Soñé que recibía un e-mail vacío salvo por el archivo adjunto, un documento extraño que informaba sobre las ganancias mensuales de todas las personas que conozco. Tal vez era una broma del despacho de contabilidad, pero ¿qué contador tendría acceso a las ganancias de todos mis conocidos? En el sueño, aterrado por la información contenida en el documento, entendí que el remitente era el despacho de Dios, Destinatario Final de todas las cuentas finales. Todas las personas que aparecían en el documento, sin excepción, ganaban más que yo. Día 70 de aislamiento. Tengo poco trabajo, debe ser eso.
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Ayer un hombre se arrodilló en la banqueta frente a mi casa y se puso a llorar. Vivo en el séptimo piso de un edificio en el agitado centro de la ciudad; comparto intimidad con los mendigos. Pero nunca había visto nada similar. Desde la ventana pude ver que el hombre —uno de los tantos vecinos que habitan la colonia— extendía los brazos al cielo, quizá dirigiendo sus lamentos a Dios, implorando por algo que yo no podía entender, pues desde donde estaba no alcanzaba a escuchar. De pronto me pareció que dirigía sus gritos a la gente del edificio, y particularmente a mí.
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Al despertar, la incómoda sensación de la repetición infinita de los días es más aguda, me parece que se debe al hecho de que ocurre siempre en el mismo lugar, del mismo lado de la cama, bajo un techo idéntico al de la mañana anterior, tanto que sería extraño —y es algo que se explora con frecuencia en libros y películas— despertar en lugares desconocidos, lo que sólo sería un poco menos aterrador que despertar metamorfoseado en insecto.
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Hago café, una cafetera mediana, otra chica (tenemos una tercera, pero es demasiado grande para nuestro termo); la primera taza de café es el mejor momento del día (aunque odio limpiar las cafeteras italianas, arrojar los residuos de café al fregadero, mover la cuchara bajo el chorro hasta que desaparezca de ella todo el polvo), tal vez el único momento realmente bueno, porque siempre existe el riesgo de que ocurra una revelación del futuro: inepta, ocurrida por casualidad, vista de reojo en los posos de café un segundo antes de que se los lleve el agua, nuestro futuro feliz que se escapa por el desagüe.
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Normalmente voy al baño después de comer algo, es un acto reflexivo (¿o es acto reflejo?, me confundo a veces; de hecho es ambas cosas, porque siempre aprovecho para leer) bastante puntual (solía ocurrir en la mañana; con el aislamiento, aunque mi rutina permanece casi inalterada, ocurre ahora en la noche, antes de dormir, o en la madrugada, la urgencia del cuerpo como interrupción de los sueños); el mundo se puso de cabeza y mi fisiología también.
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Hoy murió el actor Flávio Migliaccio, que encarnó a uno de los héroes de mi infancia, en la serie televisiva Shazam, Xerife & Cía. Se suicidó a los ochenta y cinco años, y dejó una nota de despedida en la que decía “la humanidad no funcionó; cuiden a los niños”.
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Soy el cocinero de la casa, pero hoy la comida ya estaba lista (será igual a la de ayer y a la de antier, en realidad el mismo guisado hecho para rendir y repetirse). Mientras recalentaba la comida, me acordé de una vez en que mis padres decidieron llevarnos de viaje a media noche, sin avisarnos; éramos niños, mis hermanos y yo, y nos despertamos en una casa diferente a aquella en la que nos habíamos ido a dormir. Para los niños son comunes estos cataclismos cotidianos que arruinan el orden de los días.
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Después de pelearme con la aplicación digital del banco (no he logrado instalarla desde el inicio del aislamiento, lo que en ese entonces me permitió escapar al Banco do Brasil en la Avenida Angélica unas tres veces), paso la tarde leyendo (Kraszharnokai, Walser, material para el taller de novela); un paseo al banco nunca se ha parecido tanto a la libertad, al menos hasta que reviso mi estado de cuenta en números rojos.
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Clase en línea del taller de novela de 7:30 p.m. a 10 p.m.; esas clases, como el taller de redacción de los martes, me dejan exhausto; la dinámica es diferente, exige más de mí como profesor (después de la ligera excitación que siento al terminar la clase, me derrota el cansancio, y pongo mi cerebro a arrullarse con la televisión).
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Me desperté con la impresión de no haber dormido. No obstante, dormí, incluso bien, en comparación con otras noches. Las primeras veinte noches del aislamiento dormí como piedra, o como planta, más precisamente como un cactus. Estoy más acostumbrado a dormir como un refrigerador descompuesto, que de pronto empieza a vibrar o a sacudirse, a bufar y a soltar humo negro. Pero hoy dormí bien, a pesar de la impresión de no haber dormido. No recuerdo haber soñado.
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Por tercera noche consecutiva el mendigo apareció y gritó media hora desde la banqueta frente a nuestro edificio. Hoy, una vecina se dignó a bajar y a ofrecerle comida, que rechazó. Alegó estar enfermo y necesitado de dinero. La misma vecina llamó entonces al Servicio de Atención Médica de Urgencia, los paramédicos de la prefectura, pero cuando llegaron el mendigo ya había desaparecido.
