¿Pueden los blancos teorizar sobre racismo? ¿Los hombres sobre mujeres; burgueses sobre revolución; nacionales sobre migrantes? La cuestión, formulada por la filósofa india Gayatri Spivak, es un reto. ¿Cómo desenredar el bollo? Porque si usamos el criterio de “categorías”, lo apropiado sería optar por el silencio. Una mudez obligada (también) por pudor; digo, a estas alturas del partido es imposible obviar el hecho de que una categoría responde a una estructura de pensamiento y lenguaje, por lo tanto, a un discurso que determina nuestra forma de ver y hacer. El lenguaje actúa como clasificación ordenadora de casi todo lo que conocemos y podemos nombrar. Entonces, para ir al grano rápidamente, podríamos decir sin temor a equivocarnos que, tal como vivimos atrapados en un tiempo y espacio, somos presos de una lengua particular. Imposible salir de la Tierra. Imposible capear ese lenguaje que nos arropa y aprieta. Porque una lengua, esa forma de construcción, y sus palabras están ligadas a la manera en que clasificamos, ponemos orden y leemos el mundo.
De esta forma, el diálogo fluido y veraz que me gusta imaginar requiere un ejercicio de deconstrucción monumental. Quizás la deconstrucción sea el único camino. Sacarnos de encima kilos de telas, como esas capas de ropa con que se vestían las mujeres decimonónicas, para desvestir palabras e ideas, porque la empatía no es suficiente. No alcanza, amiga, ni con una sonrisa o apretón de manos. Puedo decir “soy negra” (por cierto, lo he dicho), y si existe la reencarnación pido al universo, o a las energías que lo dominan, que me haga negra, pero ésa es otra historia. Lo importante es reconocer que, aunque lo diga, me es imposible salvar la cuestión de identidad. No puedo ser algo que no soy. Puedo, en cambio, hablar desde mi respeto por la diversidad, las culturas, mi acercamiento a cosmovisiones diversas, la curiosidad natural que surge en una conversación y pone a prueba mis convicciones y, quizás, el intercambio sea beneficioso para ambas partes, pero no podré teorizar sobre racismo ni entrar en esa caverna de prejuicios o dibujar el camino que han debido transitar tantas sisters, pues esa experiencia no pertenece a mi imaginario. Nací del color del privilegio, ése que me ayuda a pasar sin tropiezos controles en los aeropuertos, ése que indica que no soy potencialmente peligrosa para la convivencia pública, así es que “pase usted, señora” sin necesidad de mostrar mi cédula de identidad ni tener que refrendar quién soy y para dónde voy. Mi lectura de mundo se vuelve amable en lo que a espacios colectivos se refiere por esa simple (e involuntaria) tergiversación de la realidad que me aparta de una lectura completa, compleja, con los matices necesarios para comprender qué siente una mujer negra obligada a pasar controles de identidad diarios, sospechosa por nacer del color que nace. ¿Cómo hablar en su nombre? La distancia que nos separa parece un muro de concreto con cerco eléctrico. A cualquier palabra o movimiento, un chicotazo de corriente. Es difícil explicar el mundo por categorías o identidades, aunque el mundo insista en hacerlo y nos encontremos ante la imposibilidad de leerlo ampliamente; en cambio, avanzamos entre sistemas que definen, ofrecen marco teórico y de referencia, pero obligan a reconocernos por oposición, decir, por ejemplo, soy mujer porque no soy hombre, latina porque no soy europea, blanca porque no soy negra, y así la lista señala tanto lo que dejo de ser como lo que soy. Y la distancia se agranda y nos aparta de todo aquello que busca reunir, volviendo espinoso hablar en nombre de. Esto es evidente, en términos de género, en las discusiones sobre el aborto que se han dado últimamente en los parlamentos latinos. Se trata mayoritariamente de hombres hablando sobre mujeres, y aquí vale hacer un breve paréntesis para preguntar: ¿por qué el cuerpo de la mujer es un cuerpo político? ¿Por qué los derechos reproductivos y ese argumento “a favor de la vida” que, entre otras cosas, supone defender todo menos el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, se esgrimen como condición sine qua non? Descontando el hecho de si se está a favor o en contra, si se es de izquierda o de derecha, las razones de estos honorables denotan un exceso de celo político y nulo conocimiento del cuerpo de la mujer en particular y de lo femenino en general, entonces, ¿cómo hablan de algo que desconocen? El reclamo surge espontáneo, ¿qué tipo de superioridad los alienta a arrobarse el derecho a teorizar? Predicar sin conocimiento debiera estar penado por ley, sin embargo sucede. Nuestras sociedades suelen perpetuar vicios y nuestros parlamentarios entran al tema con un sentido de propiedad absurda. Entonces, cuando la sociedad global entra en crisis, como en estos años, y la tecnología (el morbo, también) nos ofrece una mirada en primer plano de la mezquindad humana —expulsando a migrantes, deteniendo insistentemente a pobres, negros y mujeres mediante reglamentos que legitiman y amparan una suma de prejuicios y categorías anquilosadas, una narrativa articulada desde el “este sí / este no”—, entendemos que estamos haciendo agua, que la lengua de los binarismos desborda un olor rancio y nauseabundo donde es imposible capear imágenes de horror (niños y niñas en centros de detención fronterizos; mujeres y hombres negros perseguidos y asfixiados; largas filas, estampas de personas vestidas en monos blancos hasta la cabeza, avanzando hacia un avión para ser deportadas) que nos enrostran a diario nuestra ceguera social, la de creer que ese orden, los morenos y los blancos, los hombres y las mujeres, los aptos y los inútiles, efectivamente sirve para ordenar algo más que no sea nuestra estupidez.
