A finales de 2019 Latinoamérica despertaba con la noticia de las protestas en Chile, que comenzaron en su capital y se extendieron por todo el país debido al alza en los precios del transporte, acontecimiento que solo sería la punta del iceberg de toda una avalancha histórica de atropellos por parte del aparato gubernamental que era necesario enunciar. Miles de chilenos salieron a las calles a manifestarse, y durante los enfrentamientos con las fuerzas armadas comenzó a suceder un tipo de abuso que iba más allá de la represión con gases y garrotes: los soldados disparaban a los ojos de los civiles. La violencia ocular a través de perdigones, el ataque a la vista ejecutado por una autoridad, a la que no le bastaba con apaciguar el ánimo colectivo, ocasionó la ceguera parcial o total de cientos de personas, desde activistas y estudiantes, adolescentes de colegios, periodistas y madres de familia, hasta adultos mayores que salían a buscar a los suyos y quedaban en medio de la trifulca. Pronto el mundo volteó a ver los pasos salvajes de las autoridades que, tras la orden de disparar a quemarropa, dejaron en segundos o con el paso de los días y semanas “sin luz, sin colores, sin siquiera poder distinguir sombras y contornos”, como lo denuncian heridos y testigos, a tantas víctimas que hasta el día de hoy se suman a una cifra que va por arriba de trescientas. Ante un panorama tan desolador, incluso innombrable por la rabia que produce, Lina Meruane (Santiago, 1970) pone en orden décadas de lecturas, investigación y estudio para presentar Zona ciega (Literatura Random House, 2021), un conjunto de tres ensayos que versan en torno a la visión y desaparición de la vista en la literatura, sus actantes y sus contextos. Las manifestaciones en Chile y las consecuencias de la violencia ejercida por el Estado son el preámbulo para esta obra. En el primer ensayo, “Matar el ojo”, Lina explora una venganza mitológica que ha estado ahí como forma antigua de coerción así como en el imaginario de la literatura, desde Homero y Edipo hasta los escritores más leídos del siglo pasado. “No se estaba haciendo del ojo un blanco ocasional”, dice Meruane al inicio del libro, “se estaba ejecutando un ojicidio en serie”. Ojos muertos por doquier, libertades doblemente aniquiladas, sobre todo en una sociedad que se mueve en la individualidad a través de la inmediatez de lo digital, la imagen y la mirada. Matar la visión es matarlo todo. Para comprender este libro no es necesario haber leído la obra completa de Lina, pero de ser así, considero que se entiende desde un mejor ángulo, porque se pueden explorar algunas aristas. Sangre en el ojo, su novela de 2012 que le dio un impulso aún mayor en el panorama internacional, es una autoficción muy notable y trata sobre la hemorragia interna que lleva a su protagonista, Lucina, a perder gran parte de la visión, intentar adaptarse a su nueva y nebulosa realidad y padecer un viacrucis de estudios pre y post operatorios. En la novela, Lucina vive entre la esperanza de recuperar la vista y la resignación de quedar ciega, de convertirse, como muchos otros, en una escritora que no puede ver más que los hilos de sangre que en algún momento se convirtieron en el manto de sus ojos. El lenguaje, el desarrollo de la historia, el carácter introspectivo y algunos otros elementos dotan a Sangre en el ojo de una densidad comparable con la sensación de avanzar por aquel camino de tinieblas que Borges, “el único entre tantos ciegos”, describía. El segundo ensayo se titula “Ojos prestados”. En él, Lina comienza hablando sobre el proceso de escritura de Sangre en el ojo. En un primer atisbo, no sabía qué tan necesario era que los lectores nos empapáramos de algo que puede competerle más al autor, pero conforme la lectura va tomando ritmo, lo que yo intuía como un ejercicio del yo escritor se convirtió en algo mucho más interesante. La relación de Meruane con el tema no se queda en una obsesión, más bien es un rastreo sistemático y consciente de quienes constituyen su canon de la ceguera: Lucina, el personaje de la novela, Lina, protagonista del cuento de Clemente Palma, Lucila Godoy (mejor conocida como Gabriela Mistral), Lucilla —la santa Lucía que conocemos desde la tradición siciliana—, todas ellas y otras mujeres que comparten genealogía y son mártires de la ceguera, ya sea porque el cuerpo les falló o por el sacrificio de entregarle a otro sus ojos, como la santa, y en adelante pasar