Escribir en español en los Estados Unidos hoy
Uno de los primeros actos de la presidencia de Donald Trump consistió en borrar el español de la página oficial de la Casa Blanca. No fue, como algunos lo explicaron en su momento, una medida transitoria con la que se pretendía mejorar la información contenida, sino una verdadera declaración de principios. Borrar es el nombre del juego. Hacer como que cincuenta y pico millones de hispanohablantes no viven y trabajan y producen en los Estados Unidos a los Estados Unidos, el segundo país donde viven más hispanohablantes en el mundo (sólo después de México). Los que todavía tenían esperanza de que el bravado nacionalista que caracterizó la campaña de Trump se transformaría, ya en la presidencia, en la toma de medidas más moderadas, entendieron que el verdadero invierno apenas estaba por empezar. Los ataques de Trump contra los inmigrantes, especialmente contra inmigrantes pobres y morenos de América Latina y, entre ellos, sobre todo los de México, son la firma de una agenda que promete devolver la grandeza blanca y homogénea a los Estados Unidos. Esa nostalgia por un mundo que nunca existió en esta nación de migrantes es la que lleva a cientos de miles a formar parte de esos coros demenciales que piden la construcción de grandes muros fronterizos, la proliferación de armas en las calles y el castigo a lo diverso y diferente. Tal vez no fue una mera coincidencia entonces que inauguráramos el Doctorado en Escritura Creativa en Español en la Universidad de Houston sólo unos meses después de que Trump llegara al poder, en el semestre de otoño de 2017. La presencia de programas de escritura creativa en los Estados Unidos es larga y está bien documentada. Empieza a inicios del siglo XX y se consolida en la década de los sesenta con una proliferación de los que Eric Bennett llama “talleres del imperio” cuando, dentro del contexto de la Guerra Fría, la enseñanza de la escritura creativa jugó un papel importante en la diseminación de valores norteamericanos por el orbe.1 Aunque el surgimiento de programas de escritura creativa en español es más reciente, es importante tomar en cuenta la presencia fundacional del Master of Fine Arts (MFA) en escritura bilingüe de la Universidad de Texas en El Paso, donde hasta hace poco dictó cátedra Luis Arturo Ramos, así como la más reciente fundación de los programas que albergan tanto la Universidad de Iowa, con la poeta española Ana Merino al frente, y la Universidad de Nueva York, con escritores como Lila Zemborain, Sergio Chejfec y Diamela Eltit entre su profesorado.
No es una exageración afirmar que abrir un programa de escritura creativa en español a nivel de doctorado justo en estos tiempos es un acto de militancia. Las universidades públicas, especialmente las designadas como Hispanic Serving Institutions, son todavía terrenos propicios para luchar contra la marejada neoliberal que se propone arrancar la educación pública de la vida de las mayorías. Tampoco es una coincidencia que sea en una de ellas, en uno de los campus más diversos de la nación, localizado, además, dentro de una de las ciudades más cosmopolitas de los Estados Unidos, que surja esta iniciativa. El Doctorado en Escritura Creativa en Español no sólo lleva la escritura al corazón de la academia norteamericana sino también sus tradiciones de resistencia, su irredenta pluralidad, sus múltiples acentos, su vociferación continua. Llega, quiero decir, menos para adaptarse a las reglas establecidas y más para aportar su visión y sus pedagogías, sus objetivos y sus modos de práctica cotidiana. Fred Moten y Stefano Harney han hablado ya sobre la presencia de los abajocomunes de la universidad —ese grupo de cimarrones embravecidos que lejos de acomodarse a la deuda universitaria, a la autoridad de la universidad, a la verticalidad de la universidad, emplean su tiempo y sus múltiples saberes para abrir puertas y ventanas—.2 Por ahí entra el aire del presente. Por ahí entra el aire de nuestra contemporaneidad. La historia, sin embargo, es larga. Y en ella intervienen no sólo los cambios demográficos de los últimos años y el ascenso de instituciones donde el español no sólo es ya, y con mucho orgullo, una lengua de trabajo, sino también una lengua que se presta por igual al pensamiento y a la creación. Está también, por supuesto, la creciente migración de escritores latinoamericanos a los Estados Unidos en el cambio del siglo xxi. Aquí, estoy menos interesada en las políticas de identidad involucradas en este proceso —los que escriben en español en EUA ¿se convierten en autores “americanos”, “mexico-americanos”, “pochos”?—, y más en las políticas de escritura, que son políticas con la materialidad del lenguaje, que caracterizan o podrían caracterizar el ejercicio de la escritura en español en los Estados Unidos.3 Me interesa, pues, su potencial.
