En lo tocante al neo-olimpismo de Coubertin, su historia ha sido contada demasiadas veces —la última vez con ocasión de los Juegos Olímpicos de 1996— como para que yo tenga que repetir aquí algo más que lo elemental. También han sido encomiadas hasta la saciedad las tres fuentes y las tres partes integrantes del sistema religioso-deportivo de Coubertin. Éstas se pueden encontrar en las ideas gimnofilosóficas de John Ruskin acerca del denominado eúrythmos,1 los neo-helenísticos Olympian Games, del doctor Brooke, en la ciudad inglesa de Shropshire (que tuvieron lugar desde mediados del siglo XIX) y en los Festspiele de Richard Wagner en Bayreuth, en los cuales se retomaba, en toda su articulación, el arquetipo de un culto moderno a la edificación elitista y comunitaria, a seis mil pies de distancia de la cotidianidad industrial y de la división de clases. Aparte de eso, se ha hecho referencia, para explicar la transferencia del impulso totalizador, al efecto inspirador de la Exposition Universelle, que tuvo lugar en París en 1889. Desde esta óptica, el olimpismo aparecería como una globalización, acorde con los tiempos modernos, del deporte.2
Ya el famoso Congreso de la Sorbona para el “restablecimiento de los Juegos Olímpicos”, en 1894, juntaba esos ingredientes —enriquecidos con los propios motivos socialterapéuticos y pedagógicos de Coubertin— en una mezcla de gran efecto. De Coubertin nos informa en sus Memorias cómo en la sesión inaugural de la Sorbona, el 16 de junio de 1894, fue interpretado por primera vez ante dos mil “entusiasmados oyentes”, el Hymne an Apoll (para coro, arpa, flauta y dos clarinetes bajos, Opus 64), compuesto para esta ocasión por Gabriel Fauré, siguiendo la inscripción descubierta poco antes en la Cámara del Tesoro de los Atenienses, en Delfos: “Se fue expandiendo una especie de excitación escalonada, como si el antiguo eúrythmos se trasluciera por entre aquellos tiempos lejanos. De este modo, el helenismo tuvo su entrada en un vasto espacio”.3
El congreso parisino determinaba, igualmente, las notas características fundamentales de los Juegos y de la organización encargada de los mismos: el turno cuatrianual, que, como un nuevo calendario religioso, debía articular el tiempo para siempre, la dictadura ilustrada de la presidencia del Comité Olímpico Internacional, luego corroborada por la elección como presidente vitalicio de Coubertin, el carácter moderno de la definición del deporte, la equiparación de los distintos tipos de deporte, la exclusión en él de los niños, el principio de la circularidad de los Juegos, el amateurismo (que, sin embargo, siguió siendo discutido, hasta que fue suspendido en 1976), el internacionalismo y el principio de la pax olimpica. Además, se eligió Atenas como lugar de celebración de los primeros Juegos y París como la ciudad para celebrar los segundos, indicando así tanto el lugar de nacimiento de los Juegos como el de su renacimiento. No podía sospecharse que los Juegos Olímpicos celebrados en París en 1900 iban a marcar el punto más bajo de la historia del olimpismo: pasaron casi inadvertidos al lado de la Exposition Universelle que simultáneamente tenía lugar, de lo cual se aprendió que no es practicable la organización simultánea de dos fiestas de ámbito universal.
Los primeros Juegos Olímpicos de los tiempos modernos fueron inaugurados, de hecho, al cabo ya de dos años con gran aparato ceremonial bajo el patronazgo del rey de Grecia, como una celebración puramente andrológica, pues, como es sabido, el entusiasta barón tenía en poco el deporte femenino, queriendo ver limitado el papel de la mujer en los Juegos al momento en que esta ofrece al vencedor la rama de olivo o le coloca la corona en la cabeza. El hecho de que Pierre de Coubertin no pudiera salir adelante con el lema taceat mulier in arena no fue más que el comienzo de una serie de derrotas en la realización práctica de su “religión de los músculos”. Entre los resultados con mayores consecuencias de los primeros Juegos se incluye el que gracias al donativo de un gran mecenas pudiera ser restaurado y puesto de nuevo en funcionamiento el Estadio Panatenaico de Atenas, que databa de la época en que Grecia era provincia romana; esto constituyó el preludio de un renacimiento del siglo XX, basado en el estadio y en la palestra, que sigue atrayendo hasta hoy a las nuevas arquitecturas del evento hacia la línea de las formas primigenias del mismo.4 Hasta los monjes del monte Athos habrían aportado dinero para la suscripción olímpica, como si siguieran la corazonada de que en la lejana Atenas entrarían de nuevo en escena los imitadores modernos de sus propios —y desvanecidos— modelos primigenios (¿no se habían llamado los primeros monjes del cristianismo oriental los “atletas de Cristo” y congregado en campos de entrenamiento que se llamaban asketería?).
