Por una vez la prensa no se equivoca: sí, el barrio se ha degradado. Los hornos caseros han sido sustituidos por franquicias. La propietaria de la librería especializada en libros de artista tuvo que cerrar cuando el casero le pidió el alquiler multiplicado por cinco. Los jóvenes han sido expulsados a las ciudades satélite. La bohemia local, sustituida por magalufas. Con la pandemia solo han quedado en pie las tiendas de souvenirs, que, sin turistas a los que vender, siguen lavando dinero. En la Rambla menor hacen su agosto los carteristas. El olor a orín.
Y luego están ellos.
Ya existían antes, pero los toques de queda y la reducción del tráfico los han hecho más visibles. Deambulan. Hablan solos. Se mueven como si fueran muy viejos o como si la calle les perteneciera, y así es: nadie la reclama; la policía debe de atender una llamada de cada veinte, y solo comparece cuando el griterío se hace demasiado fuerte y salen a los balcones los vecinos. Los uniformados bajan del coche, dan unos pasos toreros, hacen que corra el aire. Cuando se marchan, ellos vuelven a salir de cualquier esquina y siguen merodeando. El Ayuntamiento ha dedicado seis años de obras a restaurar el parking que daba al mercado y a la escuela de diseño y lo ha transformado en una soleada plaza dura. Pero ellos, uno a uno, solos o en grupos, han ido ocupando los bancos de piedra, las esquinas meadas, y la han hecho suya.
Así empezaría un libro en el que un vecino respetable, el que fui hace diez años, contaría, desde la seguridad de una cierta clase media de profesión liberal, los días oscuros de una zona céntrica. Ese libro, que hasta hace una línea parecía plausible y que ahora se ha vuelto dudoso, tendrá que terminar aquí. Está dando sus últimos vagidos. Apenas ha durado una página. Otro lo escribirá, o lo ha escrito. En ese libro que ahora está muriendo el vecino respetable seguía hablando de ellos, los que veía al pasar. Pero yo ya no puedo hablar por él. Así que el ciudadano probo abandonará la voz narrativa y solo volverá a aparecer como una sombra entrevista. Ahora vamos a despedirlo. Le concederemos una última gracia: la de la descripción. A continuación hablará por última vez y explicará lo que ve cuando los mira; cuando ve en la calle a uno de ellos.
Por ejemplo, a mí mismo.
Está ese hombre enflaquecido, con ese aspecto de chicuelo arrojado a la cuarentena. Viste camisetas oscuras con leyendas que debieron de ser ingeniosas hace dos o tres modas. No parece que las lave. Es demasiado delgado y anda encorvado; algo en su complexión física es antinaturalmente flaco, como si le faltara un hervor, pero aun así luce barriga. Esmirriado y panzudo, tiene un aspecto de posguerra. Padece de alopecia y se ha dejado crecer el pelo en una media melena desordenada, con mechones ralos. Su barba descuidada apenas llega a tapar las cicatrices de acné. Su expresión es inquisitiva y ausente. Lleva unas Adidas negras muy gastadas, de talla grande, alrededor de una 43; son desproporcionadas al resto de su cuerpo, como también lo son sus manos, que surgen de esos brazos de palillo y simulan garras. Se queda fumando en los cruces, despacio, como si no supiera adónde ir. La primera vez que se le oyó gritar no parecía que fuera él, porque resulta difícil asociar la figurita frágil con ese aullido, esa fuerza:
—¡A mí naaadie me toca los cojones! ¡A mmmmí nadie me toca los cojones!
Andaba aullando a paso firme, frente al edificio de Correos. También su boca es desproporcionada. Otro día, en medio de la plaza, solo, agitando los brazos:
—¡Hijo de la gran puta! ¡Racista de mierda!
Los bangladesíes sentados en las sillas de piedra lo miraban, divertidos; uno de ellos lo jaleó.
En otra ocasión, en una calle más estrecha, se encaraba a un balcón del segundo piso del que colgaba, como una sábana, una bandera:
—¡Venid a por mí, hijos de puta! ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Bajad a por mí!
