Hacer el Mal por el Mal, practicar intencionalmente lo contrario de lo que se cree que es el Bien, querer lo que no se quiere: eso es, en un resumen melancólico pero también grandioso, la vida de Charles Baudelaire. Primero sintió “en su corazón de niño” un éxtasis por la vida, para luego horrorizarse con ella. Después fingió escoger a un Dios que lo protegiese, pero sólo para entregarse aún más a un Demonio que le daba placer. Perjuró la verdad y predicó la mentira. Defendió el trabajo productivo de su sociedad capitalista en ascenso, pero nunca trabajó: era un haragán que reconocía, tristemente, “el carácter inútil de las cosas”. Si bien vistió las mejores ropas y frecuentó los ambientes más finos, donde encontró sus motivos de gozo fue en las tabernas y en los cuerpos de las mendigas. Dicen que no mereció la vida que tuvo: murió joven, insatisfecho con el mundo y con él mismo, y dejó una obra de poesía y de crítica que pocos entendieron en su época. Esa obra constituye hoy uno de los hitos de la literatura. Lo son, con justicia, Las flores del mal. ¿Qué clase de maldiciones, torturas y angustias se ocultaban tras ese título de gran belleza? Para saber eso ya se escribieron más libros que la obra de Baudelaire en su conjunto. Las preguntas comienzan en la infancia del poeta.
Buen alumno, hijo mimado de una madre a la que adoraba incluso cuando se disponía a criticarla, el primer acontecimiento importante en la vida de Charles Baudelaire fue el matrimonio de esa madre adorada con un general que nunca lo aceptó. ¿Sería esto verdad? ¿O sólo la primera mentira del niño resentido, que veía desaparecer su relación privilegiada y única? “Mi marido adoraba a Charles”, diría más tarde su madre, en una carta a un amigo en 1868:
Admiraba su inteligencia, quería para él los más altos puestos en la vida social, lo que no era imposible, pues el duque de Orleans era amigo de mi marido. Nos quedamos atónitos cuando Charles rechazó todo lo que queríamos hacer por él y nos comunicó su deseo de ser autor. ¡Qué desencanto! ¡Qué tristeza! Resolvimos entonces mandarlo de viaje.
Era un rompimiento que Baudelaire no soportó. Apenas empezó el viaje —tenía entonces veinte años— y ya pensaba en volver, lo que hizo diez meses antes de lo previsto. ¿Qué hizo en ese viaje? Primero, descubrió el placer de otros paisajes, que celebraría en su obra pero que nunca trató de repetir. Conoció, también, a una niñera negra y se apasionó por ella. Mimado, se exponía al sol por horas, quejándose del dolor de panza, para que ella viniera a socorrerlo. Pescó una sífilis que nunca más lo abandonó. Y le cantó a la amada en verso:
Au pays parfumé que le soleil caresse Une dame créole aux charmes ignorés
En el país perfumado que el sol celebra Una dama criolla y de encanto ignorado1
Es cierto que escribió poemas desde que estaba en la escuela. “A una dama criolla” ya revela algunos temas de Las flores del mal (como el simbolismo del perfume y del encanto de una belleza insólita), pero Baudelaire todavía no los tomaba tan en serio como para publicarlos. No es el poeta, sino el crítico de pintura quien será editado primero. Cuatro años después del viaje, escribió un ensayo, “El Salón de 1845”. Algunos meses más tarde, se leía en la cubierta de una publicación de Pierre Dupont el anuncio de un volumen de versos de Baudelaire, llamado Les Lesbiennes (Las lesbianas). El aviso apareció de nuevo en el volumen del año siguiente, Salón de 1846. Crítico y poeta, a los 24 años Baudelaire ya había establecido la doble orientación de su obra: la reflexión y la emoción, el pensamiento estético y la creación poética.
