Cuando la madre de la ambientalista estadounidense Terry Tempest Williams estaba muy enferma de cáncer, le legó a su hija 54 cuadernos: “Prométeme que no vas a verlos hasta que me haya ido”, le dijo. La hija le dio su palabra, sorprendida al enterarse de que su madre llevaba diarios. Semanas después abre los cuadernos y descubre que todos están en blanco. Parece una broma cruel, un golpe que representa una “segunda muerte”. Sin embargo, entrenada en el budismo, Williams decide asumirlo como una suerte de kōan, una paradoja sobre la que hay que meditar. Cuando las mujeres fueron pájaros: cincuenta y cuatro variaciones sobre la voz (Ediciones Antílope), traducida con elegancia por Isabel Zapata, es el resultado de esa meditación: múltiples asedios en busca de dilucidar el significado de esos cuadernos vacíos. Williams (1955), cuya obra es poco conocida en el mundo hispanoamericano —sólo se ha traducido al español otro de sus libros, Refugio (Errata Naturae, 2018)—, es una pionera ecologista que ha estado en la primera fila de la lucha por el medioambiente en su estado (Utah) y en su país desde los años ochenta. Se hizo célebre por su defensa de las áreas silvestres de Utah en los noventa —Testimonio, el libro en el que, junto al escritor Stephen Trimble, compiló artículos de veinte escritores defendiendo el territorio, fue mencionado por el entonces presidente Bill Clinton como “fundamental” para la victoria de la causa ambientalista— y terminó incluso siendo expulsada en 2016 de la Universidad de Utah, en la que trabajaba desde el 2003, debido a su encendida pelea contra las políticas federales de energía en áreas protegidas del estado. Su expulsión se tradujo en un ascenso: ahora es escritora residente en la legendaria Divinity School de Harvard. Cuando las mujeres fueron pájaros entra y sale de la vida pública y privada de la autora: es una suerte de memoria desordenada, que nos entera de algunas de sus luchas ambientalistas y también nos cuenta de sus relaciones intensas con su madre, su abuela Mimi y su esposo Brooke. Williams narra todo eso sin perder el objetivo principal de su libro, los cuadernos vacíos. La primera respuesta que se le ocurre apunta a la dificultad que han tenido las mujeres a lo largo de la historia para soltarse y encontrar su voz: se trata de ocultar los deseos propios para vivir en función de los demás: “Es propio de las madres mantener el mito de que nuestros problemas no nos pesan… Enmascaramos nuestras necesidades con necesidades ajenas”. Así, es como si las mujeres sólo pudieran vivir “bajo la luz directa del sol”; la vida privada es un lujo. Williams escribe de manera conmovedora sobre las relaciones con su madre y su abuela: este mundo femenino es uno de constante aprendizaje sobre las lecciones de la naturaleza y sus ciclos. A su madre la relaciona con su conexión primordial con el agua —la autora nació en California, “al borde del Pacífico”—:
el océano como madre es fascinante por su poder, una fuerza creativa que puede consolar y destruir. Mi madre y yo llegamos a confiar una en la otra en la playa donde nos sentábamos… comprendíamos la paz y la violencia a nuestro alrededor;
también aprende, escuchando el cuento musical “Pedro y el lobo” que su madre les ponía a Terry y a su hermano, que “cada voz es distinta y tiene algo que decir. Cada voz merece ser escuchada”. Con su abuela Mimi, fanática de las guías de campo sobre árboles, flores y mamíferos, aprende a admirar la naturaleza y su diversidad: en las páginas ilustradas de la Guía de campo de las aves occidentales la abuela anota la fecha y el lugar en que vio por primera vez el pájaro que aparecía en la ilustración; Williams adquiere luego la misma guía e imita a la abuela y profundiza la conexión:
muchas de las primeras especies que vi coinciden con las que vio Mimi, y se detona un recuerdo. Vi por primera vez una tangara aliblanca en casa de mi amiga Gayle Platt… le pedí que me dejara llamar a mi abuela, y así lo hice. Mimi tardó unos minutos en llegar en su Cadillac de acabados dorados y dejó que cada niña en la fiesta viera, a través de sus binoculares, al pájaro rojo, amarillo y negro.
Cuando las mujeres fueron pájaros es también el aprendizaje de una mujer en la escritura: Williams recuerda su adolescencia y cómo después de cada experiencia siente la necesidad de escribir sobre ella. “¿Qué se toma en cuenta para tener una voz? Valor. Ira. Algo que decir, alguien a quién decírselo; alguien que escuche”. Pensando en los diarios de su madre, la escritora se acuerda de Emily Dickinson, que mantuvo sus poemas en secreto porque, como sugiere la poeta Susan Howe, “en el espacio del silencio… el poder ya no es problema, el género ya no es problema… la idea de un libro aparece como una trampa”. Sin embargo, en la cultura mormona, de la que proviene Williams, ella recalca que a las mujeres les gusta llevar diarios como forma de registrar los “sucesos cotidianos de nuestras vidas”. Su madre entendía eso, pero prefería el silencio misterioso de la página en blanco. Ella, en cambio, quiere ser leída y escuchada: sabe del peso de las palabras y de la “dolorosa curiosidad” que la lleva a “destapar lo que está royendo tus huesos”. Williams cuenta su relación con las aves, sus inicios como profesora, la vez que casi fue asesinada por un psicópata, su entrega al movimiento ambientalista en Utah y su ingreso en la lucha política. A ratos es cursi: cuando muere Wangari Maathai, una activista keniana que admira, “mis lágrimas se convirtieron en lluvia y un colibrí de garganta roja voló directamente hasta mí. Lo miré y sonreí”. A ratos esa cursilería revela ideas y generalizaciones problemáticas:
lo que una mujer nunca olvida es que cuando permite que un hombre le haga el amor, hace un pacto con los ángeles en el que, de ser concebida una criatura en ese momento, ella sostendría su vida.
En la metáfora principal que da título al libro, la activista imagina que alguna vez las mujeres fueron así, capaces como los pájaros de moverse a través de una ruta que ellas mismas creaban. El tiempo y la historia hicieron que las mujeres perdieran esa capacidad. Su libro postula la recuperación de ese momento celebratorio de libertad; sin embargo, habría que preguntarse cuánto de verdad atrapa esa metáfora. Pese a algunos pasos en falso, la escritura de Williams es inteligente y sensible en el intento complejo de entender a su madre sin dejar de respetar el misterio: “Hay un arte en la escritura, y no siempre es el de la revelación”; “Nunca sabré qué estaba intentando decirme al no decirme nada. Pero me lo puedo imaginar”. Con un manejo maestro de la paradoja, la autora especula sobre la necesidad de encontrar la voz a partir de los cuadernos vacíos de su madre.
Imagen de portada: C. Gilbert Wheeler, Atlas zur Naturgeschichte der Vögel. Library of Congress