Está claro que, cuando McOndo y Se habla español. Voces latinas en los Estados Unidos se publicaron en 1996 y en 2000, respectivamente, estas controversiales antologías reflejaron la creciente presencia de los Estados Unidos en el imaginario de los escritores latinoamericanos.4 Pero, como señaló Diana Palaversich en su reseña crítica de estos libros, “entre las 36 voces incluidas hay sólo 14 voces latinas, es decir aquellas que pertenecen a la gente de origen latinoamericano nacida o residente en los Estados Unidos. Otras 22 pertenecen a los autores que viven en América Latina y cuya vasta mayoría no ha vivido nunca en el Norte”.5 En efecto, muy a la manera de los escritores del Boom, a quienes los McOndistas percibían como el enemigo canónico al que habían jurado desplazar y reemplazar, algunos de estos autores desarrollaron una frágil o intermitente relación con los Estados Unidos, ofreciendo charlas aquí y allá, o dando clases semestres enteros en diversas universidades, pero rara vez estableciéndose de manera definitiva en los Estados Unidos. Éstos fueron los acaso privilegiados profesores latinoamericanos que impartían clase, pero que como profesores visitantes rara vez tenían que asistir a reuniones de comité o llevar a cabo el enorme aunque a veces invisible trabajo que mantiene en funcionamiento a la universidad en cuanto tal. El panorama no podría ser más distinto tan sólo 16 años después. Empujados por la crisis económica en España —una ruta migratoria bien apreciada por muchos escritores latinoamericanos durante el siglo XX— y atraídos por las oportunidades económicas ofrecidas por los departamentos de estudios hispánicos —los cuales no requieren que los autores hablen inglés—, muchos escritores de Latinoamérica lograron encontrar un lugar para vivir y para escribir en este país, continuando así con sus carreras, las cuales siguieron desarrollándose la mayoría de las veces en español y en conversación cercana con tradiciones latinoamericanas. Gustavo Sainz y Jorge Aguilar Mora están entre aquellos que cruzaron la frontera para vivir y trabajar en las universidades norteamericanas por periodos prolongados durante los años setenta, constituyendo una temprana generación de escritores “americanos” nacidos en México que vivían y producían en los Estados Unidos.6 Pero las plazas docentes en los departamentos de literatura o de español no habrían bastado para atraer de manera constante la atención de escritores del mundo de habla hispana por periodos largos de tiempo. Estos escritores —la mayoría hijas e hijos de las clases medias— no sólo necesitaban un lugar para vivir y trabajar, sino también un contexto, una atmósfera propicia para la escritura, y para la escritura en español además, en condiciones que ellos debían percibir como seguras y ventajosas comparadas con aquellas que habían dejado atrás. Dos procesos entretejidos se llevaron a cabo a principios del siglo xxi: por un lado, el ya mencionado surgimiento de programas de MFA en escritura creativa en español y, por el otro, y de manera simultánea, el creciente reconocimiento en el campo literario de que la escritura y la academia no eran necesariamente áreas opuestas, sino complementarias. Años de profesionalización promovida por el Estado —como en el caso de México, donde las becas y los apoyos editoriales han impulsado gran parte de la escritura que ha inundado el país en años recientes— o por el mercado —como sucede en España, donde las grandes casas editoriales y agencias literarias se consolidaron desde la mitad del siglo xx— resultaron fundamentales para debilitar la idea romántica de que los escritores —los verdaderos escritores— vivían fuera de la academia y de la sociedad por completo. ¿De cuántas maneras debemos decir que la torre de marfil del genio atormentado ha llegado a su fin? Una nueva generación de escritores migrantes de América Latina —que incluye pero no se limita a Edmundo Paz Soldán, Yuri Herrera, Valeria Luiselli, Lina Meruane, Pedro Ángel Palou, Álvaro Enrigue, Rodrigo Hasbún, Claudia Salazar, Carlos Yushimito, Carmen Boullosa— ha publicado importantes libros antes de establecerse en California, Nueva Orleans o Nueva