¿Cómo era en esa época? Primero, es necesario decir que no usaba ni un hilo de ropa que no fuera absolutamente impecable. Siempre de negro, a toda hora, en toda estación, llevaba una barba ligera que no le alteraba las facciones. Hablaba pausado y con gran dignidad, usando con inteligencia su voz acompasada, elocuente y muy bonita. Cabello negro, muy corto —al contrario de la moda—, cerrado en la juventud, escaso en la vejez. Ojos castaños claros, muy suaves. Era de un dandismo sobrio, pero a los ojos de su amigo Théophile Gautier —a quien dedicó Las flores del mal— algo endomingado y desagradable para el “verdadero gentleman”. Pero era un verdadero gentleman, al contrario de lo que se divulgó sobre él. Cuando lo presentaron a una señora parisina —su fama de poeta maldito ya corría por la ciudad—, escuchó lo siguiente de ella: —Pero usted es tan educado, tan fino. ¡Pensaba que era un borracho! Esa fama, se sabe hoy de dónde vino. El primero de junio de 1855 comienza la historia de Las flores del mal, libro destinado a revolucionar la poesía francesa. Es cuando la Revue des Deux Mondes publica dieciocho poemas bajo el título general de_ Fleurs du mal_, que fuera sugerido a Baudelaire por su amigo Hyppolite Babou. Otro amigo, el editor Poulet-Malassis, compra los poemas y los edita en 1857. Entonces interviene la policía. Un artículo venenoso, publicado en el Figaro, atrae una indeseable atención y hace que se esparza el rumor de que el libro está “más que podrido”. El 20 de agosto, seis poemas (las llamadas “Piezas condenadas”) son obligados a eliminarse del libro. Otras ediciones le disgustaron a Baudelaire y no permitió que salieran. Comenzó una lucha con su propia obra: corregía y modificaba todo, agregaba nuevas piezas y, por eso, cambiaba constantemente de editor. La última edición que vio publicada fue la segunda, en 1861. La muerte le impidió tener una edición que fuera de su completo agrado.
Sin embargo, ¿habría bastado la presencia de ciertos temas escabrosos en Las flores del mal para que el poeta se transformara en un maldito? ¿Habrían sido suficientes ciertas imágenes torturadas, algunas descripciones impactantes, para que Baudelaire fuera excluido de la república de las letras del siglo pasado?2 Para saberlo sería necesario, primero, conocer el carácter de Baudelaire, y después el carácter de la literatura que se practicaba en la época. Como la ética del hombre es siempre más ambigua que la moral de la literatura, es mejor hablar inicialmente del romanticismo del que Baudelaire es heredero, y en seguida intentar comprender el carácter singular del poeta en sus relaciones con la época. Porque Baudelaire, aunque haya tenido pocos amigos en vida, aunque haya sido un inadaptado en sus relaciones con las personas, formaba parte de un movimiento general que, para bien o para mal, ejerció una profunda influencia en lo que escribió. Ese movimiento es el realismo. En líneas muy generales, es correcto decir que al romanticismo, que fue una literatura de imaginación y sentimiento, le siguió el realismo, que fue, sobre todo, una literatura de análisis y crítica. La realidad pasa a ser primordial: el mundo físico es la primera y la principal impresión, las ideas y los sentimientos son su consecuencia. El año es 1850. En la poesía, el realismo se llama parnasianismo. Sus héroes: Leconte de Lisle, Sully Prudhomme, Villiers de L’Isle-Adam, José Maria de Heredia, François Coppée, Léon Dierx, Stéphane Mallarmé, Paul Verlaine, Catulle Mendès, Théophile Gautier, Théodore de Banville, Charles Baudelaire. Muy diferentes entre sí, tenían algunas cosas en común: cierta impersonalidad, cierta repugnancia por la confesión pública de los dolores sentimentales. Sin embargo, no querían ser impasibles, querían ser racionales. Por esto mismo, instituyeron un nuevo y muchas veces vigoroso culto a la forma. De todos ellos, sólo tres —Mallarmé, Verlaine, Baudelaire— tuvieron influencia hasta nuestros días. Si Baudelaire es un heredero del romanticismo, también es una de sus víctimas. La novedad de su poesía no era tan radical para llegar a negar el movimiento que la precedió. Su célebre poema “Bénédiction”, escrito hacia 1850, es un ejemplo ilustre de esa influencia que marcó su obra. Como tantos románticos, Baudelaire nos habla de un contraste en su poema: el poeta es un ser maldito, pero tiene una vocación sobrenatural. Es uno de los lugares comunes más encontrados en el romanticismo (basta recordar a Vigny) y ni por eso Baudelaire lo rechazó; al contrario, parecía encontrar cierto placer en él. La poesía general del realismo, y muy especialmente la suya, insistía en reubicar los temas que lo remitían al pasado, a cosas perdidas, a angustias irrecuperables. El Baudelaire crítico cedía, con frecuencia, al Baudelaire romántico: uno observaba con gran lucidez el París de su tiempo, el otro se abandonaba por completo en los momentos de flaqueza. Esa división, descrita aquí de forma sumaria, es de gran importancia para comprender la vida y la obra de Baudelaire. Resultaría incomprensible e incluso gratuita, si no se tomara en cuenta la época en que Baudelaire escribió y lo que pretendía la poesía realista que él practicaba.
