Lucía

Tabús / dossier / Junio de 2018

Elvira Liceaga

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Una doctora oriental abre la puerta. Lucía supone que es china porque la mayoría de los asiáticos en Nueva York son chinos; bien podría, sin embargo, ser coreana o japonesa. Con frecuencia se equivoca en estos temas, así que ha dejado de preguntar a las personas de dónde vienen. De donde sea, la doctora la recibe con entusiasmo gringo, como si ésta no fuera una clínica sino un hotel all inclusive frente al mar y en vez de entregarle una bata azul de gasa le ofreciera una bebida en copa y con paragüitas. Ojalá que, en vez de venir a resolver problemas pendientes en un sábado a tan dramáticas horas de la mañana, Lucía hubiese llegado hasta aquí para vacacionar. La doctora se presenta: se llama Kara Bermejo y le da la bienvenida señalando con la palma de la mano el biombo, detrás del cual los pacientes se desnudan para cambiar su ropa por la bata. Desabrochándose los pantalones de mezclilla, Lucía le pregunta, necia, por “Bermejo”, para romper el hielo, para aparentar soltura. La doctora le responde que es un apellido español, que es un apellido muy común en Manila. Su segundo nombre es Angélica, encaja el sonido de la g con fuerza. ¿Estás lista? Desde el lavabo, la doctora le guiña el ojo a Lucía, que se sienta sobre la camilla, mientras otra mujer en pijama de gasa morada, que se mueve de un lado a otro arrastrando los pies, como quien no quiere la cosa, sin avisar ni presentarse, estira el brazo de Lucía para tomar su presión. ¿Estás lista?, pregunta la doctora, con una sonrisa gratuita, arrimando un banco de metal frente a ella. Pa’ luego es tarde, piensa responder Lucía, pero las palabras no abandonan su boca, apenas asiente con la cabeza, acostándose boca arriba, disfrutando volver a una posición horizontal; no hace mucho, pues, que salió de la cama. La doctora sube los pies de la paciente a esos soportes de metal que Lucía siempre ha asociado con las espuelas que llevan los vaqueros. Después, la doctora toma sus rodillas y las separa en un solo movimiento hacia fuera. Abiertas las piernas, le pide por favor que tome aire. Lucía suspira con exageración y voltea hacia la puerta, donde su mirada encuentra a la mujer de los archivos, de la que ya le habían advertido en la sesión introductoria al tratamiento; también viste uniforme médico y sostiene una cámara en la mano derecha y un flash portátil en la izquierda. La fotógrafa se debate entre el encuadre y los movimientos de la doctora, quien introduce su mano enguantada en la joven vagina. Sondea el terreno. Lucía siente dentro algo parecido a un pulpo, con los tentáculos auscultándole las entrañas. Descansa la mirada en los bloques de yeso blanco agujereados del techo. Vibra el teléfono celular en su bolso. Cierra los ojos, ha de ser su madre desde México, ha de ser que está preocupada por ella, hace una semana o así que no hablan; y otra vez necesita que Lucía le mande dinero. Lucía querría olvidarse de que en un par de horas comienza su turno matutino en el restaurante, querría quedarse dormida en esa fría camilla mientras la doctora la manosea, entregando su cuerpo entero como una ofrenda para la ciencia. A lo lejos, desde otra habitación, se escuchan los gritos de una mujer adolorida, que parece llorar con pájaros atorados en la garganta. Lucía abre los ojos y se pregunta a qué endemoniado tratamiento habrá sometido su cuerpo aquella mujer. La consuela pensar que pasarán los días, y con los días pasarán los molestos efectos secundarios de las medicinas, los retortijones, los pánicos ocasionales, las deformaciones se desvanecerán y esos cheques por fin llegarán en el correo para ambas. Vuelve a mirar hacia abajo y encuentra el cabello de la doctora, negro, lacio y grueso, envidiable. No siente la necesidad de empujarla sino ganas de acercarla, precisamente cuando la doctora se endereza. La doctora le informa, entonces, de sus sospechas: no se trata de uno sino de dos fetos. Se quita los guantes, los hace bola y los encesta en el bote de la basura en la esquina del consultorio. No mover, dice la doctora, explicándose con las palmas de las manos hacia bajo. Lucía cuenta con los dedos sobre su frente sus últimas relaciones sexuales, Jaime, Greg, Tomás, piensa en la última vez que menstruó, recuerda las indicaciones de este tratamiento, están en el folleto, están en el contrato que firmó, ella sabía y aun así se embarazó. Piensa que no tiene un centavo, que qué pinche desmadre, y aunque no cree en nada ni en nadie, entrelaza los dedos de las manos y se repite en silencio que, por favor, Diosito, que sea un error.

