La cubeta se sumerge en la oscuridad y cae hasta que se escucha el choque con el agua. Subir esa cubeta con ayuda de las cuerdas, llenar las jarras y llevarla directo a la cocina para beber. Éste era el líquido que obteníamos del pozo de la casa de los abuelos. Ese pozo era uno de los dos que alimentaban todo el pequeño poblado en donde vivían. Experiencias como ésta son escasas en el mundo postindustrializado en el que nos desenvolvemos hoy en día. El agua, en su infinita fuerza, puede generar desastres, como lo ha retratado en múltiples ocasiones el cine estadounidense. Alejada de los grandes efectos especiales, pero sumamente humana, está la película documental de Betzabé García Los reyes del pueblo que no existe (2015).
El pueblo viejo de San Marcos fue cubierto de agua en 2009 por la construcción de la presa Picacho en Sinaloa. Cuando las lluvias torrenciales golpean esta entidad, la presa se desborda. Año con año el viejo pueblo de San Marcos desaparece bajo del agua por seis meses. En este lugar vive un puñado de familias. Jaimito, uno de los personajes principales, aparece frente a la cámara de la realizadora como un fantasma que invita a su visitante a conocer el lugar. Tal como sucede en Pedro Páramo, Betzabé se mezcla con el silencio pero también con el eco de las voces de las personas que ya no están. La presa, lejos de acabar con el pueblo, genera cohesión entre sus habitantes, quienes durante seis meses reviven su hogar para posteriormente perderlo de nuevo por la fuerza del agua. Los pobladores de San Marcos se dejan llevar por la corriente y a su vez se aferran a un espacio etéreo durante un periodo finito de tiempo. “La vida no tiene agarradera, estamos flotando en el Universo”, menciona uno de sus protagonistas. Otro tipo de resistencia es el que retrata Sergi Pedro Ros en Laberinto Yoéme (2019), en donde los miembros de una comunidad yaqui luchan por recuperar el agua que les fue arrebatada por la construcción del Acueducto Independencia, edificado en 2014 y que lleva el líquido a las ciudades de Hermosillo y Ciudad Obregón, lo que implica sacrificar el caudal del río Yaqui.
Esta cinta construye una narración en coro, donde se funde la lucha cotidiana con elementos místicos de la cosmogonía local. Los miembros de la comunidad se conducen con total soltura ante la cámara del realizador valenciano, un logro sobresaliente al tratarse de una sociedad que se ha mantenido lejos del escrutinio público durante muchos años. Los pies de un hombre yaqui recorren lo que alguna vez fue el río homónimo, hoy completamente seco. En contraste, los representantes yaqui viajan a la presa del Acueducto para presenciar el recorrido trazado por el agua que alguna vez cruzó sus tierras. La tristeza embarga a uno de los miembros del grupo cuando observa el gran caudal de agua que se pierde en el horizonte. La agricultura y la ganadería, únicas fuentes de ingresos en algunos casos, se han acabado y las comunidades, de por sí precarias, comienzan a sucumbir a la droga y a la pobreza. La importancia de llevar la lucha por el agua hasta sus últimas consecuencias es retratada por Eugenio Polgovsky en el que sería su último trabajo como director, el documental Resurección (2017), una película que adquiere otras dimensiones por su título y por el fallecimiento de su realizador antes de su estreno en salas.
El documental retrata la tragedia del río Santiago en el área de Juanacatlán, Jalisco. Conocido en algún momento como el Niágara mexicano, hoy en día es un manto acuífero totalmente contaminado que ha perdido la magia y belleza que tenía a inicios del siglo pasado. El documental deja esto muy claro en los primeros minutos mediante imágenes de archivo que combinan blanco y negro y color, donde el realizador acentúa el misticismo del Lugar. Vemos un espacio paradisiaco que contrasta con la espuma que hoy se levanta de la cascada y cuyas burbujas flotan en el aire; se trata de sustancias químicas industriales que han llegado al río. Las consecuencias de la contaminación del río Santiago se reflejan en la familia Enciso. En un momento de la película en el que uno de sus miembros habla dentro de una casa abandonada, el eco remite a una voz que viene del pasado donde las generaciones de sus abuelos le reprochan la pérdida del río a cambio de promesas falsas. Las empresas que llegaron al valle a finales de los años setenta prometieron trabajo; lo que obviaron mencionar fue que el costo a pagar era la vida cotidiana de las familias. Ya no se puede vivir cerca del río, ya no se puede nadar, ya no es posible subsistir de la pesca y del turismo. Por último, la tragedia del río trajo consigo la enfermedad de quienes habitan a su alrededor. Hacia el final de la película conocemos a varios vecinos de la familia Enciso con insuficiencia renal, algunos más con cáncer. Sofía, la pequeña de la familia, se muestra al espectador y acepta resignada los problemas cutáneos que cubren todo su cuerpo. El documental H2Omx (2017) de José Cohen y Lorenzo Hagerman, mediante una narración coral y más informativa, pone en pantalla el enorme problema que enfrenta el valle de México en cuanto a su abastecimiento de agua.
