suplemento Especial: Diario de la pandemia JUN.2020

Noticia de mis cosas

Ana Laura Magis Weinberg

Desde la distancia, desde el sol y los treinta grados centígrados mexicanos, desde la promesa de tacos —todavía no he ido por tacos—, es fácil pensar en todo aquello que no hice, que debería haber hecho cuando me iba de Inglaterra: haber pagado otra maleta en una aerolínea donde los precios aumentan exponencialmente, haber traído más cosas, o menos cosas, o mejores cosas; haber guardado todo en otro lado, o no haber guardado nada. Llévate lo que ya no vas a usar, me dijeron mientras, por la pandemia, abandonaba todo de repente: el doctorado en literatura inglesa, el cuarto que rentaba, la vida que me había costado tres años construir. Llévate lo que sabes que no vas a usar. ¿Saber? Cuando me fui no sabía cuándo iba a volver, ni qué iba a pasar. Sólo sabía que todos estaban cada vez más preocupados, y que había cada vez menos vuelos. ¿Saber? La palabra resulta ridícula ahora: ya nadie sabe nada. No sabemos cuándo va a acabar, ni cómo será el nuevo mundo que nos espere. El valiente y nuevo mundo, diría, con un tono esperanzado, el mismo Shakespeare que en voz de Hamlet ha nombrado la incertidumbre como aquello tan terrible que es preferible soportarlo todo, todos los azotes de la vida y del destino, que enfrentarse a ella. No sé nada ahora, ni siquiera sé que nada sé. No sé cuándo voy a poder volver. No sé si al regresar mis cosas sigan allí. Cuando Hamlet habla de la tierra incógnita de cuyos límites ningún viajero vuelve nunca, se refiere a la muerte y no al mundo en el que vivimos ahora, ni al mundo que vendrá. ¿Pero qué no son lo mismo? Llévate lo que sabes que ya no vas a usar. Nadie sabía nada. Nadie sabe nada.

El 19 de marzo, día que me fui, hice la fila en el correo, compré los sobres plastificados, empaqué libros de mi supervisora, de mi biblioteca, míos, libretas con apuntes, papeles sueltos, tarjetas de presentación. Hice dos paquetitos, cada uno de tres kilos, porque me aseguraron que si se pasaban de cinco se iban a tardar más de los cuatro días hábiles en llegar y yo, quizá habiéndome sobreacostumbrado al correo inglés, les creí. Los días anteriores, y ese mismo jueves, he ido tomando cada una de mis cosas (ropa, cremas, sartenes, espátulas, y sí, más libros) y las he ido dejando en mi oficina. Así, sin ayuda de nadie, he bajado los dos pisos y caminado los cuatrocientos metros hasta mi oficina, llevándome como hormiguita toda mi vida allá. Más de una vez me han acusado de tener demasiadas cosas. Y sí, hay momentos que, con una mochila y dos bolsas y cargando una caja que tengo que recargar cada vez que me enfrento a una de las siete puertas (pesadas como son allá, contra incendios) me pregunto por qué carajos tengo tantos zapatos, o por qué compré un paquete de seis jabones, o por qué tengo tantas plumas distintas. Cuando se me caen los cajoncitos de plástico —cosas para guardar cosas, pienso— o se me desfonda una caja apenas empezado el trecho mi reclamo es con el mundo: una termina juntando esas cosas. Los zapatos son porque el mundo espera que una salga bien vestida. Los abrigos son por el frío. Mi oficina no es oficina, es más bien un cuarto; tampoco es mía propiamente. Es un espacio común a disposición de todos los que hacen un doctorado en el departamento de humanidades de mi universidad, pero lo cierto es que nadie usa ese espacio y nadie toca nada (lo sé porque he sido yo, a las 12 de la noche por esos pasillos alfombrados, silenciosos y vacíos, la que ha ido tirando papeles ajenos cuando me quedo a escribir pero termino encontrando excusas para no hacerlo). Llegué con mis cosas y las comencé a ordenar, intentando ser discreta: pongamos las botellas de mezcal acá, escondidas bajo llave, guardemos estos tuppers en una caja para que parezcan libros. Y mientras subo la caja con salsa verde enlatada y botellas de Valentina hasta arriba de un estante, como personaje de Chéjov que cuenta el dinero que podría haber ganado, pienso en el estante y la cajonera y la mesa de luz que todavía no logro vender. En este país donde el virus es cosa de españoles e italianos, esos europeos incivilizados, las reglas han ido cambiando poco a poco. Hay escasez de pasta; el cloro que vi en la mañana desapareció de los anaqueles del supermercado en la tarde. Hay cartelitos que dicen “Estos productos quedan restringidos a sólo tres por persona”. La biblioteca de veinticuatro horas ahora cierra a las diez, y me informan que, aunque mi edificio sigue abierto, ahora no hay salvoconducto que me permita quedarme después de las ocho. Esta semana, la semana de mi partida, me despierto todos los días con miedo a que ya no me dejen entrar. Paso el día guardando cosas y llevándolas a la oficina, pero ya no puedo pasar las noches dándoles algún orden. El último viaje, hecho apenas volví del correo, me vio dejar las sábanas ahí, debajo del escritorio, a la vista, y mi único consuelo es que, para cómo va la cosa, no habrá dueño de vista alguna. Tienes demasiadas cosas. Y sí, quiero gritar: tengo una vida, una pinche vida completa, una vida como la tienen ustedes que quedaría en evidencia si de repente, en una semana, tuvieran que guardar toda su vida en cajas y meterlas a escondidas a una oficina. Y libros. Miles de libros que no sé cómo llegaron a mí. Antes de irme me preguntan si ya le avisé a mi universidad cuándo voy a volver. Me rio.

