavenencias propias del negocio. Es decir, por dinero. Pero en Manowar el dinero es secundario: antes que nada está la convicción. La propia (son unos locos que viven en la carretera, de concierto en concierto, y se detienen tan sólo para grabar sus álbumes) y la del público que abarrota el lugar y les corea cada canción (aunque a comparación del público mexicano, incluso un metalero alemán resulte hierático y poco expresivo, con todo y que lleve cinco cervezas en el buche). Las canciones son directas y viscerales. La musicalización es impecable, ruda y rítmica en las proporciones ideales, y en ocasiones grandilocuente y pretenciosa, del modo que puede ser pretencioso alguien que no sepa si prefiere a Wagner o a Judas Priest y decida combinarlos a los dos. Las letras hablan de dioses y mitologías, de batallas (ganadas, perdidas, indefinidas y hasta futuras), de resistir los embates de la vida, de andar en moto y, cómo no, de lo pocamadre que es ser parte de Manowar, así sea como uno de sus fieles seguidores. Como puede deducirse de esto, no hay parámetro de corrección política al gusto contemporáneo que les aguante cinco minutos. Manowar no sólo parecen la versión seria de Spinal Tap (en el concierto hay escenario de piedra, templarios haciendo coreografías y todo parece que va a derivar en el ridículo absoluto pero nunca sucede), sino la de aquella vieja canción de “Macho man”… No obstante, entre el público del Velódromo hay una buena cantidad de mujeres, que acuden con parejas o amigos o en grupos de amigas. Algunas ataviadas como guerreras sadomaso, otras con botas y playeras holgadas. Y entonan las canciones sobre matazones y ejércitos con felicidad y sin arredrarse ante nada. Todos los presentes, desde los ancianos ya rapados o con largas mechas blancas, o los chamacos entusiastas que andan por allí, engullimos cerveza en tarros plásticos gigantes. El público alemán acaba aplaudiendo incluso una bandera ondeante de Turquía que aparece en escena (también hay de Alemania, de EU, de Francia, de media Europa) y un grupo de metaleros turcos cerca del escenario enloquece de alegría y orgullo. Una fraternidad amistosa que canta sobre la muerte y nunca sobre el amor (Manowar, desde luego, no tiene canciones de amor al uso, solamente canciones de amor a lo Manowar, que son otra cosa, y no hablan de decepciones sino de decapitaciones…). Unos españoles a mi lado, que nunca llegué a entender si eran fans o antropólogos, de tantos comentarios extrañados que hacían, lo pusieron en una nuez, cuando las luces se encendieron y la banda se fue: “Si uno no sabía lo que era el metal, saliendo de aquí ya lo sabe”. Y yo, que lo sabía de sobra, de todos modos lo descubrí.
Imagen de portada: Fotografía de Marianocecowski, en Wikimedia Commons. Impresiones en la Cueva de las Manos sobre el Río Pinturas, en la provincia de Santa Cruz, Argentina, 2005.