Se le ve llorando. Pero de entre todos ellos no es el que más grita: ese honor corresponde a la artista austríaca, la que se instaló en la calle con sus cuadros. Lo suyo es el llanto.
Tiene buenos lagrimales.
Con la mano abierta me golpeo en la cabeza a la altura del temporal izquierdo, justo por encima de la oreja, con un ruido seco. La primera bofetada no surte efecto. Vuelvo a golpearme más fuerte, más arriba. Esta vez noto una especie de resonar metálico. El dolor físico empieza a atenuar un poco el rumor de termitas en mi cabeza. Sigo con una tanda de bofetadas continuas mientras el llanto persiste y voy oyendo un pitido, como si se me hubieran tapado los oídos en un aterrizaje. El dolor en la piel se hace más intenso y me procura algún alivio, que se mezcla con una desesperación rabiosa al cuarto o quinto golpe, cuando siempre lamento carecer de ánimo para darme un puñetazo y dejarme inconsciente. En algún momento, en el trance creciente de los golpes, me ilusiono con la idea de romperme el cráneo. A veces la ronda de bofetadas no basta y entonces tengo que pegarme en la cara. Me doy mucho más fuerte de lo que nunca me ha pegado nadie, hasta sentir unas cosquillas oscuras. Tengo buenas manos, grandes; mis dedos son finos y alargados y, en algunas fotografías, cuando gesticulo, parezco un insecto haciendo un movimiento retráctil o buscando una presa. Cuando hago como si me reventara la cabeza me mueve una necesidad de acallar ese sifón interior, hay algo de cariño y de piedad en las bofetadas; en cambio, al golpearme en la mejilla soy como una maestra que no pudiera soportar más el cafarnaún de los niños y los abofeteara con odio, con más fuerza de la que usaría con un adulto, hallando, en esa brutalidad desencadenada, unas migajas de calma.
Otras veces, cuando el sifón es más intenso, voy al baño, cojo con las dos manos la tapa de la papelera, que ya estaba rota cuando me trasladé al micropiso, y arremeto contra ella con la frente. Un golpe, dos, tres, hasta que empiezo a sentir un dolor oscuro y vagamente relajante.
De cómo la escoria del barrio reconquistó la Plaça de la Gardunya
Dos botellas de lambrusco barato. Una de agua. Cuatro yogures de fresa. Uno natural azucarado. Un pack de seis cervezas, de las primeras que encuentro, Heineken, o quizá Estrella. Pan Bimbo. Una ensalada Florette. Total, 9.50 euros en el Dia.
El cajero paquistaní me cobra sin que intercambiemos ni una mirada. No le falta costumbre. Ya está habituado a los sin techo que acampan a la puerta del supermercado. Supongo que piensa: “La cena de la purria”.
