dossier Tabús JUN.2018

Silenciar y desoír

¿Alguien quiere hablar sobre los derechos de las trabajadoras del hogar?

Luisa Reyes Retana, Papús von Saenger

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Existen varios tipos de tabús. Los inquebrantables, como el canibalismo, el incesto o la pedofilia; los negociados, que fueron tabú y ya no lo son, que pasaron por largas discusiones sociales (rara vez pacíficas) e implicaron cambios ideológicos y legislativos, como la homosexualidad, el matrimonio interracial o la marihuana, y están los imperceptibles, los inefables, los que funcionan más como tabús porque pasan por una política de silenciar y de desoír: la explotación de las trabajadoras del hogar es uno de ellos. Hace unos meses fuimos invitados a un desayuno organizado por el Sinactraho: Sindicato Nacional de Trabajadores y Trabajadoras del Hogar, que lucha por el reconocimiento de sus derechos humanos y laborales fundamentales desde 2015. Nos impactó cómo las ponentes hablaron de temas asociados al trabajo del hogar, no tanto porque nos resultaran desconocidos, sino porque por primera vez los escuchábamos enunciados a viva voz en un foro abierto, en contravención del tabú tan profundo de la sociedad mexicana. La reunión buscaba el apoyo de la sociedad civil para presionar al Senado a ratificar el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que establece los derechos y principios básicos del trabajo del hogar y exige a los Estados implementar, mediante la ampliación o adaptación de las leyes existentes, reglamentos u otras medidas, y desarrollar iniciativas específicas para trabajadoras y trabajadores del hogar. En 2011, el gobierno federal mexicano firmó el Convenio Internacional 189 junto con los otros 183 países miembros; sin embargo, hoy nuestro país se encuentra en la lista de los que no lo han ratificado. Marcelina Bautista, una de las activistas más importantes en América Latina para la lucha y el reconocimiento de los derechos de las trabajadoras del hogar, fundadora del CACEH (Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar) y del Sinactraho escribe:

Nosotras tenemos la claridad de que necesitamos el Convenio 189 para tener un trabajo digno, con contrato (Artículo 7), la posibilidad de organizarnos en asociaciones y sindicatos, erradicar el trabajo forzoso y la explotación infantil (Artículo 3), tener un salario digno (Artículos 11 y 12) y el acceso efectivo a la justicia (Artículo 16). Por eso ya estamos organizadas y haciendo alianzas, pero seguimos esperando que el gobierno ratifique e implemente el convenio. Queremos saber cuál es la hoja de ruta, qué pasos están dando para que podamos caminar juntos.

Foto: Rachelle Mozman

Las muchachas

El trabajo de las 2.5 millones de trabajadoras del hogar que, se calcula, hay en México es uno de ésos que “no se ven”, que sólo se notan cuando no se hacen o se hacen mal. Es una labor invisible que la hace difícil de tasar, y esta dificultad repercute negativamente en las condiciones laborales, que quedan a discreción de las empleadoras. La relación suele ser de tal verticalidad que hay poco lugar para el diálogo y mucho para el abuso. Para empezar, los eufemismos que se emplean —muchachas, nanas, criadas—, tengan 16 o 75 años, representan una infantilización de las trabajadoras y la supresión de una identidad personal, que son maneras de minimizar su trabajo y fomentar la invisibilidad. Otros términos, como “empleadas domésticas” o simplemente “empleadas” o “domésticas”, denotan propiedad y crianza, y además podrían sugerir que se trata más de la capacitación de un ser salvaje que de una verdadera explotación. Hay otras formas en apariencia más políticamente correctas, como “la señora que me ayuda”. Una de las mujeres que contactamos a través del Sinactraho nos contó:

Mi patrona quería que todo estuviera perfecto. Para eso trabajaba doce horas al día o más y salía una vez cada quince días. Tenía que lavar la ropa, los baños, los vidrios todos los días, bolear los zapatos del señor y planchar sus camisas diario, más cocinar y cuidar a los niños todas las tardes. Casi siempre lo lograba, pero un día me sentía mal de gripa y después de terminar casi todo me fui a recostar a mi cama. Cuando la señora llegó y no me vio en la casa me fue a buscar a mi cuarto y empezó a golpear la puerta. Le expliqué que me sentía mal y me contestó que ése no era su problema, que tenía que terminar mi trabajo primero. Le contesté que me dolía todo, ella abrió la puerta y me empezó a jalonear del brazo y a decirme que si me dejaba sola en la casa era para cuidarla. Le dije que si me trataba así, tendría que abandonar el empleo y ella me amenazó con encerrarme. Le dije que iba a llamar a una patrulla o ponerme a gritar, pero igual me encerró en mi cuarto. Creo que se dio cuenta de que tenía mi celular y un rato después abrió la puerta. Empaqué mis cosas sintiéndome muy enferma y me escapé sin mi quincena, con mucho miedo y tomé un autobús a Tultitlán, donde vivía mi hermana. Se me fueron cuatro años de chamba.