al imaginario colectivo por aquello que ya no tienen. No sé si podría llamar glosario a lo que sigue a continuación, más bien lo equiparo con el Bartleby y compañía de Vila-Matas. A diferencia del autor barcelonés, quien enumera a todos esos escritores que “dejaron de escribir”, Lina habla de quienes continuaron produciendo obra a pesar de la ceguera, y va de la experiencia ajena a la propia también para explicarse a sí misma la condición de escritor semiciego o ciego, de la identidad a través de la enfermedad, tema recurrente en su obra. Dice Meruane: “No logro recordar cuándo comprendí que el anunciado deterioro de mi cuerpo se iniciaría en mis ojos”. Sin embargo, regreso a Sangre en el ojo, ahí su protagonista sí que lo recuerda: cuando comenzó a ver las líneas rojas que atravesaban globos, iris, pupilas; un nuevo reconocimiento de sí misma. Homero, Milton, Borges, Joyce, Sartre, todos ellos reconocidos por construir sus propios universos a partir de la zona cero de la oscuridad. Cada uno, dice la autora, exploró a tientas, en lo vivencial y a través de la creación, por medio de los otros sentidos, sin dejar de aferrarse al que se perdía poco a poco y después de manera súbita. Este es un recuento de cómo percibimos desde este lado a los escritores ciegos: hombres sabios y romantizados por el imaginario colectivo, porque así se nos presentaron; y a las ciegas, víctimas de un castigo del que no se sobreponen, porque la fantasía histórica ha sido complaciente. A lo largo de Zona ciega, Meruane nos muestra de muchas formas la ceguera, incluso fuera de la ficción, como una superstición que aterra, se somatiza y lleva a algunos lectores a pensar que por leer acerca de la ceguera también se puede caer en el abismo nebuloso que envolvió al alter ego de Lina en su novela. Aquí algo que me llama la atención es la lucidez para desmitificar la ceguera en los y las autoras: “En los hombres cualquier pérdida adquiere un carácter épico y el enfrentarla se entiende como evidencia de un heroísmo que no se opone, sino que se añade a la valoración literaria”, y más adelante: “En la escritura de las mujeres la pérdida está desacreditada, es vista como un acto declarativo sin densidad literaria, carente de todo valor”. Porque, efectivamente, en su devenir histórico la escritura femenina fue dejada de lado, su importancia fue disminuida a tal grado que cualquier sacrificio, metafórico y real, no parecía ser lo suficientemente digno de reconocerse, no se aplaudía por insigne. Una reflexión así da pie al inicio del tercer ensayo, “Las casi ciegas”. Gabriela Mistral y Marta Brunet transitaron a medias por la ceguera, ambas fueron perdiendo el sentido de la vista poco a poco; aunque ese aspecto de su vida no fue el más sobresaliente, constituyó acaso la columna vertebral de su amistad epistolar. Tras una investigación que abarca varios aspectos de sus vidas, el rastreo de Lina Meruane pone de manifiesto puntos de encuentro que van más allá del ejercicio literario: amores ocultos, maternidades malogradas, soledades compartidas con amantes furtivos y la vida diplomática e intelectual, la dificultad para desprenderse de la vista sana y luego la resignación al dejar de leer y convertirse en escucha de quien hiciera el papel de lazarillo. Hay que transitar por la bruma como murciélagas, sugiere la autora, con el reconocimiento que tienen quienes poseen algo a medias, en la cuerda floja de que un día se puede ver más porque un tratamiento funcionó y da esperanza, y al otro se regresa a la ceguera amarilla, a veces gris de la falta de luz, del abandono de la fe. Que no se diga que ellas se consideraron víctimas: ambas Premio Nacional de Literatura de Chile, una Premio Nobel, la otra diplomática, ninguna dejó de producir pese al sacrificio que representaba olvidar de a poco los colores y las formas tras cerrar los párpados. Y sí: lo que al inicio me pareció un ejercicio de autor sobre los temas que obsesionan a Meruane, se me fue revelando como un largo ensayo necesario porque, lamentablemente, mientras unos se adaptaron poco a poco a imágenes nebulosas sin hallar resignación pero sí algo de reconocimiento literario, habrá cientos de estudiantes, madres de familia, trabajadores chilenos que de súbito cayeron en la zona abisal de la barbarie. Si los versos y la prosa de este glosario homérico sirven para algo, que sea en favor de ellos.
Imagen de portada: © Francisco Gamero, Ojos miel, 2020. Cortesía del artista