Porque, si Baudelaire no mereció la vida que tuvo, tampoco pudo vivir otra vida. La única que le fue dada alcanzó su gloria y su sufrimiento. Ésta no es sólo una cuestión literaria. Es posible presentar algunos datos duros de esos 46 años del poeta. Entre el nacimiento y la muerte de Baudelaire, Europa quedó atravesada por una red de vías férreas, que multiplicó la circulación de las riquezas. La producción capitalista, en pleno ascenso, abre la perspectiva de un crecimiento infinito de sus fuerzas y coloca ese crecimiento como fin; reserva la mayor parte de los productos del trabajo con el objetivo de incrementar los medios para producir todavía más. Del lado de los obreros, que no se oponían a la acumulación, esa operación debía ser rechazada en la medida en que se limitaba a las perspectivas del lucro personal de los capitalistas; sin embargo, surgió una contrapartida importante: dio lugar al movimiento proletario. Del lado de los escritores, como ponía fin a los esplendores del antiguo régimen, sustituyendo a las obras gloriosas del pasado por objetos y conceptos utilitarios, provocó la protesta de los románticos y después de los realistas. Para el proletario, la protesta apuntaba al fin de la esclavitud del hombre por el trabajo. Para el escritor, se trataba de evitar que el hombre se transformara en un apéndice de lo útil. Esa protesta, sin embargo, cayó varias veces en la exaltación ingenua del pasado, que se oponía arbitrariamente al presente. Baudelaire sacó de la inutilidad de sus esfuerzos lo que otros sacaron de la rebelión. Se encuentra en la primera línea de los que presintieron la llegada de nuevas condiciones para la producción artística. Mucho antes de la victoria definitiva de los medios masivos de comunicación, antes del predominio absoluto de las técnicas de reproducción, el artista moderno ya sentía escasear a su alrededor la experiencia del aura. El aura, como lo demuestran los estudios modernos, puede ser definida como el carácter de originalidad de la obra de arte. Original y única, por ejemplo, era la estatua colocada en los templos y que exigía un ritual para que fuera contemplada. Estaba situada en un local intencionalmente inaccesible y el espectador tenía que comparecer en el templo o el museo; la estatua se perdía como objeto para que el espectador estableciera una relación mágica. El Renacimiento, con sus valores paganos, y la Revolución industrial, con su producción en masa, modificaron este tipo de relación hasta el punto en que prácticamente la destruyeron. La intuición de Baudelaire, en ese caso, no fue sólo la de percibir ese presente, que de modo tan violento se oponía al pasado. Baudelaire vio más allá: para él, la decadencia de un tipo de experiencia artística (la experiencia del aura) era síntoma de otra decadencia, mucho más grave; era la decadencia misma de los valores auténticos; era la caída de la calidad, a favor de los valores inauténticos de la cantidad. En resumen, una degradación. Baudelaire lo percibió mejor que nadie. Sin embargo, no tenía armas para enfrentar esa realidad. En una carta a su madre, con fecha del 26 de marzo de 1853, escribió:
En resumen, esta semana me fue demostrado que puedo realmente ganar dinero y, si lo invierto bien, más dinero todavía. Pero los desórdenes precedentes, además de una miseria incesante y un nuevo déficit por cubrir —en suma, mi tendencia soñadora— anuló todo.