York, pero la mayor parte de su trabajo reciente ha sido concebido y desarrollado mientras vivían y trabajaban en los Estados Unidos. Aunque para algunos ha sido fácil etiquetar, y con frecuencia desestimar, la experiencia de estos autores migrantes latinoamericanos al escribir en los Estados Unidos como el resultado lógico de procesos de globalización, dispuestos a adoptar y adaptarse a las maneras del imperio, estoy interesada en enmarcar esta experiencia dentro de lo que Spivak llamó planetariedad: un concepto que, en lugar de enfatizar la circulación de mercancías y capital, resalta las experiencias de los cuerpos cuando entran en contacto —tenso, volátil, dinámico— con un mundo en el que la naturaleza y la cultura están inextricablemente ligadas.7 En efecto, se puede ganar mucho reemplazando al “agente global” del mundo capitalista por el “sujeto planetario”, capaz de adoptar un sentido de alteridad “continuamente derivado de nosotros”. Porque, como sostuvo Spivak, “la alteridad no es nuestra negación dialéctica, sino que nos contiene tanto como nos expulsa”. El cruce de fronteras planetarias entre Latinoamérica y los Estados Unidos involucra una operación geopolítica con la colonialidad y sus límites. Como saben muchos inmigrantes que llegan a los Estados Unidos desde áreas periféricas del mundo, ricas en recursos naturales y con una intensa explotación laboral, hablar/escribir en español —una lengua percibida por muchos en los Estados Unidos como apta para el trabajo, pero no necesariamente para las artes y la creación— no es tan sencillo. Los autores migrantes latinoamericanos se enfrentan a dilemas difíciles, equiparables con lo que Silvia Rivera Cusicanqui ha llamado epistemología ch’ixi: “una suerte de conciencia del borde o conciencia fronteriza [… una] zona de contacto que nos permite vivir al mismo tiempo adentro y afuera de la máquina capitalista, utilizar y al mismo tiempo demoler la razón instrumental que ha nacido de sus entrañas”.8 Al analizar la cultura aymara contemporánea en el contexto más amplio de la explotación capitalista en Bolivia y Latinoamérica en general, Cusicanqui ha puesto especial énfasis en las diversas maneras en las que los “desplazadores semióticos” generan “un método de traducción e integración de entidades presentes y futuras”. Muestra, sobre todo, un interés especial en la producción de “una lengua ch’ixi, contaminada y manchada, un castellano aymarizado que permite un diálogo crítico con las propuestas desarrollistas estatales para el mundo rural”.9 Justo a la manera en que Guamán Poma de Ayala le escribió en español al rey de España, estos escritores migrantes latinoamericanos escriben ya sea en español o en inglés con el “ego colonial vigilante” a raya, mientras permiten que su escritura acoja una plétora de “conceptos básicos del orden social, vital y cósmico, y que dicen lo que las palabras no pueden expresar en una sociedad de silencios coloniales”.10
Marjorie Perloff ha llamado escrituras exofónicas a la práctica de incorporar palabras o sintaxis extranjeras a textos que, de otra manera, estarían escritos en un inglés convencional.11 Sus ejemplos se remontan a T. S. Eliot y Ezra Pound, y llegan hasta obras tan recientes como las de Caroline Bergvall, escritora y artista franconoruega, o de Yoko Tawada, la novelista japonesa que escribe también en alemán. Rehuyendo los contextos políticos y coloniales en los que estos intercambios suceden y limitando su análisis a las implicaciones formales de estas prácticas, Perloff desestima la dimensión política de aquellos que escriben, para decirlo en los términos de Cusicanqui, “al mismo tiempo adentro y afuera de la máquina capitalista [… para] utilizar y al mismo tiempo demoler la razón instrumental” y sus muchos lenguajes. La lingüista mixe Yásnaya Aguilar ha argumentado de manera persuasiva que la única diferencia entre las lenguas indígenas y otras en las Américas es que las primeras se las arreglan para sobrevivir sin un Estado que las respalde —o incluso a pesar de tenerlo en su contra—. Son lenguas sin ejército. El español, impuesto por la conquista y una experiencia colonizadora de al menos 300 años, es