El punto culminante de los Juegos de Atenas, tan memorable como imprevisto, fue el primer maratón. La idea del mismo se atribuye al francés Michel Bréart, filólogo clásico y filoheleno, que había alabado en el banquete de clausura de la Conferencia de la Sorbona la donación de una copa para el primer vencedor de la nueva disciplina del maratón. Cuando el vencedor de esta carrera, un pastor de ovejas griego de veintitrés años llamado Spiridion Louys, entró corriendo en el resplandeciente estadio de mármol, vestido con la fustanella, el traje nacional, el 10 de abril de 1896 (después de una carrera de 2 horas, 58 minutos y 50 segundos), entraba con él algo que apenas puede ser descrito mediante el concepto de un “estado de excepción”. Era como si una nueva clase de energía hubiera sido descubierta, una forma de electricidad emocional sin la que uno ya no podría representarse el way of life de la era que se iniciaba. Lo que ocurrió en el Estadio Panatenaico aquella tarde radiante, hacia las cinco, tenemos que clasificarlo como una nueva epifanía. Se presentaba ante el público moderno una categoría, hasta entonces desconocida, de dioses del momento, dioses que no necesitan ninguna demostración, pues sólo existen mientras dura su manifestación, dioses en los que no se cree, sino que se experimentan. En esa hora se abría un nuevo capítulo de la historia del entusiasmo: quien no quiera hablar de ello tendrá que no hablar del siglo XX.5 Los príncipes griegos corrieron junto al atleta los últimos metros, bajo el júbilo extático de casi setenta mil personas, y lo llevaron en sus brazos, después de que cruzara la meta, ante el rey, que se había alzado de su trono del estadio. Si se hubiera querido aportar la prueba de que había empezado una época de inversiones jerárquicas no se habría podido escenificar con mayores efectos. Por un momento, un deportista que era pastor de ovejas se convertía en el rey del rey; se vio por primera vez cómo la majestad, por no decir el poder del monarca, pasaba al deportista. En décadas posteriores incluso se intensificará la impresión de que pastores de ovejas y gente similar aspiraban a gobernar ellos solos. Una permanente ola de entusiasmo inundó toda Grecia; hasta un barbero entusiasta prometió al vencedor cortarle el pelo gratis de por vida. Una rama de olivo y una medalla de plata fueron los distintivos oficiales del triunfo, seguidos por una avalancha de regalos.