Media hora antes había salido de casa, sin síntomas notorios. Un paseo hasta el mercado, pensaba: estirar las piernas, hacer ejercicio, prevenir los conatos que suelen aparecer al caer la tarde. Hago el trayecto de ida respirando hondo mientras esquivo los monociclos y bicicletas que, de un tiempo a esta parte, se han adueñado de la acera. Parece que, como en otras ocasiones, la caminata me concede un poco de alivio. Ahora que ya no nado a veces imagino el caminar como una natación inhábil en un carril concurrido, sorteando nadadores que tratan de esmerarse en la braza o se rezagan. Cuando llego a la altura de la Biblioteca de Catalunya empiezo a notarlo. Son los primeros tecleos del ansia. Miro en derredor, con odio: el bordillo, la pareja de skaters, la persiana de la tienda clausurada. La rabia se manifiesta en primer lugar de esa manera: una concentración de sangre en los ojos, como si quisiera destruir con las pupilas lo que me rodea o, cuando se recrudece, como si pudiera expulsar la bilis por las cuencas. Camino más deprisa; necesito que alguien me moleste, me hace falta un peatón torpe que choque conmigo o que me roce para poder darle una patada en el estómago y partirle la cara a puñetazos. Trato de atenuar la sensación dándome un bofetón a la altura del parietal. Mientras sigo andando, pasado el edificio de la biblioteca, empiezo a gritar golpeándome, aaaaaaaA, aaaaaAAA, AAaaaaa, gritos cortos y bajos que, cuando intento modular su duración, me procuran pequeños instantes de respiro. Llego a la plazoleta donde está el parque infantil, vacío como casi siempre, y la terraza; acelerando el ritmo y sin dejar de pegarme, paso por delante de la fuente y siento, sin pensarlo, que cuando llegue a la plaza dura podré recomponerme bajo el sol, o quizá alguno de los policías o trabajadores de la limpieza me vea y, si se me acerca, me tranquilice un poco y pueda hablarle. Paso por delante de la casa de Clàudia y se me ocurre que quizá esté allí, hace media jornada y a estas horas debería de estar libre, pero no llamo a su timbre. La plaza es como un gran tablero sin piezas. En cuanto piso el cemento me doy cuenta de que la rabia no deja de crecer y el espacio abierto quizá la esté empeorando con una agorafobia repentina.
Sin saber lo que hago, me dirijo hacia el centro, lejos de los árboles, como si me hiciera falta espacio para que la ira que me embarga pueda terminar de desencadenarse.
Y entonces empiezo a gritar de verdad.
Primero son gritos extraídos de la pura garganta, mientras me encorvo, con las piernas abiertas, y me agarro fuerte la cabeza con las manos; respiro hondo y del fondo del esternón sale un bramido largo, una “a” creciente y desesperada, noto la garganta quemada por el esfuerzo y no puedo seguir en pie: me arrodillo, la frente al suelo, los codos en el cemento, el culo en pompa, doy un grito corto y luego otros dos, aúllo.
De pronto una mano me toca el cogote. Me acaricia. La otra mano. Por un momento pienso que es Clàudia, que me ha visto desde la ventana y ha bajado corriendo. Me llevará a su piso, nos sentaremos en su gran sofá; cuando pueda volver a hablar recordaremos a su perra, que yace en el cementerio de la montaña. Levanto la vista despacio. Veo un colgante de metal, un poncho azul raído, un cuello con papada. Me abraza. Es la loca con la que unas horas antes me he peleado, en la terraza, a unos pocos metros de aquí, cuando se acercó a la mesa en que Javi, mi agente, hablaba conmigo sobre posibles actuaciones que nunca van a ocurrir, y hablando en un idioma desconocido me cogió el vaso y se puso a beber. La eché a gritos, la echamos, entre el camarero y yo. Ahora me está abrazando fuerte. Nos quedamos de pie, agarrados, pienso que puede tener covid, nos abrazamos más fuerte. Voy recuperando el ritmo de la respiración. La adapto a la suya.
No entiendo lo que me dice pero nos tomamos de la mano, salimos tanteando de la plaza y llegamos hasta el Dia. Allí empezamos a hacer acopio de viandas. Ella va tocando y cogiendo cosas. Le pregunto qué quiere y voy llenando la cesta. Descarto y repongo algunos productos inútiles. Los reponedores nos miran con aprensión. En la cola de la caja ella no mantiene las distancias, hace pasos de baile, murmura cosas que, aun en un idioma desconocido, suenan como incoherencias. Saco la tarjeta y pago los 9.50 euros. Al salir creo que piensa que iremos a cenar juntos. La abrazo, le digo “Muchas gracias” en alta voz y se queda allí, de pie con las bolsas, mientras doy un rodeo antes de entrar en el portal.
