La Tierra como puerto
De un auténtico viaje nunca se vuelve. Gilles Deleuze
Cuando el sueño más común es ser uno mismo, no es de extrañar que cada vez sea más difícil encontrar libros que produzcan un poco de vértigo; libros con gravedad cuyos autores sean secundarios, se contradigan y respondan a deseos obsesivos que surgen siempre bajo una forma ilusoria, como cuando un niño decide que de grande va a ser astronauta.
Regreso a la Tierra es un compendio de memorias y reflexiones escritas por varios astronautas tras volver del espacio y reedita la editorial mexicana Gris Tormenta en 2022. Tomar distancia es siempre necesario. Alejarse, ya sea de los padres o del lugar natal, es una condición para volver. De ahí que Yuri Gagarin, el primer cosmonauta en viajar al espacio, exclame desde su nave como si estuviera en un sueño: “¡La lejana y querida Tierra!”. En efecto, el amor se alimenta de la lejanía. El problema empieza cuando ese “tomar distancia” sirve para cancelar la incertidumbre, convirtiéndose así en una especie de huida hacia el mañana: “¡Al diablo con la Tierra!”, dice riendo el magnate Elon Musk en la entrevista que le hace Ross Andersen y que encontramos a manera de epílogo. ¿Será porque en las bromas, como decía Freud, hasta la verdad se puede decir?
Cuando es posible ver la Tierra a distancia, esta corre el riesgo de convertirse en un objeto global de cálculo, en una bomba de relojería. De hecho, uno de los puntos que Freud supo observar en El malestar en la cultura fue la paradoja que de esto se desprende, pues mientras los avances de la civilización y el progreso amplían el poder y el conocimiento de una cultura sobre el mundo, crece a la vez un malestar silencioso en el seno de ella. Cuando el primer satélite fabricado por el hombre es lanzado al espacio en 1957, Hannah Arendt hace eco de esta reflexión en su prólogo a La condición humana. Lo que entonces era celebrado como el primer “paso de la victoria del hombre sobre la prisión terrena” ella lo percibía como una rebelión funesta contra la existencia misma, un esfuerzo de la ciencia por cortar el último lazo que sitúa al hombre “entre los hijos de la naturaleza”.
Es posible que hoy las palabras de Arendt sean más pertinentes que nunca. Olvidamos que soñamos, imaginamos y deseamos gracias a la gravedad, a la dureza de la existencia terrenal. Igual que los pájaros vuelan gracias a ella y a la resistencia del aire. Sin el peso, sin el obstáculo de la gravedad, el vuelo no sería nada. Por eso cada uno de nosotros obedecemos, más que a nuestros planes, a una causalidad inagotable, imposible de prever. Si hay inconsciente, decía Jean-Claude Milner, es porque estamos atravesados, tanto en el cuerpo como en nuestro hablar, por la causalidad infinita del universo. El inconsciente es, por decirlo de alguna forma, el sello del infinito en el individuo. No olvidemos que la palabra cosmos —con la que los rusos nombraron a los primeros hombres que viajaron al espacio (en ruso kosmonavt, космонавт, que a su vez deriva de las palabras griegas kosmos, κοσμος: universo y nautes, ναύτης: navegante)— se opone a la palabra caos. El neologismo caosmos de Joyce que tanto le gustaba a Lacan evoca así el entrechoque de lo finito y lo infinito, la fusión imposible entre vida y lenguaje que es la esencia de la condición humana.
Basta trazar una línea recta para que surja un nuevo laberinto o querer algo para que brote otra cosa. Esto es lo que más me ha gustado de esta lectura: que más allá de la delirante carrera por el Futuro, hay algo en los distintos testimonios, fuera del tiempo, que se manifiesta como un destello casi mágico: dicho de otra forma, como el nacimiento de un verso en medio del inagotable universo. Pienso en la siguiente descripción que hace Yuri Gagarin del descenso de su nave (tomada, por cierto, por Alfonso Cuarón para la escena final de su película Gravity): “Vi, a través de los obturadores que cubrían las ventanillas, el temible destello carmesí de las llamas que crecían alrededor de la nave”. O esta otra, de Neil Armstrong: “La Tierra misma es una nave espacial. Una nave de naturaleza extraña, ya que lleva a su tripulación en el exterior, no en el interior”.
La poesía, como decía Borges, está en todos lados. Y muy a menudo en donde no se la espera. El mismo Al Worden cuenta cómo, décadas después de regresar de su viaje espacial en 1971, seguía intentando comprender el huracán perceptivo que recibió en esas horas intensas hasta que un día, al escuchar cómo su propia narración adquiría un aire cada vez más irreal, se decidió a escribir algo así como un libro de poesía. Pareciera entonces que solo en la escritura fallida de lo que terminó plasmado en unos versos logró darle cobijo a aquella experiencia que pedía a gritos un medio de expresión. También hay algo de eso en el destello que emanan varias de las frases recopiladas al final del libro, y en el hecho de que distintos astronautas se refugiaran en la religión o en el arte. Al respecto, me llamó la atención el contraste que señala Jacobo Zanella entre astronautas ateos y cristianos. Ayudándose de la religión, estos últimos pudieron, de un modo u otro, reelaborar la experiencia mientras que algunos de los primeros llegaron a caer en verdaderas crisis existenciales.
“Había cruzado el angosto precipicio de la muerte y no me había caído”, escribe Mike Mullane después de dos años de permanecer en órbita. Y continúa: “los otros me veían como si estuviera loco, y claro que lo estaba”. Efectivamente, un verdadero acontecimiento deja algo de irracional, una huella indeleble cuyo rastro podemos seguir en el pensamiento que segrega como un remolino. Por lo mismo, si hay algo en lo que coinciden todos los astronautas de Regreso a la Tierra es en haber experimentado una especie de corte, un antes y un después en sus vidas, que los llevará a intentar comunicar mediante el lenguaje lo que nada tiene que ver con las palabras. Y es que más allá de lograr una comprensión de lo vivido, lo que resulta asombroso en muchos de los testimonios es una especie de vuelta a la infancia, una inmediatez recobrada de regreso a la Tierra que resalta en el comentario precioso de Scott Kelly: “Salté a la piscina sin quitarme el traje de vuelo. Es imposible describir la sensación de estar inmerso en el agua por primera vez después de un año. Nunca volveré a dar por hecho el agua”.
Al Worden narra cómo, todavía años después de su viaje, muchos de sus vecinos pasaban a visitarlo simplemente para tomar algo y charlar. “Solo querían estar cerca de alguien que había regresado de la Luna”. En efecto, todos queremos estar con alguien que volvió de la Luna… o de eso lejano que a la vez es lo más cercano a cada uno de nosotros. Quizá por eso la gran desgracia de este tiempo, que sin duda resuena en estas Memorias y reflexiones, es haber olvidado que de una u otra forma cualquier persona, cualquiera, ha regresado de la Luna.
Gris Tormenta, México, 2022
Imagen de portada: Fotomontaje realizado con una fotografía anónima de Yuri Gagarin y un fondo de estrellas del telescopio espacial Hubble de la NASA