Ahora como antes sigue no estando claro cómo Spiridion Louys consiguió estar en condiciones de competir de esa manera; el joven pastor habría trabajado como ordenanza o aguador de un oficial, acostumbrándose a recorrer largas distancias. Catorce días antes de los Juegos había quedado, en una carrera preliminar, en quinto lugar. Hasta entonces apenas habría oído la palabra “entrenamiento”, cosa que yo valoro como prueba de mi tesis de que la mayor parte de la labor de ejercitación se realiza en forma de ascesis no declaradas como tales.6 Para los hermanos del monte Athos pudo haber significado una confirmación de sus intuiciones el que poco después empezara a circular el rumor de que el corredor había pasado la noche anterior a la carrera rezando ante iconos sagrados; hasta Pierre de Coubertin tomó esta indicación lo suficientemente en serio como para vincularla con sus primeras reflexiones sobre los componentes psíquicos y espirituales de las más altas prestaciones deportivas. Como Friedrich Nietzsche, Carl Hermann Unthan y Hans Würtz, también el fundador de los Juegos creía saber que, en última instancia, es la voluntad la que produce el éxito y la victoria. De ahí que Coubertin no disimulara el rechazo que le producía el positivismo de los médicos deportivos, cuya forma de pensar sería demasiado “filistea” para poder captar las dimensiones superiores del deporte en general y del nuevo movimiento en particular.7
Lo que Coubertin invocaba bajo el nombre de olimpismo debía significar, a sus ojos, nada más y nada menos que una nueva religión de pleno valor. En pro de esta concepción él creía poder remitirse a la incrustación religiosa de los antiguos Juegos. Éstos fueron siempre celebrados, en su existencia de más de mil años, coram Deis; más aún, no sólo eran ejecutados en presencia de los dioses, sino incluso con su anuencia, y quién sabe si no también con su participación, dado que las victorias de los atletas en el estadio y en la palestra eran interpretadas como acontecimientos que nunca acaecían sin su intervención. La “religión del atleta” que iba a ser creada por Coubertin ciertamente no conectaba de forma directa con la mitología griega pues el fundador de los Juegos era demasiado culto para no saber que los dioses del helenismo estaban muertos. Su punto de partida era la moderna religión del arte, de tipo wagneriano, que habría sido proyectada como una acción sagrada de reconciliación de la desgarrada “sociedad” moderna. Y dado que en toda religión completa hay, además de un dogma y de un ritual, un clero ordenado, éste tomó cuerpo en los propios atletas. Los atletas eran quienes debían dispensar a la apartada multitud los sacramentos musculares. Éste es mi cuerpo, mi lucha, mi victoria. Así es como en el sueño olímpico de Coubertin vinieron a coincidir tanto el páthos pedagógico del siglo XIX como el paganismo estético del culto al cuerpo, formando una amalgama acorde con las demandas modernas.
De una anotación de sus Memorias sobre una visita al Festival de Bayreuth se desprende qué esperaba Coubertin de una nueva “religión” efectiva. En esta nota traza paralelismos entre esferas aparentemente dispares:
La música y el deporte han sido siempre, para mí, los aislantes más completos, los medios más fructíferos de la reflexión y de la contemplación, así como estímulos poderosos para la perseverancia y ‘masajes de la fuerza de la voluntad’. En una palabra: tras una serie de dificultades y peligros, todas las preocupaciones inmediatas se desvanecen.8
Con ese llamativo término de “aislante”, Coubertin hace referencia al poder de la “religión” para dividir la realidad en situaciones ordinarias y extraordinarias. Donde haya deporte y música hay también, para él, religión, tan pronto como se dé su nota característica: una acción que se salta lo cotidiano y quiebra toda preocupación. Sí seguimos desarrollando esta expresión de “aislante” obtendremos el enunciado: lo religioso genera un estado de excepción. Para Pierre de Coubertin, la producción de ese otro estado con medios deportivos es religión, iniciándose aquí uno de los caminos que conducen a la llamada cultura de eventos. Como es habitual en el caso de estados con un valor límite, éstos han de ser desencadenados y, al mismo tiempo, mantenidos bajo control; he aquí las dos tareas de una religión del atletismo plenamente desarrollada. Los ejercicios atléticos preparan el estado de excepción de las competiciones, y el culto del estadio encarrila luego las espumeantes excitaciones por las vías prescritas. Con motivo de aquel “aislante” de Bayreuth que hemos citado se le hizo claro definitivamente a Coubertin por qué sólo una religión de nueva fundación podía hacer justicia a sus intenciones. Como Richard Wagner, él quería que en algunos momentos inconmensurables los seres humanos saltasen fuera de la vida ordinaria, dejándolos luego de nuevo en el mundo transformados, elevados y purificados. En el clima esotérico de los festivales wagnerianos halló Coubertin la confirmación de su actitud fundamental. Así como en Bayreuth se encontraba como en su casa la forma de oferta más abrupta de la religión del arte, en el olimpismo debía encontrar también su patria la análoga religión del deporte. Comparable a un Malraux del siglo XIX, Pierre de Coubertin enseñaba que el siglo será olímpico o no será en absoluto.
