Eran vísperas de navidad del año 2008 cuando el sacerdote estadounidense Jon Pops elevó una plegaria a su dios, pidiendo, si fuera posible, algo de misericordia para el rebaño roto que tenía delante: “Que el Señor, Dios de los Migrantes, los vuelva invisibles”. Ése era el mejor deseo que se le ocurría a aquel cura bienhechor: que los centroamericanos indocumentados, para los que invocaba una bendición del cielo, se hicieran transparentes, como el aire, que nadie los notara al ir, que sus pasos no se oyeran, que no pudieran ser vistas sus siluetas montando el tren de la muerte. Jon Pops creyó —y yo creí con él— que lo mejor que podría pasarles a los sin papeles era ser nada. Los Zetas eran entonces el terror de terrores: habían descubierto un filón muy lucrativo en el secuestro de migrantes centroamericanos: salían de caza en Chiapas, en Oaxaca, en Veracruz… siguiendo las vías del tren, y los atrapaban en masa, de a cientos, con la complicidad de todos los cuerpos policiales mexicanos, en los tres niveles de gobierno. Las obligaron a prostituirse, las violaron, las torturaron, las hicieron esclavas, las separaron de sus hijos, las mataron. Los obligaron a ver cómo se aprovechaban de sus hijas o de sus sobrinas, los mutilaron, les robaron, los vendieron, disolvieron sus cuerpos en ácido, los sepultaron en fosas comunes, los quemaron. Todos los migrantes, los cientos de migrantes que pasaban por el albergue desde el que Jon Pops invocaba milagros, en el sur de Oaxaca, sabían que eso ocurriría. Y estaban ahí: listos para seguir el viaje. Todos, o casi todos, habían sido asaltados ya, muchas habían sido ya violadas, habían visto lo que hace el tren en las piernas del que dormitó, del que no consiguió agarrarse bien de una escalera, del que dudó. Habían visto ya la maldad con sus propios ojos: campesinos mexicanos convertidos en asaltantes de caminos; policías, taxistas, buseros, lancheros, tricicleros, taqueros, que se convertían de pronto en monstruos. Y aun así no paraban de llegar al albergue “Hermanos en el Camino”, fundado por otro sacerdote: un hombre mayor, peleón, inquebrantable, cuyo nombre se estaba convirtiendo entonces en sinónimo de defensa de derechos de los indocumentados. Se llamaba Alejandro Solalinde. Viéndolos llegar, macilentos, destruidos luego de sus primeros días de viaje, y viéndolos ir, sabedores de los horrores que les esperaban, Jon Pops se hizo, a mi juicio, la única pregunta posible, una que por obvia es profunda y total: “Yo quiero entender —me dijo aquel sacerdote altísimo, desde sus ojos azules de gringo viejo—: si ellos sufren tanto aquí, ¿de qué huyen?” Han pasado doce años y las cosas han cambiado mucho, o más bien la apariencia de las cosas ha cambiado mucho: ya nadie implora al cielo que los indocumentados sean invisibles y ellos mismos han llegado a la conclusión de que más les vale atravesar México en masa, haciendo todo el ruido posible, caminando por las grandes carreteras en lugar de transitar veredas perdidas. Están ensayando una nueva forma de viajar, a la que han llamado caravanas, y han sabido notar que si se juntan se convierten en un evento político, en conflicto diplomático, que ocupan —con suerte— más de una portada en los diarios, y los políticos entonces ya no pueden negarlos y deben al menos hacer el ejercicio de decir discursos, de rechazarlos en público, de hacer malabares para argumentar que esos garrotes y esos gases lacrimógenos, que esos guardias, que esa paliza, son instrumentos del bien. Los Zetas ya no son el pez más grande en el camino; algunos capos han caído, otros han surgido, los secuestros ya no son safaris masivos. La ruta ha cambiado de manos y la nueva gerencia tiene sus propias maneras de monetizar a los indocumentados. El tren de la muerte ha aumentado su velocidad en la mayoría de puntos en que los migrantes solían abordarlo. Hay más vigilantes armados en las estaciones ferroviarias. Jon Pops, si está vivo, no habita más en Ixtepec para ser un bálsamo. El albergue “Hermanos en el Camino” ya no es una parcela humilde y tibia, sino un espacio riguroso, con un edificio formal y portones de entrada y salida. Solalinde ahora se codea con el poder, lleva guardaespaldas y chofer, y apostó toda su reserva moral a un político. Defiende las acciones de la policía contra los migrantes, acusa a defensores de derechos humanos de lo mismo que el poder lo acusaba a él hace una década y asegura que, si bien los indocumentados centroamericanos son importantes, “primero es México”. Cuando las cosas cambian tanto su apariencia suele ser porque en el fondo no ha cambiado mucho, nada. La pregunta que Jon Pops se hizo hace más de una década —“¿de qué huyen?”— sigue siendo tan obvia como tan poco respondida. Mientras escribo esto, un contingente de cientos de guardias nacionales mexicanos se ha desplegado en la frontera sur, con sus cascos y sus escudos, con sus armas, listos para repeler la caravana de hondureños que está atorada a más de 400 kilómetros de la frontera mexicana, en el sur de Guatemala.
