En 1995 viajé por segunda vez a la Sierra Tarahumara. La primera fue un año antes con un grupo de estudiantes que hacían su servicio social en una asociación civil dedicada a apoyar a tarahumaras presos en el Centro de Reinserción Social No. 8, ubicado en el municipio de Guachochi, Chihuahua. Las principales labores de la fundación eran de asistencia jurídica, pero también ayudaban a conseguir materiales para las artesanías que los reos elaboraban dentro del penal para venderlas y solventar sus gastos personales. Entre las artesanías había cinturones piteados, muebles de madera llamados enserillados y varios textiles, pero algunos indígenas también construían instrumentos musicales de la tradición rarámuri, como tambores, flautas de barro y violines, no sólo para vender, sino también para componer corridos; los testimonios poéticos de la vida miserable en cautiverio. Fue entonces cuando me interesó colaborar con la fundación y me uní al trabajo de uno de los estudiantes del grupo: Gustavo Barbabosa, igual que yo, un melómano y audiófilo empedernido. Junto con él, me di a la tarea de realizar algunas grabaciones, en la estación de radio del entonces Instituto Nacional Indigenista, de los corridos y composiciones realizados por los presos dentro del penal. La misión consistía en trasladar a los internos con los instrumentos que construían en la cárcel a la estación radiofónica para grabar sus canciones, siempre acompañados de custodios fuertemente armados para evitar que los peligrosos delincuentes escaparan en el trayecto. En uno de los traslados, al regresar de la estación, Gustavo y yo llegamos al Cereso para encontrarnos con la sorpresa de que la troca en la que venían los presidiarios y sus implacables guardianes, a pesar de que había salido de la estación varios minutos antes que nosotros, aún no llegaba a la prisión. Al darse cuenta de la posible fuga, el director del penal activó la alerta roja y los protocolos de búsqueda. Aproximadamente tres horas después, a lo lejos, apareció la silueta de cuatro personajes caminando lentamente hacia la cárcel: eran los dos internos rarámuris, cargaban sus instrumentos, a los custodios en estado de ebriedad y sus armas. Regresaron tranquilamente y explicaron lo ocurrido: al salir de la grabación, los sedientos guardias decidieron hacer escala en una cantina cercana, pidieron a los presos esperar pacientemente en la camioneta, los esposaron por delante, con toda libertad para escapar caminando si querían, mientras ellos se empinaban unas frías. Tiempo después los internos, preocupados de recibir algún castigo por regresar tarde al riguroso y puntual pase de lista en el penal, entraron por el par de borrachos a quienes encontraron inconcientes en una de las mesas. Sin posibilidad de manejar la camioneta, los pusieron de pie y en marcha para tratar de llegar a tiempo. Así, nada más, de regreso a cumplir con la condena sin pensar remotamente en el escape. Durante esa estancia, otros actos y anécdotas igual de nobles hicieron crecer mi interés en la cultura de la sierra y decidí regresar un año después por mi cuenta, para continuar con el registro de los corridos norteños y tarahumaras de los reclusos. Al año siguiente, en una coyuntura completamente fortuita, me reencontré sorpresivamente con Gustavo en la ciudad de Parral, Chihuahua, justamente cuando ambos tomábamos el autobús que en esa ocasión nos llevaría de nueva cuenta al Cereso de Guachochi, en pleno corazón de la Sierra Tarahumara, donde el bucólico paisaje sonoro se mezcla con los estallidos de potentes equipos de sonido instalados en los muebles (otra forma de nombrar a los coches en algunas partes del norte del país) para que “retiemble en sus centros la tierra” al son de Los Tigres del Norte, Los Alegres de Terán o cualquier otra popular banda norteña. En ese penal, como en cualquier otro del país, algunos presos recurren a las drogas y el alcohol para sobrevivir al cautiverio, pero escuchar y hacer música también es fundamental para evadir el infierno del encierro; los que no componen corridos, organizan bailes en el patio central. Para nosotros era importante conectar con la población del penal para ganar su confianza, ser empáticos con su situación y así integrarnos a ellos para documentar su entorno sonoro lo mejor posible, por lo que era común que nos invitaran a beber, fumar marihuana y bailar mientras los grabábamos en esos breves espacios lúdicos de fugas ilusorias. En esa ocasión Gustavo hacía el sonido directo de un documental de los tarahumaras; iba con un grupo de cineastas que llevaban un excelente equipo de filmación y audio profesional: entre otras cosas, una grabadora de audio con un excelente micrófono de escopeta y un par de audífonos profesionales. Escuchar el entorno con esas herramientas es una experiencia incomparable y una vez que se vive cambia por completo la concepción del sonido, pues son tan sensibles que captan desde