Con un trasfondo así se podrá comprender en qué sentido la historia del éxito de la idea olímpica significó asimismo la historia del fracaso de las intenciones originales de Coubertin. De cualquier modo que se interprete el triunfo del olimpismo, lo cierto es que dio lugar a algo totalmente distinto a la tríada deporte-religión-arte, que Coubertin pretendía trasplantar desde la Antigüedad a los tiempos modernos. Su fracaso como fundador de una religión se podría expresar simplemente diciendo que el sistema de ejercicios y disciplina al que él había dado vida era pintado para refutar justamente la existencia de la “religión” como una categoría separada de las actuaciones y vivencias humanas. Lo que realmente cobró vida y no cesaba de adquirir una consistencia cada vez mayor fue una organización destinada a estimular, dirigir, asesorar y administrar energías, en primer lugar, timóticas (de orgullo y ambición), y en segundo lugar, eróticas (de codicia y libidinosas). Las primeras no aparecen, en absoluto, únicamente entre los deportistas, sino entre los funcionarios de nueva creación sin los que no habría forma de practicar el nuevo culto. Para éstos, parásitos imprescindibles del deporte, llegaba una Edad de Oro, pues el movimiento olímpico respetaba espontáneamente el más importante de todos los secretos de la organización: crear tantas funciones y cargos honoríficos como fuera posible, a fin de garantizar la movilización timótica y la vinculación pragmática de los miembros a tan alta causa. Coubertin, al que gustaba moverse en los círculos de la antigua nobleza, había comprendido, no obstante, que la modernidad es la era de los nuevos ricos y de la nueva gente importante. Su movimiento ofrecía, sobre todo a estos últimos, un campo de actuación ideal. Aparte de los estímulos para una política ambiciosa, tampoco fue olvidada la adjudicación de recompensas muy codiciadas; del olimpismo surgieron muchas nuevas fortunas, algunas de ellas incluso porque ciertos donativos de ciudades candidatas a los Juegos acababan engrosando directamente las cuentas de miembros del COI. El cauce pragmático por donde discurrían estos dos tipos de acicates fueron las asociaciones, matrices naturales de los ejercicios deportivos y de las alianzas entre entrenadores y entrenados, encontrando todo ello su escenificación de mayor efecto en las propias competiciones de los Juegos. Evidentemente, las circunstancias estaban maduras para este orden disciplinar. Si la época pertenece a una economía basada en la competitividad, el deporte competitivo constituye el espíritu mismo de la época.
El resultado de conjunto de los esfuerzos de Coubertin no hubiera podido, pues, ser más irónico: fracasó como fundador de una religión precisamente por haber triunfado por encima de todo lo que podía esperar como iniciador de un movimiento basado en el entrenamiento y en la lucha competitiva. A este iniciador de los Juegos se le escapaba algo que, para los funcionarios de la próxima generación, constituía el alfa y el omega de todo empeño posterior: el hecho, del todo evidente, de que la idea olímpica sólo podría seguir viva como un culto enteramente secular, sin ninguna otra clase de superestructura susceptible de ser tomada en serio. Lo poco de un páthos de fairness, de fiesta de la juventud y de internacionalismo que tuvo, pro forma, que ser conservado podía ser reunido sin mayores vuelos anímicos. Del noble pacifismo de Coubertin con frecuencia no quedó, entre sus pragmáticos sucesores, más que un guiño de ojos. Los Juegos tuvieron que integrarse en la desbordante cultura de masas y transformarse, y cada vez más decisivamente, en una máquina profana de eventos. De ningún modo deben aparecer con demasiado empaque, y en absoluto con aquel rasgo “católico” (o de una teología de oferta que viene de arriba) característico del planteamiento de Coubertin. Cuando no se pueda evitar totalmente algo más elevado, como pasa en la obligada fiesta de inauguración de los Juegos, debe reducirse a la entrada festiva de los atletas, con los himnos, la llama olímpica y la apelación a la juventud del mundo. En los Juegos Olímpicos de posguerra que tuvieron lugar en Amberes el año 1920 se celebró, por primera vez, aparte, una misa mayor en la catedral, con un momento escalofriante, cuando fueron leídos los nombres de los atletas olímpicos muertos en la guerra de 1914. La idea olímpica nunca había tenido posibilidad alguna de prosperar como una modalidad “pagana” de una religión de oferta procedente de arriba. Desencantada y convertida en una cumbre de atletas, se volvió, como atractor de masas, irresistible.