Los libros no llegaron a los cuatro días hábiles, ni a las dos semanas, ni a las tres. Contacto a Correos de México por teléfono (no contestan), por e-mail (sí contestan, pero vagamente). Los pongo en evidencia pública en Twitter, donde en privado me contestan y luego no. En casa no hay nadie por la contingencia. No puedo articular la frustración, las horas en vilo, la visita a mi oficina postal para descubrir que ya no opera, la desesperación, la angustia.

Ahora estoy en México. Volví. Como quien corre de una explosión en cámara lenta y se salva. Hui no del virus, sino de la soledad. Hui de la escasez. Hui de la vida en libras (que siguen subiendo) y hui de esos días horribles, grises y mojados, de una llovizna constante, de unas pobres flores amarillas haciendo su luchita por florecer.

Aquí llego a la ropa que nunca me llevé porque pensaba que a partir de ahora mi vida—la vida de verdad—estaría allá. La ropa de aquí tiene hoyitos, o no me queda, o la regalé porque no la usaba. Llegué a la mitad de un capítulo, a una vida ya empezada, o ya por terminar: cosas que había dejado suspendidas en el tiempo, flotando. Llego a buscar, a reconstruir. Reconstruyo la vida de allá, que a su vez era un intento de reconstruir la vida de acá. No me hallo: ésa es la expresión, tan bonita y tan mexicana, que me describe. Ahí existo, en la no-hallación. Ordeno para no estar desorientada, pero cuando ya tendí la cama no sé qué sigue. La incertidumbre también está ahí, en no saber qué sigue ni saber cómo empezar. En no saber cuánto tiempo me queda aquí en México, antes de tener que (o poder) regresar. Ante la incertidumbre, la parálisis: doy vueltas mirando al piso, tan perdida como mis libros. Oficina Operativa BJ REG IMP. Oficina Operativa Registrados Internacional Metropolitano, CDMX. Centro Operativo de Reparto Pacífico. Pantaco. Pacífico. Miramontes. Si hubiera pagado otra maleta tendría mis libros. También mi abrigo. Quizá no hubiera perdido el suéter que se quedó en el camión al aeropuerto, o que se cayó en la fila de la aerolínea, o que se me quedó en el piso del avión. Quizá si hubiera pagado esa maleta ahora estaría escribiendo —la tesis, las novelas, el libro de viajes— en vez de dar vueltas en círculos concéntricos, como buscando la salida de un laberinto sin paredes. Mi mamá llama al correo y logra lo que yo no pude: que le contesten. Los paquetes están en ese limbo de Schrödinger donde están y no están, al mismo tiempo, en dos oficinas postales distintas. Mi mamá, que jamás se ha dado por vencida, consigue el teléfono del cartero, le escribe por WhatsApp, se pone de acuerdo. Mientras el cartero busca los paquetes que estaban en tránsito, en ventanilla, en recepción y además —todo al mismo tiempo, hay que recordar— en su propia bolsa, mi madre se pone de acuerdo con un vecino con el que nunca hemos hablado. A un mes de mi huida, por fin tengo en mis manos esos dos sobres, pesados, densos. Sobres que, a estas alturas, parecería que nunca fueron más que alegorías. Los abro y caen papelitos. Igual que mis maletas, las que sí traje, están llenos de cosas cuyo sentido no logro entender, papeles inútiles mezclados con mis notas para la tesis, tarjetas de presentación, cuadernos innecesarios. Mientras voy a comprar pollo saludo a todo el mundo por la calle. Hui del país donde la gente te ve cargada de cosas, yendo a tu oficina, y nadie te ofrece ayuda. Hui del país donde el correo tiene que funcionar porque no queda de otra al país donde las cosas salen pero no salen, al país donde esas flores amarillas se perderían entre el escándalo de buganvilias. Mis cosas, de tanto empacar y desempacar, han naufragado en una oficina tan lejana que si le contara los morados y rojos de nuestras flores no me creería. Sigo buscando cosas fantasma como quien busca rascarse el brazo que ya se le amputó. Como tender la cama, resulta que la llegada de los libros no ha solucionado nada. La incertidumbre permanece; el nuevo, emocionante, valiente mundo nunca llega. Todavía no hemos pasado el límite a esa tierra incógnita, la frontera que una vez atravesada no permite marcha atrás. Pero tampoco estamos en ese primer lugar: estamos todos, como mis libros, como yo perdidos en el tránsito, simultáneamente en el mundo antes de la pandemia y el mundo después, sin que nada se concrete. Dame, Hamlet, los azotes y pedradas de la atroz fortuna, o dame el certero punzón. La agonía no está en la certeza, por más terrible que sea, sino en la incertidumbre del trayecto.

Ana Laura Magis Weinberg se dedica a las palabras. Fue becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas y realizó una residencia en el Centro Banff para las artes. Actualmente hace un doctorado en Literatura y Cine en la universidad De Montfort, Leicester. Sus traducciones, cuentos, ensayos y textos de divulgación han aparecido en publicaciones como La Jornada, Punto de partida, Hermano Cerdo, Cuadrivio, Este País y la Revista Fundación. Ha sido publicada tanto en inglés como en español en México, la India y Canadá.

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Imagen de portada: Estampillas inglesas. Fotografía de Aehdeschaine, 2015. CC