Suéltame. No permito que chamaquetes como tú me toquen. El uniforme no te da derecho a poner tus sucias patas sobre mi piel. Para empezar, detesto este lugar inmenso con sus pasillos interminables. Todo el mundo se precipita como animalito enloquecido. ¿Dónde queda la puerta A? No quiero perder el vuelo. ¿Dónde se toma la conexión? Detesto estos cuartitos de vidrio donde te instalas para hacerme preguntas insípidas que no entiendo. ¿Qué idioma hablas? Incluso a través del vidrio tu voz me llega dura y rasposa. Me da dolores de cabeza. ¿Nunca aprendiste a susurrar palabras dulces? Me preguntas de dónde vengo. ¿Qué quieres que te responda? Escudriñas las capas de ropa bajo las que me agazapo, observas los sombreros de paja que me pongo sobre la cabeza. Veo cómo miras de reojo mis piernas, te parecen pesadas y sin gracia; sin embargo tienen la valentía de los cerros que trepo desde mi nacimiento, me enseñaron la sabiduría de los árboles y la discreción de las nubes cuando se acerca la tormenta. Pero no ves mi verdadera edad, sólo el color cenizo de mis cabellos y la lentitud de mis movimientos. Eres ciego a las salpicaduras que ha dejado el mar en el fondo de mis ojos. No sabes que viví mucho tiempo antes de nacer, que conocí a tu padre incluso antes de que se le ocurriera atravesar los océanos. Desde la época en que comenzaba sus expediciones en nuestras islas, antes de que decidiera amarrarme para subirme a sus barcos infames, antes de que se le hiciera costumbre darme de latigazos, marcarme con sus sellos, ahorcarme una y otra vez; como si los disparos de fusil que yo recibía en la espalda y el pecho no bastaran. Como si necesitaran colgarme con una cuerda de los árboles que plantaron mis ancestros, bajo un sol que era mío, para verme desaparecer. Como si tus conquistadores hubiesen deseado que mi cuerpo se balanceara como un péndulo desesperado por la eternidad. Pero mira, tengo una vida difícil e incluso colgando de un árbol mi cuerpo no se hace pesado, conserva la ligereza de un pájaro que toma vuelo, su sombra se vuelve inmensa y majestuosa. Tus iguales dicen que estoy loca. Esa mujer sin historia en los ojos que me quería revisar antes que tú me preguntó si portaba armas. Le dije que sí, que mi risa es mi arma, que desde hace mucho tiempo la he usado contra ti, en los cerros del Cabo, en los tiempos en que yo era solamente una negrita que arrastraban de lado a lado, en los tiempos en que me llamaba Défilée y recogía los restos de un gran hombre, o cuando me llamaba Soledad y mi vientre crecía al ritmo de mis combates. O quizá en los tiempos en que me llamaba Queen Nanny y construía una ciudad, ¿o en ese entonces me llamaba Zabeth? Me encerraron y encadenaron tres veces. ¿Estaba yo loca cuando me fugué con ese collar en torno al cuello, la risa en los labios y las manos sobre las caderas? Mi risa es mi arma. No lo entendió, tu colega de aliento demasiado fresco como para ser honesto me obligó a entrar a una cabina, como un ataúd de vidrio, me obligó a subir los brazos como para fusilarme, yo no bajé la mirada, entonces ella recorrió todo mi cuerpo con un aparato. Ella buscaba armas. ¡Qué idiota! ¡Como si pudiera verlas!
De cualquier forma, ¿qué es esta manía de querer saber de dónde vengo, a dónde voy? Tú llegas a la casa de la gente sin invitación, sin saludar. Nunca dices “respect”. Tus helicópteros hacen ruidos que nos rompen las orejas, tus barcos ensucian nuestras bahías, llegas sin avisar, cualquier cosa es un pretexto para meterte a nuestra casa con tus marines y los otros lacayos que te siguen. Recuerdo cuando invadiste un pedacito de isla de menos de 350 kilómetros cuadrados. Ese mismo año, al otro lado del planeta, otros iguales que tú tramaban, fomentaban guerras y golpes de Estado. Tú querías proteger a los tuyos, eso dijiste de nuevo. Calzaste tus gruesas botas y con el pretexto de que tenías que proteger tus intereses, con un pesado ejército de soldados detrás de ti, lanzaste la operación Urgent Fury. Tus furias son siempre urgentes. Urgentes, lo suficiente como para invadir dos veces al hilo el mismo pedacito de isla. Lo suficientemente urgentes como para mancillar nuestros suelos una y otra vez. En cada ocasión necesitabas recurrir a la traición para controlar a nuestros gavilleros y cacos. No dudabas en quemar nuestras tierras, en sacrificar a hombres y mujeres, a fusilarnos, a enterrarnos doce pies bajo tierra. De hecho, siempre nos tuviste miedo. Desde antes, hace mucho tiempo, nos clavabas a las cruces, atabas nuestras cabezas a las estacas, nos quemabas vivos. Pero ya te lo dije, mi vida es dura. ¿Que si traigo fruta en mi maleta, ron, huesos humanos, maleficios o wangas? ¡Uy uy uy! Oh wow!, como dicen ustedes. La cultura