Siete años después, el 21 de agosto, aún era el mismo:
Moriré sin haber hecho nada durante la vida. Debía veinte mil francos y ahora debo cuarenta mil. Si tuviera la infelicidad de vivir todavía durante mucho tiempo, la deuda se puede duplicar. —Impotente, termina por escoger la rebelión— Un hombre útil siempre me pareció algo horrendo.
Aquí quedan esbozados los temas de la vida perdida, de las cosas irreparables, de los deseos insatisfechos. Sin embargo, en otra época escribirá, y esta vez con orgullo, que la inutilidad es la que le parecía horrenda.
De este orgullo desesperado y de esta impotencia declarada es posible sacar algunas lecciones. A estas alturas sabemos que el mal del poeta no nace exclusivamente de su carácter o de su psicología particular. Jean-Paul Sartre, que dedicó un volumen a Baudelaire, insiste en afirmar que las actitudes del poeta fueron escogidas. No obstante, se trata de un razonamiento destinado a demostrar la idea sartreana de que el hombre se hace cuando escoge su propio destino. Admitiendo que el individuo hubiera escogido —replica Georges Bataille— que el sentido de aquello que creó es dado socialmente por las necesidades a las que respondió. La obra de Baudelaire no expresa sólo la necesidad individual, sino que es consecuencia de una tensión material, históricamente dada desde afuera.
“Me mato —escribe Baudelaire en 1845— porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo.” “¿Yo, matarme? —dirá en 1861— es un absurdo, ¿no es verdad?” Volvemos a encontrar aquí la indecisión de Baudelaire. De ahora en adelante, observando más de cerca lo que escribió, es posible descubrir que las presiones de la sociedad y de la época no son las únicas fuentes de su dolor. Sufría con el mundo exterior, pero era dentro de sí mismo donde ese sufrimiento se multiplicaba y se erguía como una barrera de horror frente a su impotencia. Se trata, más o menos, del “puro tedio de vivir” del que habla Valéry. Sartre llega a afirmar que Baudelaire era un haragán y que en su pereza debía haber un aspecto patológico. Se comprueba con una carta a la madre, de 1857:
[…] lo que siento es un inmenso desánimo, una sensación de aislamiento insoportable… una ausencia total de deseos, una imposibilidad de encontrar cualquier distracción. El extraño éxito de mi libro y los odios que provocó me interesaron por algún tiempo, pero poco después me dejé caer de nuevo.
Esa pereza se torna más nítida cuando se sitúa al lado de la sensación del tiempo que pasa: a cada minuto somos masacrados por la idea y por la sensación del tiempo. Poco a poco el tiempo se transforma en una maldición. Baudelaire lo llama Enemigo:
Ô douleur! Ô douleur! Le Temps mange la vie, Et l’obscur Ennemi que nous ronge le coeur Du sang que nous perdons croît et se fortifie!
Devora el tiempo la vida, ¡oh suprema agonía!, Carcome el corazón el Enemigo traidor, ¡Crece por nutrirse de nuestra agonía!
Más adelante: “Tengo recuerdos como quien tiene mil años”. Y el tiempo, poderosamente simbolizado en un reloj que lo puede todo, llega a obsesionarlo:
Horloge! dieu sinistre, effrayant, impassible Dont le doigt nous menace et nous dit: “Souviens-toi!” Les vibrantes Douleurs dans ton coeur plein d’effroi Se planteront bientôt comme dans une cible
¡Reloj! Dios siniestro, aterrador y calvo Y cuyo dedo amenaza decirnos: ¡Recuerda! El dolor vibrante que, en el miedo, transborda, Quedará fijo en tu corazón como en un blanco.