sin duda una lengua con Estado y ejército dentro de los territorios que conocemos como Latinoamérica (con la evidente excepción de Brasil y algunos otros países). Sin embargo, una vez que el español cruza una de las fronteras más dramáticas y poderosas de nuestro mundo globalizado sobre los hombros y en las bocas de los migrantes indocumentados (y no), se convierte también en una lengua sin Estado y sin ejército. Una lengua ch’ixi. Una conciencia ch’ixi encarnada en palabras contaminadas y manchadas, en construcciones gramaticales y sintaxis peculiares que, de inmediato, pasan a ocupar el escalafón más bajo entre las jerarquías de lenguas protegidas por el Estado norteamericano. Y cómo hemos presenciado la agudización de esta situación en lo que llevamos de la era Trump. Producto tanto de experiencias migratorias como de un contexto en el que las luchas contra la colonización adquieren relevancia, las lenguas ch’ixi no pueden ser descritas simplemente como meras mezclas o fusiones de idiomas. No es el spanglish que caracterizó a buena parte de la literatura chicana, por ejemplo. Siempre consciente de las muchas capas de la experiencia colonial, cada enunciación ch’ixi buscaría maneras de “utilizar y al mismo tiempo demoler” el contexto mismo del que surgen. Escribiendo también en la primera década del siglo xxi, la poeta Juliana Spahr observa en su ensayo “The 90s” una tendencia en los escritores bilingües o multilingües contemporáneos de alejarse del inglés convencional, una práctica que ella percibe en relación con “la inquietante desorientación lingüística ligada a la migración”.12 De acuerdo con ella,
[H]ay una suerte de escritura contemporánea que se ocupa principalmente de representar y preservar la identidad cultural del autor que escribe una obra bi- o multilingüe en un inglés mezclado con una lengua que asocia con su identidad. O en el caso de lo que con frecuencia es llamado “experimental”, el autor ataca las convenciones de la lengua inglesa y escribe en un inglés alterado. Pero lo que he llegado a observar es que, desde finales de siglo, aunque muchos escritores siguen incorporando otras lenguas a su inglés, lo hacen no tanto para hablar de su identidad personal sino para hablar del inglés mismo y de sus historias.13
Nunca antes hubo un mejor momento —un momento más urgente, incluso— para hablar del español y de sus muchas historias, sus muchas historias en/con los Estados Unidos y sus muchas historias con/dentro del inglés. Escritos en español en un contexto angloparlante —ya sea con o en contra, a favor o por debajo de—, las obras de estos escritores migrantes latinoamericanos contienen rastros, marcas materiales, hendiduras, trazas de la miríada de estrategias de oposición, de adaptación, en pocas palabras, de negociación en las que voluntaria o involuntariamente, consciente o inconscientemente, estos escritores participan. Ya que, si bien los escritores tienen, o deberían tener, control total sobre sus herramientas, no se espera que sean enteramente conscientes de, mucho menos que tengan control sobre, los materiales con los que trabajan. Leer este tipo de escritura en su entera complejidad puede requerir movernos más allá de la matriz identitaria que ha dominado la literatura —y, más específicamente, el campo de los estudios literarios latinoamericanos en los Estados Unidos— para confrontar “en lo que excede y desde lo que excede esa captura subjetiva” de las escrituras en español que surgen desde los Estados Unidos.14 Con el incremento de traducciones del español al inglés —un movimiento encabezado hoy en día, y de manera notoria, por escritoras y traductoras— y un buen número de autores hispanohablantes que escriben tanto en inglés como en español —que incluye pero no se limita a Daniel Alarcón, Santiago Vaquera-Vásquez, Mauro Javier Cárdenas y, más recientemente, Valeria Luiselli y Pola Oloixarac—, es posible que estos autores planetarios que escriben en lenguas ch’ixi nos enseñen algo de cómo es vivir al mismo tiempo adentro y afuera de la bestia. Es posible que, en otras palabras, nos enseñen algo del ejercicio de la escritura como una práctica crítica y como un estado de alerta.