Foto: Rachelle Mozman

Como de la familia

Por regla general, las trabajadoras del hogar no cuentan con un contrato de trabajo. Según el INEGI, sólo 22 mil empleadas tienen acceso a un contrato escrito, prestaciones y servicios de salud. En la mayoría de los casos no se les pagan salarios justos, pues no existen tabuladores oficiales que definan sus funciones o establezcan cuánto vale su trabajo. Limpiar solamente no puede costar igual que cocinar, encargarse de niños o de personas mayores, o tener muchos años de experiencia. Y nuestro infame salario mínimo se convierte entonces en la medida que calibra la generosidad de los empleadores. Las trabajadoras viven bajo el miedo constante de perder su empleo por razones fuera de su control, como los saltos de humor de sus patrones, no saber hacer un risotto funghi porcini, o encoger por accidente una prenda en la secadora. El INEGI calcula que 8% es analfabeta, 27% no terminó la primaria, 35% sí lo hizo, y sólo el 27% terminó la secundaria. Aun así, se les exige un sinnúmero de aptitudes; una primordial: desarrollar una especie de telepatía, adelantarse a los deseos de sus patronas, o bien una prudencia extrema imposible de sostener. Otra trabajadora nos contó lo siguiente:

En un trabajo me tocó cuidar a un niño recién nacido. Yo era la mamá. La patrona casi nunca estaba porque se iba de fiesta. Se despertaba como a medio día y andaba por la casa mientras yo me hacía cargo del bebé y hacía el quehacer. El niño se empezó a encariñar conmigo. El patrón la regañaba porque yo siempre cuidaba al niño y a ella no le importaba. La empezó a agarrar contra mí, a decirme que le estaba robando a su hijo. Cada día me trataba peor, me decía cosas muy feas y me ofendía, pero seguía sin cuidar al niño. El patrón y ella se peleaban cada día más fuerte, y él le recriminaba que el bebé me quisiera más a mí que a ella, y entonces ella decidió que yo estaba tratando de seducir al patrón y me corrió.

El trabajo del hogar se queda corto en materia de derechos humanos porque hemos decidido no formalizarlo, porque no hemos hecho nada al respecto, porque no hemos abordado el tema. A la par, se ha elaborado un discurso de lo más perverso, del tipo “nuestra empleada es como de la familia”, que se traduce tácitamente en que nadie más en la familia hace los trabajos que se le asignan a ella. Resulta bastante cruel establecer que una trabajadora es como de la familia, ya que las trabajadoras tienen sus propias familias, a las que abandonan por un empleo y no para pertenecer a otra familia. Además, esto hace que se vuelva complicado mantener una sana relación laboral, donde ciertos beneficios a los que tienen derecho se convierten en favores, como ausentarse por enfermedad o tomar vacaciones pagadas. Los horarios de trabajo exceden por mucho los establecidos en la ley, además de no tener cobertura médica a través del Seguro Social, ni generar antigüedad. Cuando las corren, no hay nada ni nadie que las proteja. Alguien más nos contó:

Yo tenía once años cuando llegué a trabajar a mi primera casa. La señora sabía que yo no sabía leer y por eso abusaba más. No me dejaba tocar la comida. No podía tomar ni un vaso de agua sin su permiso, además de que me hacía dormir con los perros en la azotea. La mamá de la patrona, que ya era una anciana, nos daba algo para comer a escondidas, antes de que llegara su hija, que se enojaba también con ella si se enteraba. Me tuve que ir un día en que me cachó comiendo. No me quiso dar mi ropa ni nada de lo que era mío y me echó a la calle.

Foto: Rachelle Mozman

Esclavitud moderna

Lo que diferencia el trabajo del hogar de la trata de personas estriba en dos aspectos: uno tiene una paga y el derecho a abandonar el trabajo en cualquier momento, aunque la renuncia a veces se asemeje más a una fuga que a la terminación consensuada y pactada de un empleo mientras que el otro no.

Las mujeres que venimos de pueblos originarios sufrimos mucha discriminación por la forma en la que hablamos y por lo que comemos. Llegué a Tijuana con catorce años para trabajar de planta en una casa. No sabía usar los aparatos electrónicos, ni la licuadora, ni la aspiradora, ni nada de eso. No conocía la ciudad ni sus costumbres. Cuando llegué a una casa, la señora sabía que yo venía de Oaxaca y me puso a dormir entre la lavadora y la secadora, y no me daba nada de comer con el pretexto de que “aquí no comemos lo mismo que comes tú y sólo te puedo dar pan”. Me tenía sin comer, me daba un bolillo duro de repente. Le dije que me quería ir con mi hermana, que entonces trabajaba en otra casa, y ella contestó que eso no era posible porque yo había quedado de trabajar ahí y que si no cumplía, me acusaría de robo. Me encerró en la casa. Yo tenía apenas catorce años y lloraba todo el tiempo. La señora me dijo que trabajara dos semanas más y que me dejaría ir, pero no pasó. En aquellos tiempos no había celulares. En un descuido que tuvo la señora, tomé el teléfono y le hablé a mi hermana para que viniera por mí. Cuando llegó, la señora le dijo a mi hermana que no me dejaría ir, y que “ustedes que vienen de los pueblos sólo se dedican a robar”. Mi hermana llamó a la señora con la que trabajaba y ella vino también a buscarme. Finalmente me pude ir pero la señora no me pagó. Me tuvo encerrada como un mes y nunca me pagó. 

