¡CATAPUM! Se escuchó un estruendo ensordecedor; algo que no quieres oír en un barco en altamar. Se apagaron las luces y salí corriendo a popa, como todos los científicos que estábamos amontonados alrededor de la computadora viendo emocionados el video que acabábamos de descargar. En cuanto llegamos a cubierta, nos dimos cuenta de que al barco le había caído un rayo. Había pedazos de la antena por todo el casco, y una columna de humo entre café y amarillo se elevaba sobre la embarcación. En toda nuestra considerable experiencia en el mar, ninguno de nosotros había estado nunca en un barco al que le hubiera caído un rayo. Eso comentábamos cuando nos invadió, a todos, el mismo pensamiento: “¡Carajo! ¡No hicimos un respaldo del video! ¿Se habrá borrado el disco duro?”. La posibilidad de haber perdido el primer material jamás filmado de un calamar gigante en aguas estadounidenses era una idea espeluznante.
Entre los biólogos marinos, el calamar gigante suele representar simbólicamente —como la gran ballena blanca del capitán Ahab— al que “se nos escapó”. Las bromas y referencias al calamar gigante son parte indisoluble de la cultura naviera. Si de repente se tensa el palangre alguien inevitablemente dirá: “debes haber pescado un calamar gigante”. Si la red sube vacía y desgarrada, el culpable no puede ser otro que el calamar. Nadie se saldría con la suya si afirmara haber grabado un calamar gigante para luego decir “pero mi palabra es lo único que te puedo ofrecer”.
Para algunos biólogos marinos que han pasado sus respectivas carreras persiguiendo al calamar gigante con el fervor de Ahab, la oportunidad de ser el primero en ver al invertebrado más famoso del mundo en su hábitat natural es una meta de vida; para otros, como yo, no era más que una fantasía casi imposible de cristalizar.
Los antiguos marineros contaban muchas historias de terroríficos monstruos marinos cuyo tamaño y ferocidad aumentaban con cada trago de alcohol consumido durante el relato. Uno de los leviatanes más famosos era conocido por los noruegos como el Kraken, un titán que sembraba pánico en el corazón de los navegantes. Lo describían como una bestia de muchas extremidades, de dimensiones tales que podía confundirse con una isla si se le veía flotando en la superficie, y tan mortífera que podría arrastrar a hombres y embarcaciones a sus tumbas marinas. Hoy en día nos damos cuenta de que sus relatos hacían una descripción justa de lo que ahora reconocemos como un calamar gigante, cuyo nombre científico es Architeuthis.
Esos primeros informes se enfrentaron a un gran escepticismo científico; sin embargo, en 1861, cuando un buque de guerra francés que operaba desde las costas de las Islas Canarias se topó con uno de estos behemoths, finalmente hubo prueba de su existencia. Todo parecía indicar que el animal se estaba muriendo pero, para no correr ningún riesgo, los marinos le dispararon unos cuantos tiros antes de usar una cuerda para subirlo a bordo. El enorme peso de la criatura ocasionó que la soga cortara su cuerpo y, esa cabeza, de la que salían varias extremidades, cayó de nuevo al mar.
De cualquier forma, los tripulantes hicieron un bosquejo de su apariencia y lograron recuperar la punta de su cola para que hubiera una evidencia física con la cual corroborar su relato. Las pruebas fueron suficientes para que se presentara una ponencia con sus observaciones ante la Academia de Ciencias de Francia. El reconocido escritor Julio Verne leyó ese informe y lo incorporó a la novela que entonces escribía, Veinte mil leguas de viaje submarino, describiendo una espeluznante batalla con el kraken que solo sirvió para acentuar su legendaria fiereza.
Ningún escritor de ciencia ficción podría haber pedido un alienígena más fantástico para aterrorizar a sus lectores. Además de tener ocho musculosas extremidades y dos tentáculos ridículamente largos —que, a simple vista, parecen todos ser protuberancias de una enorme cabeza cónica— esta monstruosidad también está equipada con un pico como de loro para rasgar carne, ventosas dentadas para perforar y atrapar a la presa más viscosa, un sistema de propulsión a chorro que funciona igualmente hacia adelante y hacia atrás, tres corazones que bombean sangre azul y unos ojos descomunales del tamaño de una cabeza humana (más grandes que los de cualquier otro animal terrestre).