Las llantas del carrito que empuja la doctora rechinan contra la losa del piso. Lo coloca a un lado de la camilla y, en lo que el aparato termina de encenderse, la doctora se enguanta de nuevo y de un tubo como de pasta de dientes empuja un gel transparente que esparce sobre el vientre de Lucía. Ella mete la panza ante el frío del gel. I know, dice la doctora al tiempo que toma una extensión del aparato que pasea por el área del útero. Yeah, yeah, yeah: two babies or two, you know, something, la doctora finge un escalofrío. Con el ceño fruncido Lucía mira la pantalla donde al parecer la doctora distingue, entre ondas blancas sobre un fondo gris, dos figuras que confirman dos hijos. No son gemelos, puesto que viven en placentas diferentes, reporta la doctora con la autoridad de un explorador que regresa de una aventura por las profundidades ajenas, esperando una respuesta de la paciente, quien deja caer su cabeza sobre la camilla. Pues abortemos a los dos, contesta Lucía, como si se tratara de un par de caries. La doctora canta un alright, más bien como de Harlem.

Ilustración: Shukare

Aquella vez que vino a la clínica donde se prueban los nuevos medicamentos, primero en animales y después en personas, un científico explicó con una presentación en Power Point que, en este estudio, ninguno de los pacientes sabría qué tipo de inyecciones le tocaría. Podría tratarse de un líquido que viaja por la sangre hasta el cerebro y es ahí donde se hace amigo —esta última palabra el científico la entrecomilló—, de las sustancias que permiten que dos neuronas se comuniquen. Lo que el tipo de la farmacéutica quiso decir es que el futuro medicamento, que ya había conseguido sosegar ratas, se mezcla con los neurotransmisores para actuar en la sinapsis. Y así, continuó con el asombro de un mago que extrae un conejo de un sombrero, tendrían por fin una vida tranquila. En la pantalla mostró diapositivas de alumnos concentrados estudiando en la biblioteca, chicos durmiendo y sonriendo al mismo tiempo, chicas comiendo con notable apetito, gente bailando en una fiesta y una diapositiva más con dos manos entrelazadas. ¿No quisieran tener una relación estable?, apuró el científico la primera parte de la presentación. O bien —se paseó, con las manos en los bolsillos de la bata por el escenario del auditorio con paredes color rosa, un rosa claro que se usa en las prisiones y que según los del instituto ha demostrado sedar al público—, a cualquiera de los participantes podría tocarle una inyección de nada, y se encogió de hombros. Un líquido neutro que no les hiciera ningún bien, pero tampoco ningún mal a sus cuerpos nerviosos, y que a la compañía le ayudaría a corroborar su hipótesis. Incluso les dijo a los presentes que ellos eran los elegidos que podrían hacer historia, si acaso esta nueva medicina resultaba ser el calmante del siglo. Y a pesar de que Lucía duerme con facilidad, no tiene miedos irracionales ni es perfeccionista, de verdad necesita los dólares; los cupones de masajes en el barrio chino y las muestras gratis de suplementos vitamínicos tampoco le vendrían mal. Además, no es como aquella vez que les prohibieron beber, “ni una, ni media, ni un traguito de cerveza” durante seis meses, cuando participó en el estudio que se proponía eliminar de manera permanente la menstruación. Esta vez la fiesta estaba permitida. No recibieron ninguna contraindicación respecto al alcohol. También podrían bailar, saltar y hacer ejercicio tanto como les diera la gana, porque el útero no era en este caso importante y podrían tener sexo, siempre y cuando minimizaran los riesgos de embarazo. Así que el mismo día de la sesión introductoria recibió la primera de veinte inyecciones.

La doctora con ojos rasgados extrae de su vientre dos larvas viscosas. Se las acerca haciendo una cunita con las palmas de las manos. Guácala, dice Lucía, y a pesar de que la doctora no sabe qué significa la palabra replica, Oh, yeah, y pronuncia woooaaacalaaaa, dilatando los sonidos. Recuerda, le reprocha la doctora, en inglés y con un gesto vomitivo, es muy, muy importante tomar anticonceptivos durante los tratamientos, a menos de que tengas planeada una asquerosa familia. La doctora deja caer las larvas en un frasco que sostiene la enfermera, las larvas se deslizan encorvadas y se retuercen en su baba. Lucía se siente apedreada por las palabras de la doctora, que se quita los guantes, le dice que puede vestirse y se dispone a llenar los formularios. Cuando sale vestida del otro lado del biombo, la enfermera está cerrando con presión el frasco y se lo muestra a la fotógrafa, quien enfoca la lente para no perderse los detalles, los pliegues húmedos, los tonos crudos. La luz de la cámara trepa hasta los ojos de Lucía, todavía cansados. ¿Las quieres?, pregunta la doctora, levantándose para concluir la consulta y atender al siguiente paciente. Lucía no sabe qué decir, está lampareada, pero por decir algo tartamudea: Yes, sure. La enfermera deja sobre el buró el frasco con los bichos moviéndose. Thank you, se obliga a responder, mirando a sus retoños. La doctora se despide sonriente: Es mi pleasure.

Imagen de portada: Morris Hirshfield, Niña con palomas, 1942