La loca cristiana, el guarda de seguridad de La Virreina, el del hotel Le Méridien, el mendigo de la Ronda de Sant Antoni. Cuando rompes a llorar en la calle los únicos que te dirigen la palabra son los que trabajan allí, al aire libre. Los transeúntes no se detienen; en la mayor parte de los casos, ni siquiera se fijan. Por lo general lo prefiero: ¿qué podría contarle a un viandante bienintencionado que intuye no se sabe qué novela psicosocial pero que ni siquiera podría acercarse, por miedo al contagio, o a los contagios víricos o afectivos que podrían resultar de ese encuentro? Yo mismo, en una ocasión en que me acerqué a una mujer de veintipocos años que sollozaba, primero hablando por el móvil y luego sola, sin dejar de andar, me sentí impertinente, y no me extrañó su rechazo, su mohín molesto: “Estoy bien”, es decir: “Bastante tengo con lo mío como para tener que hablarte”.
A medida que me echaban de los sitios fui descubriendo que los guardas tienen su protocolo para esos casos, y se diría que lo han aprendido en la misma escuela, porque lo ejecutan con una corrección impecable. El que me echó del patio del centro de arte al que había ido decenas de veces: calvo, recién entrado en la cincuentena, ataviado con un uniforme gris y poco llamativo, la porra en bandolera; se acercó al rincón donde estaba sentado, se mantuvo a una distancia prudencial e, inclinando el torso hacia delante, como si se asomara desde una ventana, me habló con un tono de voz muy bajo, con unas palabras que no recuerdo y que venían a decir a la vez: “Caballero, tenga la bondad” y “Yonqui de mierda, largo de aquí ahora mismo”. Con mi aspecto no es de extrañar que me confundiera con alguno de los heroinómanos, en su mayor parte italianos, que menudean por los alrededores del mercado y que, de alguna manera, sobreviven al cierre de los narcopisos y a la expulsión, incompleta, de la mafia dominicana.
(Las primeras veces que visité el mercado como vecino algunas tenderas, acostumbradas al tráfago de turistas, empezaban la conversación en inglés. “Será que me ven una pinta internacional”, le dije a Olga. Ahora tengo el aspecto de la verdadera globalización: el de un drogadicto napolitano prematuramente envejecido que ha seguido, en tren o a dedo, las rutas de la heroína hasta el antiguo Barrio Chino de Barcelona y se ha quedado aquí, a la espera de un nuevo destino).
Repitió sus palabras, sin moverse, sin hacer aspavientos ni torcer el gesto: bastó con esa pose estatuaria, que, vista desde fuera, parecería casual, para que me levantara poniendo las manos en el suelo y me fuera por la galería, la del centro cultural donde en su día organicé un congreso que fue reseñado en la prensa y señalado como un índice de cambio en las letras españolas —el advenimiento de una nueva generación, una estética rupturista, the next big thing—, el mismo donde solía llevar a mis estudiantes norteamericanas y canadienses para hacer visitas guiadas en inglés, con frecuencia en compañía de las artistas, el mismo donde había organizado seminarios. De donde había entrado como comisario —como emisario de no se sabe qué Novedad artística— salí como heroinómano.
En cambio, nunca me había alojado en Le Méridien; un día pasé por delante en un momento de flaqueza y pensé en sentarme en sus escaleras de piedra; parecían acogedoras, y el hotel llevaba varios meses cerrado. No contaba, sin embargo, con que el lugar seguía vigilado, precisamente para evitar que los cuatro escalones, que eran amplios, se convirtieran en banco o lecho de los mendigos. Del hall vacío salió un joven alto, con el pelo muy corto; se acercó despacio pero directo y, como hablando al aire, casi sin interpelarme pero arrimándose lo bastante para que su presencia hablara por él, dijo, igual que si conversara con un cliente despistado: “Estamos cerrados”. Pensé que había sido ingenuo por mi parte creer que podría quedarme allí más de cinco minutos, me puse en pie y me encaminé hacia la Rambla.
Esta segunda expulsión me hizo sentir más confirmado, más razonablemente echado.
Tomado de Eloy Fernández Porta, Los brotes negros, Anagrama, Barcelona, 2022. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Loïs Mailou Jones, Les Clochards, Montmartre, Paris, 1947. ©Smithsonian American Art Museum