Nuestra fascinación con todo lo grande se afianza a una edad temprana. Grandes dinosaurios, grandes máquinas, grandes tiburones son ejemplos de las obsesiones que algunos niños adquieren. Quizá sea una respuesta natural a una etapa de la vida en la que la imaginación es sumamente fértil y casi todo en el mundo es más grande que uno. Los gigantes marinos también intrigan a los científicos del mar, no solo por ser especies geniales —que definitivamente lo son— sino porque no encajan con la mayor parte de la vida que habita en las profundidades. Cuando aparecen formas de vida de enormes dimensiones, una de las preguntas obvias es cómo logran conseguir suficientes nutrientes para crecer tanto en un ambiente donde la comida es tan escasa.
El gigantismo de las profundidades del mar se manifiesta en una colección de criaturas fantásticamente extrañas. Hay crustáceos como el isópodo marino gigante, una cochinilla del tamaño de un camión de juguete Tonka, y un cangrejo araña japonés gigante que, de pinza a pinza, mide más de tres metros y medio. Hay un pulpo de siete extremidades que es tan grande como un vocho. (Solo las hembras alcanzan ese tamaño; los machos son mucho más pequeños pero, para compensar, tienen una modificación sexual que le da nombre a la especie: una de sus ocho extremidades no solo está especialmente modificada para el sexo sino que está oculta, cuidadosamente enrollada en una bolsa debajo del ojo derecho). También existen tiburones gigantes, como el tiburón de Groenlandia, que puede llegar a medir cerca de siete metros y medio; el pez remo gigante, que es el pez vertebrado más grande del mundo (la mayor longitud registrada para esta especie es de ocho metros); el calamar gigante, que alcanza dimensiones de por lo menos trece metros, y muchas medusas, incluyendo un sifonóforo descubierto en un cañón submarino en la costa de Australia que, con sus más de 45 metros de longitud, es considerado el animal oceánico más largo jamás registrado.
Incluso en esta orquesta de rarezas, el calamar gigante sobresale como un caso aparte. En primer lugar, está el tema de su edad. ¿Cuánto le toma a un animal crecer al tamaño de un edificio de cuatro pisos? En términos generales, los calamares tienen un ciclo de vida corto —de tres a cinco años— y crecen rápidamente. En los estatolitos (órganos de equilibrio equivalentes al oído interno de los seres humanos), los calamares gigantes tienen anillos que especulativamente reflejan el crecimiento diario, lo que permitiría pensar que estas criaturas pueden alcanzar su tamaño adulto en aproximadamente un año y medio; es decir, duplicar su tamaño cada dos semanas y media.
Sin embargo, es posible que, más que formar anillos de crecimiento a diario, como parece ocurrir en la mayoría de las especies de calamares, los Architeuthis sumen un anillo de crecimiento después de cada episodio alimentario. La datación por carbono de los estatolitos sugiere un ciclo de vida de catorce años o menos,1 lo que indicaría que su ritmo de crecimiento es más verosímil, aunque todavía impresionante en un ambiente pobre en alimentos. Esto resulta particularmente cierto, porque el calamar gigante sufre una peculiaridad evolutiva que le impide atascarse de comida.
En la evolución abundan los ejemplos en los que una compensación genética ha generado deficiencias fundamentales, consecuencia de hacer una mejora tras otra sobre sistemas preexistentes en vez de diseños holísticos. Por ejemplo, la razón por la que miles de personas mueren cada año asfixiadas es que los seres humanos utilizamos el mismo conducto para comer y respirar. Los calamares corren un riesgo muy diferente en este sentido: su cerebro tiene forma de dona, y por el orificio central atraviesa su garganta. Por lo tanto, si su bocado es demasiado grande, ¡pueden sufrir un derrame cerebral!