sonidos generados a grandes distancias hasta los ruidos más sutiles, como una hoja de árbol al caer suavemente en la tierra. Básicamente nos ayudan a descubrir una realidad imperceptible al oído desnudo, como si fueran microscopios y al mismo tiempo telescopios, que revelan los astros y bacterias sonoras de nuestro alrededor. El penal se encuentra en una loma relativamente aislada del pueblo, pero cercana a una carretera. Se localiza en un punto silencioso donde lo único que se escucha, además de las actividades de los internos, son algunos animales y el esporádico ruido de los coches que circulan por la región. En el segundo piso del edificio hay una pequeña ventana elevada a casi tres metros de altura y con tres barrotes, donde los internos colocan unas bases de madera y se turnan para experimentar lo más cercano que tienen a la libertad, porque desde ahí sólo se alcanza a ver parte de una loma contigua, sus árboles y un tramo de la carretera. En alguno de aquellos momentos de relajación, mientras fumábamos marihuana con algunos de los lauderos tarahumaras y grabábamos un par de violines recién terminados por uno de ellos, pedí prestado el equipo de audio a Gustavo para acercarme a grabar los sonidos desde la ventana de la libertad. Me aproximé con el micrófono instalado en una caña telescópica, lo levanté hasta la ventana y lo dirigí al exterior. En ese instante, por primera vez escuché la sublime y elástica música doppleriana de la Sierra Tarahumara: “Amor prohibido”, de Selena. Sonaba robusta y fuerte en una troca muy veloz. Lo increíble fue que la canción se transformaba como plastilina tibia a medida que se desplazaba rápidamente por la carretera. El sonido se modificaba por el desplazamiento físico de su fuente (en este caso, un par de bocinas hiperpotentes colocadas en la parte posterior de una camioneta) debido a un fenómeno físico tan natural como común, conocido como efecto Doppler. En ese preciso momento pude imaginar un aspecto diferente, quizás utópico, de espacialización sonora, pues normalmente escuchamos la música de manera estacionaria en un contexto en donde no se mueven ni la fuente sonora ni el escucha (por lo menos a la velocidad mínima a la que el efecto Doppler puede ser percibido por el oído humano). En este caso de estaticidad, las ondas que se producen tienen una frecuencia constante y el frente de onda viaja simétricamente lejos de la fuente sonora a una velocidad constante. Imaginemos pues que lanzamos una roca a un lago y vemos como las olas circulares provocadas por el impacto se desplazan lejos del punto de entrada, de tal forma que podemos visualizar de forma sencilla la dinámica de propagación del sonido. Por el contrario, el efecto Doppler es el cambio en la frecuencia de una onda sonora que se mueve en relación con el escucha, es decir, la fuente sonora no se encuentra estacionaria. Un ejemplo puede ser el sonido de un auto Fórmula Uno: al acercarse al escucha, éste percibe el sonido del motor mucho más agudo y al momento en que comienza a alejarse gradualmente más grave. Todos los parámetros de la música, ya sean el armónico, el rítmico, el tímbrico, el estructural e incluso el espacial, se han concebido desde una noción estacionaria. Me pregunto si será posible cambiar el enfoque de propagación estática al que estamos acostumbrados para empezar a desarrollar una nueva sintaxis musical, quimérica si se quiere, que sume el desplazamiento físico de la fuente sonora a los métodos convencionales de espacialización. Una obra que me hace reflexionar al respecto es el Cuarteto de cuerda para helicópteros de Karlheinz Stockhausen, compuesto en 1993. En esta pieza, que es parte de la ópera titulada Wednesday from Light, el compositor alemán empleó cuatro helicópteros en los que introdujo a un músico en cada uno para tocar una pieza en pleno vuelo. Los ejecutantes siguieron las instrucciones de interpretación por medio de los audífonos que llevaban dentro de las aeronaves. Cada cuerdista tocaba una serie de gestos muy similares al sonido de las aspas de los helicópteros y aunque estos se movían con velocidad, la pieza siguió existiendo en el territorio de percepción estática porque lo que se escucha es el sonido de los instrumentos de cuerda dentro de las cabinas, como si estuviéramos (el intérprete y el oyente) cómodamente sentados en el sillón de una casa sin estar en movimiento. A partir de esta pieza surge mi fantasía de imaginar los helicópteros como trocas en la sierra, cada uno con bocinas colgantes hiperpotentes para amplificar los instrumentos del interior, sin tocar “Amor prohibido”, sino el tercer acto de Wednesday from Light, volando en todas direcciones sobre un público bajo la influencia del cannabis y estupefacto al percibir una increíble música elástica a través de la ventana de la libertad.
Imagen de portada: Elysian Quartet interpretando el Cuarteto de cuerdas para helicóptero de Karlheinz Stockhausen, 2013.