Este libro comienza con las siguientes palabras: “Pensaban los antiguos mexicanos que su gran dios Tezcatlipoca tenía un espejo, su tlachialoni, instrumento para contemplar en él todo lo que hacían los seres humanos en la tierra.” Lo que aquí se propone es una poética capaz de elucidar el impulso de una teatralidad originaria como vía de conocimiento. Saber hacer para hacer saber sobre las actuaciones de los hombres, de sus dioses y de cuanto acontecía en el mundo. Aquel tlachialoni prodigioso de algún modo se asemeja a lo que nombra la palabra griega theatron: mirador, asombroso artificio que nos convierte en espectadores de nuestro propio acontecer. En esta aproximación a la teatralidad milenaria de los mesoamericanos León-Portilla nos propone también un modo de pensar el teatro cuyo hacer saber es volver a pensar el devenir de las culturas. La aventura comienza con la consignación, no exhaustiva, del hallazgo de vestigios de representaciones en códices y textos, algunos de origen prehispánico. Ya la primera hermenéutica de la modernidad planteaba la distinción entre las fuentes y los fósiles, aquellos fragmentos de mundos pretéritos que nos ayudan a reconstruir mentalmente metonimias de mundos ignotos; fragmentos capaces de evocar la totalidad a la que pertenecen. Como sucede en los sueños, los ritos, los mitos y los escenarios. Y como también sucede entre las páginas de este libro en las que hallamos poderosos signos glíficos, máscaras, vestuarios e instrumentos. En los vestigios de representaciones escénicas identificadas en varios códices se descubren celebraciones rituales muy antiguas, articuladas en los ciclos sagrados de las fiestas. En ellas, los mesoamericanos renovaban su anhelo de perduración. El carácter festivo es inherente a la teatralidad; su esencia es el juego hecho para mirar; la unificación que produce la reunión de espectadores. En las formas escénicas de los cánticos, las danzas y los rituales se recrea y se renueva lo que siendo tan antiguo aún hoy nos estremece. Todo culto es creación. A partir de la Conquista el imperativo de la evangelización también dio lugar al encuentro de las diversas teatralidades inventoras de mundos. En el siglo xvi en Europa las formas paralitúrgicas del teatro medieval, los misterios y las moralidades se fundían en el propósito renacentista de recuperación de la tragedia y la comedia de la Antigüedad grecolatina. De ese impulso surgieron nuevas formas de teatralidad litúrgica y popular sobre asuntos bíblicos y ejemplaridades moralizantes, como los coloquios, las églogas pastoriles de la Natividad, las procesiones, las pasiones y pasos que darían lugar a la conformación de un arte nuevo de hacer el teatro. Las acciones de evangelización se nutrieron de esas búsquedas y en su encuentro con las tradiciones de representación de Mesoamérica dieron lugar a una impresionante profusión de metamorfosis teatrales y dramatúrgicas: los mitotes, los autos bíblicos, las pastorelas, los neixcuitilli o exempla moralis, las danzas de la conquista y más tarde un teatro barroco de altos vuelos que forma parte del esplendor del Siglo de Oro. El impulso poético y teatralizador de ese momento transfiguró las formas escénicas y dramatúrgicas de los dos continentes. El teatro mexicano de esa dinámica de cristianización fue a la vez indígena, mestizo y criollo. Esta antología incluye dos textos dramáticos del teatro bíblico: El sacrificio de Isaac y El juicio final.1 El texto náhuatl del primero se conservó en una copia del siglo xix debida al nahuatlato Faustino Chimalpopoca Galicia, a su vez resguardada por Francisco del Paso y Troncoso y reproducida en nuestros días por Fernando Horcasitas y María Sten. De esta obra León-Portilla hace notar que debió atraer especial atención de los indígenas que recordarían cómo en los tiempos antiguos de su teatro perpetuo se verificaban sacrificios humanos y cómo ahora la nueva religión también trataba el mismo drama, pero que esta vez, cuando el sacrificio del joven hijo de Abraham estaba a punto de realizarse, una intervención divina lo impedía: descubrían un Deus ex machina. La diversidad asombrosa de las formas de las teatralidades y las estructuras dramáticas que contiene esta antología nos llevan a considerar cómo los conceptos genealógicos del teatro no pueden consistir en categorías incuestionables, porque se hallan mediados en sí mismos por la contradicción, la consistencia siempre discutible de sus proposiciones y la amplitud connotativa de sus significados. No es posible dejar de mencionar la presencia de un fragmento de la obra El gran teatro del mundo de Pedro Calderón de la Barca (obra cúspide del barroco conceptista del teatro del Siglo de Oro) adaptada y traducida al náhuatl por el sabio texcocano Bartolomé de Alva Ixtlixóchitl, hermano del célebre cronista don Fernando. La apropiación náhuatl que de ella hace Bartolomé de Alva muestra la capacidad integradora de una sensibilidad que incorpora a su propio mundo ese otro gran teatro, de modo semejante al de la prodigiosa representación del cielo del retablo barroco y náhuatl del templo de Santa María Tonantzintla. El conceptismo barroco de Calderón parece provocar la interlocución con el mundo náhuatl que en cambio no consiguieron las palabras de los conquistadores. El capítulo dedicado al teatro guadalupano tiene una particular importancia. En él se incluye un texto dramático náhuatl cuyo nombre traducido es El portento mexicano. El título mismo evoca el inicio del Nican mopohua: “huey tlamahuizoltica”, “con gran prodigio”. Se trata de uno de los textos más antiguos de una fecunda tradición teatral mexicana en la que se inscriben —entre aparicionistas y antiaparicionistas— numerosos textos, a partir del siglo xvi y de modo ininterrumpido hasta la actualidad. En el momento mismo del movimiento de la Independencia, Fernández de Lizardi compone y representa su Auto mariano. En la segunda mitad del siglo xx se escriben y representan obras como Corona de luz, de Rodolfo Usigli, o Cúcara mácara, de Óscar Liera. León-Portilla demuestra cómo toda esa cuantiosa y diversa tradición dramática proviene de una misma fuente textual náhuatl, el Nican mopohua, cuyo original, atribuido a Antonio Valeriano, colaborador de Sahagún, es un texto narrativo dramatúrgicamente estructurado y es posible encontrar en él la huella de algunos cantos de tradición prehispánica como los que se reúnen en Cantares mexicanos. Teatro náhuatl. Prehispánico, colonial y moderno ofrece un panorama asombroso de la manifestación de una cultura que es expresión artística cuando su decir permanece en el presente siempre distinto de su interlocución, sin caducar ahí, porque al tiempo que se actualiza mantiene su palabra preparada para todo futuro. Lo que el teatro descubre en el estremecimiento de su experiencia no es sólo aquello que nos revela lo que hemos sido, sino sobre todo aquello que nos muestra cómo debemos cambiar; y al descubrirnos cómo ese cambio no sólo es necesario sino posible nos devuelve la esperanza.
El Colegio Nacional, Ciudad de México, 2019
Imagen de portada: Músico, poeta y cantor azteca en el Códice Borbónico, 1562-1563
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Estos dos notables dramas nahuas han sido objeto de una reconstrucción escénica reciente debida al admirable afán teatral de Miguel Sabido. ↩