Y llegados a este punto, entendemos la urgencia del concepto “deconstrucción”. Su sentido social, político, etimológico, sobre todo su urgencia cultural, porque todo cambio relevante es un cambio de hacer, pensar, digerir, procesar, traducir y otros verbos que apañan la idea de que las palabras, nuestra lengua, no son un instrumento banal y anodino, aunque las utilicemos como si lo fueran. Tampoco son sacrosantas ni propiedad de intelectuales o académicos que se congratulan de hablar en difícil y lo que se escucha, al final, es un vacío igual a una bóveda. Tampoco vienen de ninguna parte, un idioma se revela en las personas que lo usan, ciudadanos de a pie que lo cargan de sentido diario, aquí y ahora, en una era, momento preciso, y para nosotros, ciudadanos del mundo global, ha llegado el tiempo de madurar y entender cómo construimos realidad con aquellas palabras que apenas atendemos y menos ponemos a prueba, pero que determinan nuestra comunicación diaria. Si hiciéramos conciencia de nuestra lengua, entenderíamos que al decir “soy negra” o “migrante” apelamos a la humanidad detrás de la categoría y que, en tanto seres humanos, podemos escoger desde dónde leer el mundo que habitamos. En este sentido, me gusta pensar que resignificar es lo mismo que “deconstruir” y ¿cómo comenzamos a hacerlo? Se me ocurren muchísimas formas (algunas más complejas que otras), pero una de las que tenemos cerca, es cosa de estirar la mano, son los libros. Sin caer en esa idolatría que manifiestan algunos conversos de la lectura que, ante cualquier cosa, sugieren leer, como si se tratara de una pócima quitamales, ubicando a los libros en una categoría banal, me parece que la literatura es un espacio propicio para escuchar al otro. Porque si es verdad que los libros actúan como puerta de entrada a la memoria, lugares incómodos, espacio de reflexión, preguntas pertinentes y frecuentes, acercamiento al pasado e imaginario futuro, también ofrecen la posibilidad de ser, mientras pasamos las páginas, negra, latina, hindú, huérfana, refugiada, exiliada, guerrillera, monja y otro sinfín de posibilidades, locaciones, culturas, que, como en una caja de pandora, contiene casi todos los temas que aquejan a una vida, con la gracia de que un libro se lee como nos gustaría leer nuestras vidas, es decir, de principio a fin, entendiendo esto y aquello, relacionando situaciones, causas y efectos, y eso implica otro número de elaboraciones que tienta el diálogo abierto, multicultural y racial. Los libros han sido expertos migrantes desde que comenzaron a escribirse, es parte de su carácter, y esos mundos que nos abren permiten una conversación con ese distinto a mí, al que temo u odio, principalmente, porque no lo conozco. Son, finalmente, vehículos para entrar en esa conversación sin interrumpir ni violentar, integrando la enorme cantidad de matices presentes en nuestro cuerpo social, garantizando ese tipo de conversaciones que aportan tanta salud a la materia y al pensamiento.
Imagen de portada: Lukaza Branfman-Verissimo, WE ARE ALL SPEAKING AT THE SAME TIME, Endless Editions, NY, 2020. Cortesía de la artista