El contenido estomacal de los calamares gigantes indica que su dieta se basa en peces y otros calamares. Aunque estas son fuentes concentradas de alimento, si debe consumirse energía para cazar y la presa, una vez capturada, debe comerse a mordiscos en lugar de engullirse, no queda más que preguntarse acerca del costo y rendimiento de energía en términos de obtención de comida. Como resultado, ha habido un amplio debate sobre si el Architeuthis es un depredador activo que va tras su presa, o un depredador manso que aguarda a su víctima y conserva energía dejándose llevar pasivamente por la corriente.
Entre las características más notables del calamar gigante están sus ojos, especialmente si se comparan con los de su depredador principal: la ballena cachalote. De cerca, los ojos de un cachalote resultan impresionantes: son del tamaño de una bola de billar. Sin embargo, los ojos de los calamares gigantes alcanzan cinco veces ese tamaño: ¡más grandes que una pelota de futbol! Considerando el costo metabólico del crecimiento y de lo que cuesta sustentar un órgano sensorial de esas dimensiones, no cabe duda de que la visión debe desempeñar un papel fundamental en la vida del Architeuthis, papel que, presumiblemente, implica detectar bioluminiscencia para ubicar a su presa, para evadir a sus depredadores o para ambas cosas.
Una hipótesis es que ojos tan grandes ayudan a los calamares gigantes a escapar de los cachalotes. Si bien se han identificado heridas ocasionadas por ventosas de calamares gigantes en la piel de algunas de estas ballenas que indican que son un contrincante digno, el número de picos de calamares gigantes encontrados en las entrañas de cachalotes sugiere que el equilibrio de poder se inclina claramente a favor de los mamíferos.
Mientras estas ballenas dentadas emplean la ecolocalización para ubicar a sus presas, se piensa que los calamares burlan la muerte utilizando sus gigantescos ojos para detectar la ola de luz que generan los cachalotes mientras nadan en un campo minado de seres bioluminiscentes. En ese contexto, los enormes ojos tienen sentido, pues la sensibilidad aumentada que brindan está directamente relacionada con la sobrevivencia si les avisa de un ataque con la suficiente anticipación para escapar de él.
Es de suponer que sus enormes ojos podrían ser igualmente valiosos para detectar los movimientos de presas grandes y localizar las alarmas de robo bioluminiscentes. ¿Pero cómo saberlo a ciencia cierta sin haberlo observado directamente?
Debido a su enorme tamaño y a sus peculiaridades, no sorprende que desde hace tanto tiempo se haya buscado una criatura tan fantástica y misteriosa como el calamar gigante. Obtener material fílmico de este animal en su hábitat natural se convirtió en la meca de la cinematografía de la historia natural, y se han hecho muchos esfuerzos para alcanzarla, incluyendo dos expediciones multinacionales que partieron de Nueva Zelanda en 1997 y 1999. Sin embargo, todos los intentos fracasaron y el resultado fueron distintos documentales que terminaban con el científico en jefe de pie en la proa de un barco observando la puesta del sol, mientras el narrador rendía un tributo conmovedor a las tribulaciones de la excursión.
Los costos prohibitivos que estas expediciones conllevan impidieron que contaran con un respaldo financiero serio para volver a intentarlo antes de 2004, año en el que el científico japonés especializado en calamares Tsunemi Kubodera capturó las primeras imágenes fijas de un calamar gigante en su hábitat natural: las profundidades marinas.
Selección de Below the Edge of Darkness: A Memoir of Exploring Light and Life in the Deep Sea, Random House, 2021. Se reproduce con la autorización de la autora.
Imagen de portada: La corbeta francesa Alecton intenta capturar un calamar gigante el 30 de noviembre de 1863. Ilustración de P. Lackerbauer, en Alfred Frédol, Le monde de la mer, 1865
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Pero esto depende de suposiciones sobre el rango de profundidad y la exposición a la temperatura que dejan el número real muy en duda. ↩