Imagen de portada: Fotografía de Graciela Iturbide.
Me refiero al libro de Eric Bennett, Workshops of Empire: Stegner, Engle, and American Creative Writing During the Cold War, University of Iowa Press, 2015. Para los interesados en la relación de la escritura creativa y la política internacional durante la Guerra Fría también están, entre otros, los libros de Mark McGurl, The Program Era: Postwar Fiction and the Rise of Creative Writing, Harvard University Press, 2011 y Francis Stonor, The Cultural Cold War: The CIA and the World of Arts and Letters, The New Press, 2013. ↩
Traduje junto con Juan Pablo Anaya y Marta Malo este libro de Fred Moten y Stefano Harney, Los abajocomunes. Planear fugitivo y estudio negro, La Campechana Mental y Cráter Invertido, 2017. Está disponible de manera gratuita en internet. ↩
En otras palabras, estoy menos interesada en lo que Alberto Moreiras llama “latinoamericanismo del yo” y más en lo que Juliana Spahr llama “la comprometida historia del inglés con otras lenguas”. Ayuda a pensar en esto Alberto Moreiras, “La fatalidad de (mi) subalternismo” en Marranismo e inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada, Escolar y Mayo Editores, Madrid, 2016, pp. 77-102; y “El segundo giro de la deconstrucción”, pp. 117-135. ↩
Alberto Fuguet y Sergio Gómez, eds., McOndo, Mondadori, 1996, y el de Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet, eds., Se habla español. Voces latinas en Estados Unidos, Alfaguara, 2000. ↩
Diana Palaversich escribió un libro magnífico, De Macondo a McOndo. Senderos de la postmodernidad latinoamericana, Plaza y Valdés, 2005, pero aquí estoy citando de su artículo “McOndo y otros mitos”, en www.literaturas.com, junio de 2003. ↩
Utilizo el adjetivo “americano” en referencia a la siguiente descripción del escritor Salvador Plascencia, autor de la novela The People of Paper, (McSweeney´s, 2005; Harvest Books, 2006), en Wikipedia: “American writer, born 21 December, 1976 in Guadalajara, México”. ↩
Gayatri Chakravorty Spivak, “Planetarity”, Death of a Discipline, Columbia University, 2005, p. 73. La traducción al español es mía. ↩
Silvia Rivera Cusicanqui, “Pensando desde el nayrapacha: una reflexión sobre los lenguajes simbólicos como práctica teórica,” en Sociología de la imagen. Miradas ch´ixi desde la historia andina, Tinta Limón, Buenos Aires, 2015, p. 207. ↩
Ibidem, p. 213. ↩
Idem. ↩
Marjorie Perloff, “Language in Migration. Multilingualism and Exophonic Writing in the New Poetics” en Unoriginal Genius. Poetry by Other Means in the New Century, University of Chicago Press, 2012. ↩
Juliana Spahr, “The 90s”, Boundary 2, 36:3, 2009. La traducción al español es mía. ↩
Ibidem, 164. ↩
Alberto Moreiras, op. cit., p. 201. ↩