Prisionero del tiempo, Baudelaire lamenta las cosas que no hizo. Sufre con los proyectos, las ambiciones y las decisiones retomados todos los días y desmentidos a diario. No quiere correr junto a ese tiempo. Para sentirse también encarcelado por el paisaje, avanza apenas un paso. La pereza del poeta se transforma en tedio. Nacen las visiones fúnebres, el miedo a la muerte:
Quand le ciel bas et lourd pèse comme un couvercle Sur l’esprit gémissant en proie aux longs ennuis, Et que de l’horizon embrassant tout le cercle Il nous verse un jour noir plus triste que les nuits;
[…] – Et de longs corbillards, sans tambours ni musique, Défilent lentement dans mon âme; l’Espoir, Vaincu, pleure, et l’Angoisse atroce, despotique, Sur mon crâne incliné plante son drapeau noir.
Y cuando pesa el cielo, cual tapa grave y sombría, Sobre el espíritu que gime y en el que sólo el tedio existe, Y del horizonte en fin abraza todo el círculo, Vertiendo un día negro y más que las noches tristes;
[…]
Y las carrozas fúnebres, sin música ni tambores, Pasan lentas por mí y la esperanza, de esta forma Vencida, llora; y la angustia se retuerce de dolor Y sobre mi cráneo planta su negro estandarte.
Ahí está lo que Auerbach denominó “horror desesperanzado”. Ese horror se puede encontrar en muchos poetas trágicos e historiadores de la Antigüedad, especialmente en Dante. No obstante, se trata de una forma especial de lo sublime, una salida humana, a través de la creación, para un mal de vida muy doloroso. En otras palabras, Baudelaire hizo del acto de crear el punto más alto de la vida, porque sólo él es capaz de superar al mundo. En palabras de Sartre:
Para Baudelaire, como para Kant, lo que el espíritu crea es superior a la materia: coloca en el mundo algo que no había ahí. La creación es libertad pura, produce sus propios principios, inventa su propio fin.
De esa creación soberana, en el centro de la cual se ubica Baudelaire, Sartre saca una conclusión inesperada:
Esto explica en parte el gusto de Baudelaire por el artificio. Las pinturas, los ornamentos, los ropajes, las luces, son para él una manifestación de la verdadera grandeza del hombre: su poder de crear. Después de Restif, Balzac, Sue, Baudelaire contribuyó a divulgar aquello que Roger Caillois llama el mito de la gran ciudad. Es que la ciudad representa una creación perpetua: sus edificios, olores y ruidos pertenecen al reino humano.
Esa ciudad, en la obra de Baudelaire, es París:
Fourmillante cité, cité pleine de rêves, Où le spectre en plein jour raccroche le passant!
¡Ciudad hormigueante y que al sueño se aviva En donde el fantasma al sol nos agarra del pescuezo!
París ocupa una parte considerable de Las flores del mal, bajo el título de “Cuadros parisienses”. El libro de poemas en prosa de Baudelaire se llama Spleen de París. Ahí habla de los viejos y las viejas de la ciudad, de sus ciegos, de sus pobres, mendigos, mujeres, de las personas que pasan. Pasan como esa París que cambia siempre, que sufre con el tiempo:
Le vieux Paris n’est plus (la forme d’une ville Change plus vite, hélas! que le coeur d’un mortel);
Muerta está la vieja París (la forma de la ciudad Cambia mucho más que el corazón de un infiel).
Ese amor a París, esa dedicación al verso como modelo de la creación, ese uso de la literatura como un ejercicio de nobleza, nada de eso libra a Baudelaire de su tedio de vivir. Poco antes de intentar suicidarse, escribió: “La vida es tan estúpida que es necesario sentirse igualmente estúpido para no acabar con ella”. Si la vida es estúpida, quizá a través de la literatura, ese acto que supera la vida, se volvía soportable. Pero Baudelaire también desconfiaba de los poderes de la literatura. Lo atormentaba su época de ascenso industrial y la embestida de los medios masivos de comunicación. Predecía un destino melancólico para la literatura:
La circulación de los grandes periódicos, la multiplicación de las gacetas, tan numerosas que pueden cubrir un desierto, le van a imponer a la literatura cosas tan áridas que será mejor no ver.