Sin alcanzar un discurso elaborado en cuanto al uso del lenguaje cinematográfico, pero sí mediante la presentación de datos duros, logra transmitir una fuerte angustia al espectador. La disminución de la cantidad de agua que se extrae del subsuelo del de este valle se agrava con la contaminación que sufren los mismos mantos acuíferos. Esta agua contaminada llega a estados como Hidalgo y Morelos, donde los agricultores la usan para el riego de sus parcelas: “La Ciudad de México nos manda excremento en forma de agua, nosotros se la regresamos en forma de maíz”, expresa categóricamente uno de los campesinos cerca del final del documental. Por último, Everardo González remite al ciclo de la vida personificado en el temporal de lluvias que viven los habitantes de la ranchería que da nombre a la película: Cuates de Australia (2011).
El paraje desértico donde residen estas personas es un lugar inhóspito; las familias recurren a un par de ojos de agua para abastecerse de un líquido café y terroso que los mantiene aferrados a sus animales y a sus terrenos. Conforme el documental avanza y la temporada de lluvias se retrasa, lo que agrava la sequía en la zona, las familias deben afrontar la decisión de abandonar sus casas en busca de una fuente de agua. Poco a poco vemos cómo los ojos de agua que abastecen al poblado se secan, pero la virtud del realizador yace en relacionar el destino del pueblo con la vida misma. De esta manera, desde el inicio del documental, de forma paralela a la sequía que afronta la comunidad, también observamos a una pareja que acude al doctor para ver el ultrasonido del vientre de una futura madre. El destino del bebé que viene en camino queda ligado a la historia de los habitantes de Cuates de Australia, de tal manera que, cuando la sequía está en el punto culminante en el exterior, escuchamos a un médico señalar que en el interior del útero escasea el líquido amniótico, lo que compromete la vida del bebé. En el documental pasa el tiempo y no cae una gota de agua, los habitantes del ejido comienzan a empacar sus cosas y las suben a sus camionetas. Mientras avanzan, dejan atrás casas abandonadas, que se cubren de polvo conforme las familias se pierden en el paisaje. La secuencia remata con la imagen de dos yeguas en los huesos, que avanzan por el camino hasta que una, la más joven, no puede más y cae. No le queda más que esperar la muerte. No obstante, Everardo González opta por un final esperanzador, aquel donde la vida se abre paso a pesar de la adversidad; el llanto de un niño que evoca el nacimiento del bebé que hemos acompañado en el vientre de su madre desde el inicio de la película anuncia la llegada de las lluvias y con ellas, el reverdecimiento del paisaje y el regreso de las familias a su hogar. Todo líquido plasmado en la película —ya sea que se trate de los ojos de agua, la sangre que cubre al recién nacido o el agua bautismal que se les pone en la frente a los niños— anuncia la llegada de la vida. El cine documental posee múltiples vocaciones relacionadas con aspectos de la realidad; es vehículo de denuncia, archivo, espejo social, exploración artística, objeto de reflexión individual y colectiva, etcétera. Muchas de las crisis que viven los mexicanos en materia de uso y acceso al agua parecieran ser invisibles a los ojos de las autoridades y de la opinión pública. Es posible que en estos casos el documental cobre también otro sentido, el de caja de resonancia, el de punto de encuentro entre el problema y quienes pueden imaginar sus soluciones. Es urgente llamar la atención, desde diversas disciplinas artísticas, campañas oficiales, programas educativos, hacia el hecho de que el recurso está agotándose rápidamente y pareciera que se puede optar por sacrificar al campo y sus habitantes antes de buscar verdaderas soluciones que nos permitan, como sociedad, garantizar el abasto suficiente para concluir el siglo que apenas inicia.
Imagen de portada: Fotograma de Eugenio Polgovsky, Resurrección, 2017