Mujer, indígena, con poca educación… Ecos coloniales en nuestro inconsciente histórico parecen colaborar con la explotación implícita del capitalismo, que hemos mejorado con tintes de apartheid y del sistema de castas del hinduismo, resguardado por un machismo muy local. Hemos disfrazado esta realidad con un discurso sentimental sobre “la nana que nos crió”, como si esta estructura doméstica fuera una opción más humana que las que ofrece el mercado. Se trata de una estrategia que seguramente alguien de un país desarrollado desmantelaría con facilidad y tacharía el trabajo del hogar, como lo conocemos en nuestro país, de esclavitud moderna. Si desplazamos “la sociedad” a cada uno de sus miembros, sucede que la mujer que vive en tu casa y cría a tus hijos, que prepara tus alimentos y lava tu ropa, la que te conoce en la intimidad más radical, que ha presenciado tus dinámicas personales enfermizas y que resuelve buena parte de la vida en el interior de tu hogar, es la misma de la que desconfías ostensiblemente, a quien niegas derechos laborales, de quien abusas en horarios y tareas a diestra y siniestra, a quien te atreverías a despedir sin pruebas. ¿Cómo se justifica, qué construcciones internas nos permiten mantener tanta distancia con ellas y con nosotros mismos? Los temas que no se discuten se prestan al abuso porque éste no se enuncia, no se etiqueta, y el abusador no carga el estigma ni el abusado sabe con claridad que lo está siendo. Sin un lenguaje explícito y normas que traten el tema de forma objetiva, estamos condenados a perpetuar ese abuso.

Llegué a Tijuana con veinticuatro años y sin papeles. Había venido hasta acá desde Puebla a denunciar un abuso al ministerio cristiano y ya no había forma de regresar por los papeles a Puebla. Mi denuncia no procedió y me puse a buscar trabajo, pero sin papeles fue muy difícil. Una persona me recomendó que buscara trabajo limpiando casas y me puse a ver los anuncios en el periódico. Encontré uno y fui a la entrevista. Yo pensaba que como ahí me iban a dar comida y techo, todo el dinero lo podía mandar a mi familia, pero no fue así. Primero, me hacían dormir en un colchón en el piso de la lavandería, y tenía que estar siempre pendiente por si alguien me necesitaba. A veces la jornada de trabajo era de cinco de la mañana hasta la media noche, y si había fiestas, me tenía que quedar a servir y asegurarme de que nadie se llevara nada. Me decían que si algo desaparecía me culparían a mí. Otra cosa que era muy estresante es que todos me contaban sus problemas, y todos querían saber qué me habían contado los demás. Era demasiada carga y yo tenía que sostenerla completamente sola. También me encargaron la crianza de una niña de cinco años, la misma edad que tenía mi hija cuando la tuve que dejar para venir a denunciar el abuso. Yo me encariñé mucho con esta niña por mi necesidad de ser madre y ella conmigo por su necesidad de cariño. Todo ahí era responsabilidad para mí, cargaba con demasiado. Me di cuenta de que aquí en la frontera buscan a trabajadoras del sur del país porque saben que pueden abusar de nosotras más fácilmente.

Los testimonios acreditan que la sociedad no ha hecho el cálculo de lo que está en juego. Pareciera que últimamente a México le gusta sobresalir aunque sea de forma negativa —doce países latinoamericanos ya ratificaron el convenio y México no—, y la reticencia por parte de nuestro gobierno tal vez se base en que este avance de derechos laborales podría aumentar la frustración de una clase media cada vez más empobrecida. Sin embargo, no todo es conflicto en esta relación profesional. Existen también muchas historias de patrones y de empleados que crearon vínculos afectivos sólidos, de patrones que se convierten en padrinos de los hijos de las trabajadoras, de patrones que pagaron sueldos hasta el final de la vida de la trabajadora, pero los protagonistas siguen siendo jefes cuya generosidad depende de sus preferencias y no de sus obligaciones. La legislación del trabajo del hogar es una piedra angular en la forma en que se plantea esta jerarquía. Los efectos que tendría la regulación serían enormes; a diferencia de las luchas frontales que los afrodescendientes y los homosexuales libraron por la igualdad, esta lucha todavía puede beneficiarse del consenso y de la alianza con los empleadores conscientes de su responsabilidad. Marcelina y otras activistas en favor de los derechos de las trabajadoras del hogar han presionado a las autoridades. Hasta la fecha, en el Senado se han realizado más de 12 exhortos al Poder Ejecutivo federal para la ratificación del Convenio 189. El último fue hace poco, a principios de mayo, unos días después de celebrarse el Día del trabajo, y fue rechazado otra vez.

Imagen de portada: Foto: Rachelle Mozman