Alrededor de nueve mil hondureños salieron, de nuevo, de la terminal de autobuses de San Pedro Sula, según ellos rumbo a Estados Unidos. Llegaron de nuevo a la frontera de su país con Guatemala y entraron como una avalancha, sin pedir permiso, con el aplomo del que se siente con derecho de caminar por la tierra que tiene delante. Hasta que el ejército guatemalteco, junto con la policía, los aporreó con largos garrotes y los hizo probar la asfixia que viene contenida en las latas de gas pimienta. La idea parece ser darles duro hasta que regresen por donde vinieron, o hasta que se desintegren en pequeños jirones. Por si acaso, la frontera natural del Suchiate parece ya un campo de guerra, con oficiales mexicanos listos para completar la paliza: por si los hondureños consiguen sortear los obstáculos guatemaltecos y para entonces no han tenido suficiente. Pero no será suficiente. Seguirán llegando, en caravanas pacíficas o no, sobre el tren, a pie, en un mes o en seis… Y eso estaría claro si la apuesta hubiera sido responderle la pregunta a Jon Pops. La mayoría de personas que conforman las caravanas viene de Honduras, y esta última multitud no es la excepción. Si cerramos más la lente, hay que decir que entre los hondureños predominan aquellos que vienen del enorme y fértil Valle de Sula. Honduras sigue pagando su pasado de república bananera, ese cáncer que convirtió a varios países centroamericanos casi en repúblicas esclavistas. Al día de hoy, se ha alzado en el podio de los países más injustos de América Latina, donde la competencia es durísima: después de Brasil, es el más desigual de la región, que a su vez es la más desigual del mundo. O sea, en Honduras conviven la opulencia con la miseria. Seis de cada diez personas viven bajo la línea de la pobreza y cuatro de cada diez no consiguen el dinero suficiente para comprar comida: “pobreza extrema”, dicen los estudiosos, por llamarle de algún modo al acto de sobrevivir. El 70 por ciento de la economía hondureña es informal: vendedores de comida callejera, discos piratas, ropa, verduras, que dependen de que otros hondureños lleven plata en la bolsa para comprarles algo. Honduras, por otro lado, es uno de los países más violentos de la región y San Pedro Sula sube y baja del podio infame de la ciudad más violenta del mundo. Todo eso, aclaro, antes de la pandemia de COVID-19, que lanzó a casi un millón de personas a la miseria. Según el Consejo Hondureño de la Empresa Privada, más de la mitad de empresas formales —el 51 por ciento— están cerradas o por cerrar. El 30 por ciento de todos los trabajadores de maquilas se quedaron desempleados en un parpadeo. El país perdió cerca del 12 por ciento de su Producto Interno Bruto (PIB)… y entonces llegó el huracán Eta, que inundó, literalmente, el Valle de Sula, pudrió las bananeras y las plantaciones de caña de azúcar, y mandó a la indigencia a quienes ya malvivían de las labores agrícolas. Comunidades enteras quedaron cubiertas por encima de los techos o destruidas por el lodo. Todos los habitantes del municipio de La Lima, por ejemplo, fueron evacuados: 90 mil personas errantes. Los barrios marginados, como El Rivera Hernández, La Planeta, la Canaán, o las 24 aldeas rurales de Bajos de Choloma, quedaron inhabitables. Cientos de familias construyeron chabolas de plástico y cartón en los camellones de las carreteras, o se refugiaron bajo los puentes, o se apiñaron en escuelas convertidas en albergues, sin ninguna —ninguna— ayuda gubernamental. En algunos tramos de la carretera que conecta San Pedro Sula con Tegucigalpa se habían formado extensos campos de refugiados. Entonces llegó el huracán Iota. La devastación dejada por estos