crítica Familias FEB.2022

La tierra de la gran promesa, de Juan Villoro

La forma del tercer acto

Jorge Comensal

Leer pdf

Los sueños han formado parte de las narraciones literarias desde que Gilgamesh, rey de Uruk, soñó que cubría de caricias un meteorito “como a una esposa” en la primera tableta cuneiforme de su epopeya (el sueño es interpretado por su madre como una premonición de su encuentro con su antagonista Enkidu). Los relatos de todas las épocas y culturas han contado sueños, acaso porque aspiran a ser como estos en su capacidad persuasiva y reveladora. En La tierra de la gran promesa, Juan Villoro propone una historia cuyo sentido más profundo se revela precisamente en sueños; el epígrafe de La vida es sueño de Calderón de la Barca es una pista generosa de la que, sin embargo, resulta fácil distraerse en una novela de largo aliento como esta. Diego González, el protagonista, tiene el aparente defecto de hablar dormido, mientras sueña. Diego es un documentalista mexicano (“Sus documentales ya suscitaban el ambiguo respeto de lo que deprime de un modo importante”) que estudiaba cine cuando se quemó la Cineteca Nacional en 1982, y que en 2014 tiene que huir de México debido a las consecuencias imprevistas de su obra Retrato hablado, un perfil sobre el capo Salustiano Roca. En ese exitoso documental hay una “toma inútil” que sirvió para atrapar al narcotraficante, y por ello la vida de Diego corre peligro. Instalado en Barcelona gracias al apoyo del sospechoso productor de cine catalán Jaume Bonet, los sueños de Diego se avivan hasta volverse insoportables. Su pareja, Mónica, una sonidista más lúcida y joven que él, le reclama: “Mil veces te pregunté qué soñabas. Dijiste que no te acordabas. En México gritabas menos. Aquí los gritos empezaron a salir durísimo”. El contenido manifiesto de la historia gira alrededor de la biografía de Diego en el contexto político y cinematográfico del México “contemporáneo”. En el exilio lo alcanza su antagonista, Adalberto Anaya, cineasta frustrado que devino periodista brillante, un “oráculo” que “descifra México” de una forma en que no pudieron hacerlo los documentalistas como Diego. Anaya persigue al protagonista para confrontarlo con su pasado, demostrar que es un culpable y, de esa forma paradójica, salvarlo de su condena. El contenido latente está en los sueños de Diego: la culpa (lo sucedido una noche en la carretera a Cuernavaca) y la inocencia (que él haya cooperado para atrapar al narcotraficante de su documental); el temor (“Había sido un niño lleno de miedos que poco a poco aprendió a disfrutar del miedo”) y el deseo:

Le indignó que la amante imaginaria con la que había soñado varias veces fuera una belleza tan públicamente conocida. No había ningún misterio en que apareciera en sus sueños; se trataba de una coincidencia provocada por las vulgaridades de la época.

También suele llamarse “sueños” a los deseos de una época, sus ilusiones y fantasías. El México en el que Diego se volvió cineasta soñaba con ser una “tierra de la gran promesa”. Esa promesa se quema simbólicamente al comienzo de la novela, durante el incendio de la Cineteca Nacional. El sueño mexicano se convierte en una pesadilla: ni siquiera el ámbito del cine se salva de la crisis profunda de esa década perdida. Después del fuego queda “La tierra de humo”, título de uno de los capítulos cruciales de esta obra. En él se narra con pormenores un sueño: el encuentro revelador de Diego González con su padre homónimo, un notario “idólatra de la pulcritud” que oculta una parte muy importante de su identidad. “La tierra de humo” está cargada de símbolos propicios para la interpretación. “Su padre olía a vinagre”, se nos dice al comienzo, y ese aroma volverá a figurar significativamente al final de la novela. Como suele pasarnos en los sueños, Diego no se percata de que está dormido:

Le pareció extraño que no alzara la vista ni le dirigiera la palabra cuando él entró a su despacho. ¿Había tocado la puerta de caoba antes de entrar? Tal vez omitió ese protocolo y por eso su padre lo recibió alzando una ceja.

Otro indicio: “Sobre el escritorio había un trozo de carne seca”. Padre e hijo salen del despacho y van al comedor, donde arde un pebetero. Se acumulan las rarezas, las incongruencias, y finalmente la escena adquiere rasgos plenamente surrealistas:

Sobre la mesa había un frutero con tres duraznos cubiertos de pequeñas pasas. Diego se acercó y supo que no se trataba de pasas sino de moscas. “Estamos muertos”, concluyó. Un durazno le correspondía a su madre, otro a su padre, otro a él. Esa fruta era la vida, pero la mosca siempre sería la mosca.