Ahora estamos en condiciones de saber que el dolor de Baudelaire tenía dos puertas cerradas irremediablemente. Para él, vivir era un poco lo contrario de expresarse; pero sólo podría expresarse a través de la experiencia vivida. Esa vida estúpida y esa literatura condenada le arruinarán el espíritu. Flaquea, escribe páginas absurdas y contradictorias. La prohibición de Las flores del mal lo sacude profundamente. A causa de ella se convierte en maldito, pero era como si la deseara; Sartre llega a acusarlo de adular a los jueces y de tramar su entrada a la Academia Francesa. Peor aún: se dejó juzgar por sus críticos policiales, pidió perdón; escribió que la Justicia lo había tratado de forma admirable y después se dedicó a perseguir una rehabilitación social. Su impulso de agredir las normas morales de la burguesía está atravesado de retrocesos, concesiones, disculpas. Su introducción al Salón de 1846 constituye, abiertamente, una defensa del burgués; combate el sentido peyorativo que se le da a la palabra, afirma que ésta es siempre respetable y se justifica con candor; es necesario atacar a aquellos a costa de quienes se vive. En Paraísos artificiales, en donde narra sus experiencias con el hachís y el opio, tiene cuidado de que no se le confunda con los toxicómanos. Se defendió de la posible escabrosidad de sus temas. Llegó a sostener que su programa consistía en una “guerra declarada a los vicios y las bajezas de la humanidad y en una maldición lanzada a todas las vergüenzas”. ¿Es posible imaginar una renuncia más completa que ésta?
Fueron necesarios, en todos los tiempos y en todas las naciones, dioses y profetas para enseñar (la virtud) a la humanidad animalizada y… el hombre, por sí solo, habría sido incapaz de descubrirlo.
Es en ese “hacer lo que no se quiere hacer” que Sartre y Bataille descubren la malignidad de Baudelaire. Sartre lo considera como un gran culpable y establece una diferencia entre su culpa y la del hombre vulgar:
El ateo no se preocupa por Dios porque decidió, de una vez por todas, que Él no existe. Sin embargo, el sacerdote de las misas negras odia a Dios porque Él es amable, lo ridiculiza porque Él es respetable, emplea su propia voluntad para negar el orden establecido, pero al mismo tiempo mantiene ese orden y lo sanciona más que nunca. Si dejara por un instante de sancionarlo, su conciencia volvería a estar de acuerdo consigo misma, el mal se transformaría, de súbito, en Bien y, sobrepasando todos los órdenes que no emanaran del mismo, surgiría de la nada, sin Dios, sin disculpas, con una responsabilidad total.
Sin embargo, Baudelaire no cree tanto en Dios como para temer al infierno; abomina esa responsabilidad frente a la vida. Aquí radica la relación entre el mal y la poesía. Sartre agrega que cuando la poesía toma al mal como objeto, las dos especies de creación, de responsabilidad limitada, convergen y se funden. Surge, así, una flor del mal. Baudelaire pertenece a esa aristocracia del mal, no es un culpable como los demás. Así como no tiene un Dios a quien temer o a quien implorar, tampoco tiene un infierno que lo amenace. Para él, la condenación es terrestre y definitiva. Sartre, citándose a sí mismo, aprovecha para afirmar que también para Baudelaire el infierno son los demás: es la censura ajena, la mirada del general Aupick, su padrastro, el consejo de familia. Es el mal, pura y simplemente, lo que lo fascina. Es una religiosidad a la inversa, dirigida al Diablo, la que lo conduce a “Las letanías de Satán”:
Ô toi, le plus savant et le plus beau des Anges, Dieu trahi par le sort et privé de louanges, Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!
Oh, tú, el ángel más bello y el más sabio Señor, Dios que la suerte traicionó y privó de alabanza, ¡Ten piedad, Satán, de esta larga miseria!
El Ángel del Mal es llamado a librar a la tierra de sus desgracias. Asume, poderoso, el lugar que es suyo y de donde un Dios lo expulsó. Baudelaire se rinde ante él, le implora como un fanático le suplica al santo:
Gloire et louange à toi, Satan, dans les hauteurs Du ciel, où tu règnas, et dans les profondeurs De l’Enfer, où, vaincu, tu rêves en silence! Fais que mon âme un jour, sous l’Arbre de Science, Près de toi se repose, à l’heure où sur ton front Comme un temple nouveau ses rameaux s’épandront!