huracanes, que asolaron el norte hondureño con una semana de diferencia, no tiene un precedente cercano: hay que remontarse 22 años atrás para poder compararla con algo, o sea: con el salvaje huracán Mitch, que en 1998 cambió las dinámicas migratorias en la región. A esas calamidades se suma la corrupción rampante del gobierno, cuyo presidente, Juan Orlando Hernández, coquetea con la tercera reelección, aunque la constitución hondureña prohíbe de forma explícita y furibunda que un mandatario repita en el poder. El jefe de la Comisión Permanente de Contingencias (Copeco), la instancia oficial a cargo de enfrentar la pandemia y los efectos de los huracanes, es, nada más y nada menos, un cantante de reguetón, con toda la experiencia institucional que puede tener para estas cosas un cantante de reguetón, o sea: ninguna. Los dos jefes anteriores de Copeco fueron reubicados por el presidente en menos de un año y dejaron el puesto en medio de sonados escándalos de corrupción. Nueve mil personas salieron de sus champas a orillas de las carreteras, o de la sombra de un puente, o de lo que quedó de sus casas, e intentaron huir hacia el norte. A esas gentes, el gobierno guatemalteco —que firmó a escondidas con Estados Unidos un acuerdo de tercer país seguro— les pedía que realizaran un trámite migratorio y que presentaran pruebas PCR para certificar que no eran portadores del coronavirus, cuando en Honduras las pruebas hechas en laboratorios privados cuestan más de 100 dólares y en el sistema público hay unas listas de espera interminables. Si se corre con suerte y se consigue un turno para recibir el test, la respuesta tarda aproximadamente 15 días, lo que la vuelve perfectamente inútil. En fin, Guatemala les pedía compostura y que hicieran bien una fila para recibir sus sellos y sus firmas. La única otra alternativa que les ofrecieron fue el garrote y el gas. Y por si las dudas, México alistó también sus propias dosis de esa misma solución. Garrote y gas para los que huyen. A la pregunta fundamental que se hacía Jon Pops —“¿de qué huyen?”— hay que agregar otras que podrían terminar de dibujar el panorama: ¿Con qué se amenaza a los que no tienen nada? ¿Cómo se espanta a una romería de gentes que temen más lo que han dejado atrás? ¿Garrote y gas? Hasta hoy, la policía y el ejército guatemaltecos consiguieron replegar la primera caravana migrante de 2021, pero el 21 de enero se convocó otra, a reunirse, para variar, en la estación de buses de San Pedro Sula, con plena conciencia de que no es bienvenida en ningún sitio, pero también con la certeza del hambre y del miedo.
América Central, Guatemala incluida, se ha llevado muy malas cartas durante la pandemia: sus economías son chalupas frágiles, propensas al naufragio, a merced de los desvaríos de caudillos populistas o de los pactos rapaces de sus élites. La miseria, la locura institucional, la inestabilidad de sus gobiernos, son pasto fértil para el surgimiento de mafias y pandillas que llenan el vacío que deja el Estado. En fin… todo indica que no habrá gas ni garrote suficientemente largo para contener tanta desesperanza. Tocarán las puertas fronterizas una y otra vez, en masa o en pequeños grupos, soportarán palizas, secuestros, torturas, trenes, cárteles, rechazos y leyes, se les tratará como hordas salvajes, ávidas de romper la ley, hasta que se comprenda la importancia radical de responderle su pregunta a un cura gringo, que pedía al Cielo el don de la invisibilidad.
Imagen de portada: Un segundo grupo de migrantes compuesto de unas 3 mil personas pasa la frontera de El Florido y camina por territorio guatemalteco, 16 de enero de 2021. Fotografía de Esteban Biba. Cortesía del autor