ajena los pone incómodos, se diría. La imaginación les está jugando chueco. Tu colega de esta mañana ya me había preguntado lo mismo. Le respondo como a ti. Sí, estoy llena de maleficios, cuando hablo los escupo a tu alrededor, los percibes y tiemblas. Vengo llena de wangas para enseñarte a respetar al otro, para enseñarte a no tomar lo que no te pertenece, para enseñarte a no enriquecerte a mis costillas. Ay, mira, ahora te vas a enojar y me vas a revisar otra vez. ¡Qué manía tan detestable, chamaquito! Y eso que la primera vez, cuando me pediste que viniera a tu casa, me contaste todo tipo de historias para que me tragara el engaño. Al principio te creí, sembrabas el desorden en nuestra tierra y decías que allá, en la tuya, nos iría mejor. Bumidom,1 me dijiste, y abandoné mis islas, mis brisas marítimas y mis “hola, comadre”. Te seguí, pero cuando llegué allá me diste gato por liebre, me cubriste con harina de Francia y terminé convertida en un pan de fécula tan seco que se escapa entre los dedos como polvo sin sabor.2 Bumidon, pan de fécula rancio, Bumidon, mentiroso. También me cantaste tu Windrush, y te creí, te seguí. Abandoné mis árboles de mango, la cadencia de mis pasos en la arena, mis saludos de mano fraternales. Y cuando llegué allá, temblé de frío y de miedo porque vi tu verdadera naturaleza, un viento malvado y húmedo, un viento urgente como tus furias, un viento ladrón de sueños y de promesas. Bumidon, embustero, Windrush, mentiroso. Unas décadas más tarde, después de haber visto que el color de mi sudor se mezclaba al de tu asfalto, tocas a mi puerta y me exiges documentos. Me dices que yo no soy de tu tierra. A mí, que tuve que aprender a darle vueltas a la lengua para hablar como tú, yo que trabajé duro para mantener la cabeza en alto, para no sentirme indigna ante el espejo. Yo que eduqué a mis hijos allá, ese allá que se les volvió propio, ese allá que conozco mejor que mi casa de acá, que abandoné hace tantos años. Hoy te atreves a preguntarme de dónde soy. Me quitas la nacionalidad, me llamas guarra, me matas en tus cadenas industriales de producción y a golpe de hormonas en tus supermercados. Tu policía me acosa en los barrios calientes, de donde me expulsas. Pero yo te digo que la vida no está hecha solamente de guerras donde siempre ganan los mismos. Estoy de pie a pesar tuyo. Mira bien mis trenzas, mis rastas y mis steel drums. Cuentan una historia que tu finges olvidar, hablan de un presente cargado y rico como la vida. Llegan hasta ti aunque cierres los ojos para no verlos. Pataleas como un escuincle malcriado y levantas obstáculos gigantes para impedir que los desesperados pasen tus fronteras. Como un desquiciado cuentas los kilómetros para construir tu muro, pones cadenas a las esperanzas y barricadas a los sueños. Pero tú vienes a mi casa como si yo no tuviera fronteras, provocas catástrofes para ayudarme, según dices. Cargas con tu humanitario en el morral y acaparas mis sueños con tu “ayuda” que te enriquece y me empobrece. Me mandas incluso a tus herederos a practicar la violación de mis cerros y ríos. Deben aprender muy rápido a aprovecharse de otros. Construyes hoteles all inclusive donde debo servir a tus amigos, esos que me ponen cara larga cuando llego a casa de ellos. No, no tengo nada que declarar. No vine para quedarme. Te traje unos colores para que veas el mundo como es, un caleidoscopio de tonos que van del azul al negro, unos sabores desconocidos que nunca descubrirás si no tomas el riesgo de quemarte el paladar, unas manos que no se tienden sino que se ofrendan, unos vocablos llenos de silencios y de puntos suspensivos porque las palabras son pacientes y tenaces, unos puños levantados porque el combate permanece en la punta del gesto. No tengo nada que declarar más allá de esta lección de hospitalidad que me hubiera gustado darte. ¿Será que un día podrás aceptarla?
Imagen de portada: Christian Camacho, Paciencia (detalle), 2019. Cortesía del artista
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Bumidom y Windrush fueron políticas de los gobiernos francés e inglés, respectivamente, para incitar la migración desde las Antillas y otras islas del Caribe hacia las antiguas metrópolis, necesitadas de mano de obra barata. Estuvieron en vigor entre los años sesenta y ochenta. [N. de la T.] ↩
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La autora juega con las expresiones rouler dans la farine (literalmente: “empanizar con harina”), que significa engañar, y farine de France (“harina de Francia”), que en las Antillas designa algo de buena calidad. La metáfora del pan de fécula (alimento antillano muy común) muestra en qué se convierten los antillanos cuando viven en Francia y envejecen. [N. de la T.] ↩