¡Gloria y alabanza a ti, Satán, en las alturas Del cielo donde reinaste, y en las cuevas oscuras Del infierno en que vencido eres sueño y somnolencia! Haz que un día esta alma, bajo el Árbol de la Ciencia, Repose junto a ti, cuando en tu cabeza Cual templo nuevo sus ramas florezcan.
Transfigurar: ése es el proyecto de Baudelaire. Transfigurar la nada en cosa creada, transformar los objetos al sabor de la imaginación, ver en la artificialidad una intervención de la conciencia creadora. Sartre retoma una expresión de Comte para describir ese estado de espíritu: “sueño de una antinaturaleza”. En Marx y Engels se encuentra la palabra antiphysis. En ambos casos se trata de un pensamiento singular: usar el trabajo humano para poner fin a los errores, los tropiezos y las imprecisiones de una naturaleza ciega. Baudelaire, sin interesarse mucho por la nueva realidad de los obreros, pero mostrándose muy sensible ante el maquinismo industrial y la necesidad del trabajo, es arrastrado por esta corriente. Se trata de recrear el mundo, superarlo siempre; recordemos que quiere justificar una vida estúpida mediante la creación; ahora resulta fácil comprender que las realidades naturales no le significan absolutamente nada. “Usted me solicita versos para su pequeño volumen sobre la naturaleza, ¿no es cierto?”, le escribe a F. Desnoyers en 1855:
Sobre los bosques, los grandes robles, el verdor, los insectos y el Sol, ¿cierto? Sin embargo, sabe bien que soy incapaz de enternecerme en función de los vegetales y que mi alma es rebelde frente a esta extraña nueva religión que siempre tendrá, pienso, para cualquier ser espiritual, un no se qué de shocking. Nunca creeré que el alma de los dioses habita en las plantas y, aunque habitara ahí, poco me interesaría por ella y consideraría que la mía tiene un valor mucho más elevado que la de las legumbres santificadas.
Es, antes que nada, un hombre de la ciudad que prefiere los objetos geométricos, las líneas precisas que trazó la inteligencia. “El agua en libertad es para mí algo insoportable; la quiero prisionera entre las murallas geométricas de un puerto.” Baudelaire no quiere formar parte de la naturaleza. Para salir de ella encuentra primero la salida de una elevación, de un viaje a un sitio completamente exento de naturalidad:
Au-dessus des étangs, au-dessus des vallées, Des montagnes, des bois, des nuages, des mers; Par delà le soleil, par delà des éthers Par delà les confins des sphères étoilées.
Por encima de los pantanales, por encima de los páramos, Por encima del éter y el mar, por encima del bosque y el monte, Y mucho más allá del sol, más allá del horizonte, Más allá de los confines de los montes estrellados.
Sin embargo, no basta con escapar de esta naturaleza y buscar un limbo que sería, de nuevo, la nada. Es necesario negarla, escupirle con rabia; al mismo tiempo reconoce su importancia, percibe la imposibilidad de escapar por completo de ella. Se le atribuye a Baudelaire una frase que explicaría sus singulares relaciones con las mujeres: “La mujer es un ser natural y, por lo tanto, abominable”. Es que la mujer es una aliada de la naturaleza. Sin embargo, sus dos creaciones abominables no carecen de grandeza:
Quand la nature, grande en ses desseins cachés De toi se sert, ô femme, ô reine des péchés, – De toi, vil animal, – pour pétrir un génie? Ô fangeuse grandeur! sublime ignominie!
¿En la hora en que la naturaleza, en designios velados Se sirve de ti, oh hembra, oh diosa de los pecados, Para plasmar un genio, oh inmundo animal? ¡Oh grandeza de fango! ¡Oh ignominia inmortal!