En el comedor, padre e hijo sostienen un diálogo cargado de dramatismo (el sueño es un escenario teatral), cuyo comentario pormenorizado me haría incurrir en el pecado de spoiler. Sin embargo, no puedo omitir estas palabras del padre:

El verdadero Más Allá no es este comedor donde nunca se acaban las bebidas, sino el tercer acto de la vida, que ocurre en una época que ya no es la tuya, cuando tu entorno ha desaparecido y donde solo puedes cometer errores. Empiezas a estar en esa época, querido. Te casaste con una bebita para rejuvenecer, pero mira nomás lo que eres: un niño viejo.

A partir de este sueño lacerante que confronta a Diego con las causas de su inmadurez crónica, el protagonista entra en una crisis de identidad más propia de un adolescente que de un adulto: “Por lo visto, el único que no está enterado de mi vida soy yo”, se queja más adelante, en el proceso atropellado de confrontar sus culpas, asumir su patrimonio oculto y volver a la promesa rota de su patria. Novela de formación tardía, La tierra de la gran promesa también aborda con gracia el tema de la mexicanidad. A Diego González podríamos haberle preguntado con Chava Flores: “¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?” El problema de la identidad nacional, que parece haber sido agotado en las obras de Samuel Ramos, Emilio Uranga u Octavio Paz como pensadores, o Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Carlos Fuentes y Jorge Ibargüengoitia como narradores, se revitaliza en la obra de Villoro, uno de los más agudos cronistas de nuestra idiosincrasia:

“Pero la bienvenida era inconfundiblemente mexicana: —El licenciado ya lo espera —decía el capitán.”
“Héroes nacionales. Tal vez eso explicaba que el país fuera una insólita potencia en los Juegos Paralímpicos: solo si ya te jodiste tienes permiso para ganar.”
“‘Ser rencoroso es la manera mexicana de tener buena memoria’, repetía, con el orgullo de quien dice un aforismo y la vergüenza de ser digno de él.”
“Cuando fui a México por primera vez, rechazaban mis proyectos con tanta amabilidad que creía que los estaban aceptando. En tu tierra todo son alusiones, gestos.”
“No hay nada más mexicano que eso: seis güeyes en un vocho. —Éramos cuatro.”

Pero cada día hay menos vochos en las calles mexicanas, así que la novela no deja de ser también un retrato nostálgico de un México en proceso de desaparición. Cada vez menos personas saben quién fue Margarita López Portillo, por qué una zapatería podía llamarse “El Taconazo Popis” o dónde se encuentra el restaurante La Casserole. Antes de esta novela, ¿cuántas personas se acordaban de la película que estaban transmitiendo el día en que se quemó la Cineteca Nacional?

La tierra de la gran promesa trata de la ascensión del capitalismo en Polonia. Lo raro es que todo desemboca en un incendio. Tres socios logran poner una fábrica pero no la aseguran porque no les alcanza el dinero y el rival amoroso de uno de ellos se las incendia. Su ambición queda hecha cenizas. Es increíble que estuvieran dando esa película mientras la Cineteca se incendiaba. Probó el agua de horchata y dijo que le sabía a humo.

Incluso temo que cada vez menos personas puedan reconocer a qué sabe el agua de horchata. En ese sentido, la novela contribuye a ese proyecto realista que Balzac definió como escribir la historia privada de las naciones. Corrupción, nepotismo, narcotráfico, homofobia, envidia, infidelidad, despecho y camaradería traidora: todo eso cabe en este mundo narrativo construido alrededor de diálogos calibrados con oficio de dramaturgo. Por último, me gustaría comentar un recurso emblemático de la escritura de Villoro que llamaré, con poca originalidad, asociación conceptista.1 En la escuela nos condicionaron pavlovianamente a asociar el conceptismo, que estimula al intelecto exponiendo correspondencias conceptuales inesperadas de la forma más sintética posible, con autores barrocos como Quevedo, Gracián y sor Juana, pero se trata de una operación intelectual que abunda en otros periodos y corrientes. No debe sorprendernos que, en una sociedad churrigueresca como la mexicana, el conceptismo pueda actualizarse con tanta naturalidad como lo hace Villoro. La correspondencia ingeniosa a la que me refiero se puede reconocer con facilidad cuando el narrador identifica un concepto como “forma” de otro:

“En una ciudad sin nieve ni temperaturas bajo cero, el frío es una forma de la crítica: demuestra que no hay calefacción”
“Había ejercido otra forma del cariño: la advertencia”
“Aquí estar loco es una forma de la clarividencia”
“El esnobismo es una forma pretenciosa del resentimiento”

Así, el relato propone un sistema de correspondencias o vínculos inesperados, y muchas veces paradójicos, que pueden ayudarnos a comprender nuestra época y perdonar a esta tierra por no cumplir las promesas que nos hizo en los sueños.

Imagen de portada: La antigua Cineteca Nacional en la colonia Country Club, Ciudad de México, ca. 1982. Cortesía de la © Colección Carlos Villasana

Literatura Random House, Ciudad de México, 2021 Literatura Random House, Ciudad de México, 2021

  1. Flavio Lo Presti aludió al “conceptismo lacónico, exquisito y sincopado” de la prosa de Villoro en una reseña sobre la antología Espejo retrovisor. Disponible aquí