El giro hacia el pragmatismo ni siquiera exigía de sus actores que traicionaran la visión de Coubertin. Bastó con no comprender las altas intenciones del viejo señor. Pronto nadie supo ya qué había significado su sueño sobre una síntesis religiosa del helenismo y la modernidad. No es ir demasiado lejos afirmar que la idea olímpica ha vencido porque sus partidarios, en todos sus niveles, desde los miembros de la presidencia del COI hasta las asociaciones locales, dejaron de tener en muy poco tiempo cualquier noción de la misma, incluso cuando, en los homenajes a los vencedores, corrían ríos de lágrimas. El bueno de Willi Daume, que como presidente durante largos años del Comité Olímpico Nacional alemán tenía acceso a las fuentes, no podía sino encogerse de hombros al plantearse los motivos ideales de la cuestión olímpica. Refiriéndose a la “religión del atleta”, dejó caer la observación, en una intachable prosa de funcionario: “Esto es ya algo que crea confusión”.9
El movimiento olímpico del siglo XX muestra, con su desespiritualización, cómo una “religión” puede espontáneamente replegarse hasta presentar el formato de lo que constituye su contenido real, su base antropotécnica, o cómo va tomando cuerpo en un sistema de ejercicios escalonados y disciplinas diversificadas, integrada en una superestructura de actos administrativos jerarquizados, relaciones rutinarias de las asociaciones y representaciones mediáticas profesionalizadas. De las características estructurales de lo que es una “religión” desarrollada no queda aquí nada, salvo la jerarquía de funcionarios y un sistema de ejercicios que, en correspondencia con su naturaleza secular, son denominados unidades de training. El Vaticano del COI en Lausana no tiene otra tarea que gestionar el hecho de que Dios esté muerto incluso en lo olímpico.
En este aspecto se puede afirmar que la “religión del atleta” representa el único fenómeno de la historia de la fe que se haya desencantado a sí mismo con sus propios medios; sólo algunas variantes intelectuales del protestantismo europeo y estadounidense han llegado casi tan lejos. El renacimiento del atletismo pudo difundirse por gran parte del planeta como la no-religión que anhelaba un sinnúmero de personas. Su desarrollo revela la transformación de lo que era un fervor en una industria. No es extraño que la joven ciencia del deporte no mostrara ningunas ganas de convertirse en la teología de ese movimiento cultural que, apenas fundado, ya estaba desespiritualizado. Hasta los antropólogos siguieron teniendo una actitud más bien reservada, no interesándose, hasta hoy, ni por esas tribus artificiales de deportistas ni por el hecho de que, con los funcionarios del deporte, haya aparecido una nueva subespecie, que no merecería menos atención que el hombre del auriñacense.
Este fragmento es parte del capítulo “Transición. No hay religiones: De Pierre de Coubertin a L. Ron Hubbard”, del libro Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica, Pretextos, 2012. Se reproduce con el permiso de la editorial.
Imagen de portada: Atletas danesas durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Amberes 1920. Bibliothèque Nationale de France
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En alguna ocasión el propio Coubertin calificó el olimpismo como un ruskianisme sportif. ↩
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Cf. Walter Borger, “Vom ‘World’s Fair’ zum oliympischen Fair Play —Anmerkungen zur Vor- und Entwicklungsgeschichte zweier Weltfeste”, en Internationale Einflüsse auf die Wiedereinführung der Olympischen Spiele durch Pierre de Coubertin, ed. Stephan Wassong, Agon, Kassel, 2005, pág. 125. ↩
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Pierre de Coubertin, Olympische Erinnerungen, prólogo de Willi Daume, Frankfurt/Berlín, 1996, pág. 23. ↩
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Cf. Peter Sloterdijk, Sphären III, Schäume. Plurale Sphärologie, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 2004, págs. 626-646. ↩
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Acerca del fenómeno de los dioses del momento cf. Hermann Usener, Götternamen. Versuch einer Lehre von der religiösen Begriffsbildung, Klostermann, Frankfurt, 2000 (1a ed., 1986), pág. 279. ↩
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Cf. Ibid, pág. 517, apartado “El ser vivo que no puede no ejercitarse”. ↩
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De Coubertin, Olympische Erinnerungen, op. cit., pág. 45. ↩
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Ibid., pág. 65. ↩
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Ibid., pág. 10. ↩