“Grandeza de fango”, “ignominia”, “diosa de los pecados”, ¿qué significan estas expresiones en boca de Baudelaire? Muestran, en primer lugar, la fascinación del débil por la fuerza que lo subyuga. Conlleva un elemento de desprecio resentido, de rabia desenfrenada contra la mujer. Se adivina que el sueño de la antinaturaleza oculta una falta de adaptación sexual difícil de describir. Sin embargo, resulta evidente que el acto sexual lo horroriza. Primero, porque es natural y brutal y, luego, porque consiste en una comunicación con otra persona. Sartre lo compara con Buffon: mientras éste escribía con puños de encaje, Baudelaire usaba guantes para entregarse a los actos sexuales. De ahí surge la sospecha de fetichismo que pesa sobre él. Es el ritual, la ropa, el artificio, en fin, lo que fascina al fetichista. Es su modo egoísta de poseer al otro en la distancia, sin dar nada de sí y sin seguir las reglas de una naturaleza tan detestable. Sin embargo, se arriesgó intentando, una vez más, reinventar todo. No es la bella mujer de líneas sinuosas la que lo atrae, sino la prostituta miserable, la mugre, la enfermedad, los hospitales, los cuerpos arruinados. Y así llega una vez más al sufrimiento y al orgullo de una creación soberana, como en este retrato de Sara, “la horrenda judía”:
Vice beaucoup plus grave, elle porte perruque. Tous ses beaux cheveux noirs ont fui sa blanche nuque; Ce qui n’empêche pas les baisers amoureux De pleuvoir sur son front plus pelé qu’un lépreux.
[…] Elle n’a que vingt ans; la gorge, déjà basse, Pend de chaque côté, comme une calebasse, Et pourtant, me traînant chaque nuit sur son corps, Ainsi qu’un nouveau-né, je la tette et la mords. Et, bien qu’elle n’ait pas souvent même une obole Pour se frotter la chair et pour s’oindre l’épaule, Je la lèche en silence, avec plus de ferveur Que Madeleine en feu des deux pieds du Sauveur. La pauvre créature, au plaisir essoufflée, A de rauques hoquets la poitrine gonflée, Et je devine, au bruit de son souffle brutal, Qu’elle a souvent mordu le pain de l’hôpital.
Vicio más grave, ella lleva cabello postizo, Todos sus bellos cabellos desertaron su blanca nuca, Lo cual no impide que los besos amorosos Lluevan en su cabeza más pelada que la de un leproso.
[…] Tiene apenas veinte años; el pecho, ya caído Pende de cada lado como una calabaza, Y, aun así, arrastrándome cada noche sobre su cuerpo, Cual recién nacido, la succiono y la muerdo. Y a pesar de que muchas veces no tiene ni un óbolo Para lavarse el cuerpo y ponerse crema en los hombros La lamo en silencio, con más fervor Que la ardiente Magdalena lamía los pies del Salvador. La pobre criatura, extenuada de placer, Tiene el pecho hinchado de sollozos roncos, Y adivino, por el ruido de su brutal respiración, Que comió muchas veces el pan del hospital.
¿Sería entonces tan extraño que Baudelaire haya sufrido, más que cualquier otro, de las más variadas maldiciones que pueden afligir a la carne? Él las aceptó una por una, aborreciéndolas; sufrió por debilidad, pero también porque fue el más lúcido de los artistas de su tiempo. Su gusto por la comedia y por el artificio quizá sugería un fin prematuro. ¿Qué hacía en aquella iglesia de Namur el autor de “Las letanías de Satán”, cuando un ataque de parálisis lo tumbó al suelo? Enfermo, privado de la palabra, atado al lecho por una inmovilidad que no sólo le afectó el cerebro, presenció mudo los progresos de su mal. Desde el incidente en la iglesia, hasta su muerte, un año después, existe un relativo misterio. Murió en los brazos de su madre, rodeado de algunos amigos, y dando a entender que no había perdido nada de su lucidez. Al día siguiente de su muerte, el Figaro, el mismo periódico que había contribuido a convertirlo en un poeta maldito, escribió:
Tiene todavía una apariencia joven. Muerto, conserva los ojos abiertos, el mismo mirar extraño, inquisidor y torturado, del hombre que vive en las esferas sobrenaturales y que mantiene su visión sin cesar.
Versión original disponible aquí. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Paul Chabas, Los poetas del Parnaso, 1895 (Dominio público)