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Ayer fui al banco —el mismo cuento de la aplicación—. El día parecía no haber amanecido todavía, hacía frío en la calle en la que estuve veinte minutos formado para entrar. Fue el primer día de uso obligatorio de cubrebocas, y observé a los enmascarados, cada mascarilla más pintoresca que la anterior. La del señor enfrente de mí estaba amarrada con tiras de tela tan exageradamente grandes que parecía que llevaba un moño en la cabeza, o un turbante. Nadie respetaba la distancia obligatoria, y una señora se quitaba el cubrebocas para toser. Al mirar las nubes cenicientas, la nueva realidad cenicienta, mis ojos se llenaron de unas lágrimas que nadie vio porque mis gafas estaban empañadas por la mascarilla.
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De regreso me detuve en el supermercado. Pensé en comprar un kilo de arroz para el mendigo que estaba en la puerta, un tipo antipático (conozco a todos los mendigos de la colonia, y a este en particular lo reconocí por antipático, pero también porque no llevaba cubrebocas —si lo llevara, ¿cómo lo reconocería?—), y, al poner la bolsa de arroz en la canasta, pensé: cuando vaya a dárselo ya no va a estar, y en la casa no hace falta arroz. Devolví la bolsa al estante. Cuando salí, el mendigo ya no estaba.
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Hoy, viernes, no di clase. Dar clases es una alegría, solo superada por la alegría de no dar clases (o la de no hacer nada, que es invencible). De comer hice costillitas de puerco asadas, farofa de huevo, quimbombó a la parrilla y papas asadas.
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Página 132 de la transcripción de la nueva novela, ya me siento László Krasznahorkai. Le pedí a Isabel que se sentara en el sillón del estudio y le leí el inicio del capítulo 4, que tiene cerca de ocho páginas. Fue el ritmo de esas páginas lo que me hizo sentir como Krasznahorkai: me gustó, es justo lo que tenía en mente. El comentario de Isabel tras la lectura: “intenso”. Y ya. Quizá un día me acostumbre a su verbosidad; después de todo llevamos casados apenas dieciséis años. Hoy Isabel hizo un pan espectacular, que no podría mejorarse con ningún filtro de Instagram. Preparé caldo de gallina con puerro para la cena. Debe ser más que suficiente para las próximas tres noches.
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Cómo coge el Freud de la serie Freud. Solo en el episodio de hoy se tiró a la vidente loquita de personalidad triple, a la hermana y a la mamá. Todas, incluida la empleada doméstica heptagenaria, aman a Freud incondicionalmente. Aunque con la empleada no ha cogido todavía. Tres páginas de Guerra y guerra de Krasznahorkai antes de dormir. No estoy entendiendo casi nada, así que debe ser bueno.
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Cumpleaños de mamá, 75 años. Nació el día de la victoria de los Aliados en Europa, que a su vez fue también la fecha de la derrota alemana (su abuelo era alemán). Eso quizá haya marcado su sentido del humor, medio mórbido. Nos presentaron hace 52 años. Tiempo, tiempo, falta un poco todavía, lo sé. Durante la llamada, me contó la siguiente historia: había un piloto aviador llamado Joaquim que visitaba la hacienda de mi abuelo, donde ella nació y vivió hasta casarse. Venía del norte, creo que de Pará, a comprar ganado. Ella y sus hermanas coqueteaban con Joaquim. Un día, su avión no llegó. Se había caído. Tardaron cinco días en localizar el cuerpo, que sepultaron en la hacienda. En el entierro, según ella, parecía que el ataúd iba a explotar. Gusanos, que hacían un ruido ensordecedor dentro del cajón. Parecían palomitas de maíz estallando, dice mi mamá.
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También me contó que recibió por WhatsApp la foto del actor Flávio Migliaccio ahorcado. La regañé por estar viendo eso, y también por llevarme de viaje sin avisarme en medio de la noche cuando era niño, lo que me hizo despertar en lugares desconocidos. Hay que cuidar de los niños.
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El sábado hablé cinco horas con amigos por Zoom. Nos emborrachamos, reímos y lloramos. Isabel se fue a dormir más temprano. No me gustan esos encuentros colectivos online, pero no sabría explicar por qué (creo que sí puedo: tiene que ver con la muerte, con el hecho de que parezcamos todos igualmente muertos en las pantallas de las computadoras y los celulares, a media luz y bidimensionales como los retratos de los difuntos en las lápidas de los cementerios); prefiero no pensar en eso por el momento.
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Después, como no podía dormir, vi Never Rarely Sometimes Always de Eliza Hittman en la computadora, la juventud como campo asolado por lo innombrable, el sufrimiento de las que no tienen voz, de las cajeras de supermercado, las mujeres. Me fui a acostar con una sensación que tengo cada vez más últimamente, la vergüenza de ser hombre.
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El mendigo pasó todas las noches a llorar y gritar en la banqueta del edificio. Hoy se recostó a media calle y detuvo el tráfico. El conductor de un automóvil llamó a la policía, que lo quitó de ahí. Después de que hablaron con él unos minutos, los policías se fueron, y el mendigo siguió llorando. Lo dejaron ahí, y él siguió llorando, y lloró y volvió a llorar y lloró y volvió a llorar y lloró y volvió a llorar y lloró y volvió a llorar. Me dormí. Esa noche soñé que era el mendigo de la banqueta, que seguía llorando y extendiendo los brazos hacia lo alto, hacia mí, que seguía en la ventana del séptimo piso y lloraba también, extendiendo los brazos hacia el mendigo de allá abajo, que era yo; desde la banqueta me pedía a mí mismo, acá arriba, algo que no lograba oír, y por lo tanto no podía ayudarme, ayudarnos, ayudar a nadie. Desperté y estábamos todos en el mismo lugar.
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Imagen de portada: Cactus. Fotografía de Björn S., 2015. CC