Son las noticias y los rumores de lo que está pasando en el Bajío lo que me recordó que él —“Zayas”, antropólogo forense— vive allí y que, por un amigo en común, puedo contactarlo. Como en una nueva parábola de los ciegos y el elefante, Zayas y yo podemos poner sobre la mesa del café tapatío nuestras cuatro manos, cuatro ojos y dos bocas, para reconstruir, con las razones que nos permitan las ganas y la entereza, algo de la violencia en el país, un depredador inmenso, de giros y ángulos casi imposibles, que no teme a lo rural ni a lo urbano, ni a la costa ni la montaña; sin importarle el abajo o el arriba, prolongado invisible, pero con terquedad, tras cada muerto o desaparecido. Ya lo primero que me cuenta me pone del revés. Zayas no empieza a describir, como yo esperaba, una atmósfera espacial de hechos, lugares, colegas en acción, anónimos que sufren. En cambio, posa sobre la mesa el dedal sin fondo del tiempo. La afirmación es tan técnica como vertiginosa: “Ninguno de nosotros, vivos o muertos, tenemos una edad única”. Somos nuestra edad biológica, sí —podría decirse que el acta de nacimiento despliega los años, la de defunción los estruja— pero, según me explica, es difícil conocer dicha edad si únicamente encontramos un órgano aislado. Entonces, resulta que es la edad ósea u osteológica la más utilizada en la identificación de los cuerpos y con la que es posible evitar “falsos positivos”, tecnicismo habitual para errores en la identificación —podemos reformular: ese oxímoron significa dar al cadáver una pátina que, por no ser la suya, volverá a desprenderse del cuerpo anónimo, a la búsqueda del viejo nombre—. “Macerar” es otro término repetido en nuestra plática. Para descarnar hasta que quede el esqueleto, Zayas, cuando era estudiante de la UNAM, bañaba al cadáver donado en un tambo y lo disolvía con químicos. Ahora, como profesional, para acelerar el proceso utiliza una “autoclave”. Según me explica, el instrumento parece una vaporera o una olla de acero, con un nivel para poner agua destilada —lo preferible aunque, dependiendo de la urgencia, puede servir el agua de la llave—. En su par de aditamentos se coloca el material a esterilizar, usualmente, el tejido pegado a los huesos. Se cierra todo a presión con unas palancas, mientras que un tubo despresuriza la válvula. Bajada esta, se espera de quince a veinte minutos, hasta que alcanza de 255 a 288 grados centígrados, que es cuando verdea el termómetro de la autoclave: el vapor ha hecho que el tejido adherido a los huesos sea más fácil de desprender. El hueso queda inmaculado.
—Pero, a esa temperatura, ¿no se disuelve el hueso? —pregunto estúpidamente, como si nuestros huesos fuesen más frágiles que los hervidos para un espinazo o un caldo de pollo. —A esa temperatura no pasa nada, incluso aún puede obtenerse ADN, pero se recomienda tomar esa muestra antes de ingresar el material a la autoclave. Es como si estuvieras haciendo una comida. La pericia hace que Zayas se acostumbre, incluso, a reordenar partes, para mí inconcebiblemente separadas. Son “asociados”, es decir, restos de cuerpos desperdigados que debe reunir. En esa juntura está no solo la moral que como grupo postulamos, intuida por investigadoras como Anne Huffschmid o Carolina Robledo, sino un pegamento ontológico. La cuarta costilla, por ejemplo, ayuda a colegir la edad y con la pelvis puede identificarse a un cuerpo con la cabeza perdida. Es, en fin, buscar y comparar los fragmentos, si es posible uno y su par, de un cuerpo, con la anatomía mental que perfila la llamada “cuarteta básica del perfil biológico”, esto es, sexo, edad ósea, estatura y ancestría o genealogía —los padres o el grupo étnico—. Sin embargo, tales tecnicismos y herramientas tienen un reverso informal, tan chocante como que los individuos a los que Zayas, cuando ejerce de perito en un juicio, debe identificar por haber disparado o desaparecido cuerpos sigan los mismos procedimientos que él. Son, por usar un término que transfunda la bruma nocturna que tanteamos, los “muchachos de negro”. Hombres que también maceran pero como forma de tortura; separan huesos para denigrar a sus víctimas y los resguardan para castigarlas. No todos lo hacen con furor, y ni siquiera el sadismo es imprescindible en su metodología. Pero lo que sí se necesita —y lo confirma lo que conozco por otros lugares—, es su rapidez. Esta palabra es limitada, pero sirve de fulcro. Me refiero a que los muchachos de negro deben reaccionar rápido, improvisar ante situaciones que los toman por los pelos, que los jalan y los arrastran a otras situaciones que devienen peores, y que se bifurcan en otras aún más horrorosas, cuyo primer testigo es un forense en sus treinta, como Zayas. En una resolución judicial de 2018 sobre acontecimientos de una década atrás, se contaba cómo un individuo había atrapado en Sonora a dos agentes federales y marcaba a su jefe para preguntarle qué debía hacer:
Entonces me dijo que no los fuéramos a matar y que me fuera en chinga a un internet y que le escaneara todos los documentos y fotos [de los atrapados] y que se las mandara a un correo electrónico que en ese momento me dio, el cual ya no recuerdo.
Similar a lo sucedido por esas fechas, pero más al sur: un fotógrafo de bodas y su asistente manejan desde Guadalajara a Sahuayo (en Michoacán, cerca de la laguna de Chapala). Aparcan frente a un Oxxo. Al bajarse, llegan tres camionetas. Muchachos, armas largas. Los interrogan. Cada respuesta que dan la repite el interrogador a alguien al otro lado del celular:
—Dicen que vienen a una boda. —Afirmativo. —El güey se llama tal y tal y le está esperando tal y tal. —Deja que cheque… ¡Afirmativo! —Que se va mañana y hoy hace noche en el pinchi hotel principal. —¡Afirmativo, afirmativo! —Esta guapa su morra. ¿Te mando fotos de los dos? —¡Afirmativo! Y de sus IFES.
La rapidez de reacción —¿Estos dos capturados viven mañana o morirán hoy? ¿Cómo vivirán de ahora en adelante, cómo murieron para que todos calláramos?— ocurre en minutos, a lo sumo en horas y, con tales explicaciones, los muchachos de negro y quienes les dan órdenes desdeñan una escala temporal mayor. Entre las parcelitas de tiempo y las extensiones mastodónticas, deshabitadas, de sus consecuencias —la mancilla del cuerpo, su desaparición, o, por el contrario, su exposición—, en esa distancia es donde todavía estamos perdidos todos en México, y los lugares continúan repletos de lastimados que quedan ya como granos de pimienta negra, olor a almendra quemada, tiempo anegado en arenales. Zayas me ha contado que una de las fosas que más llamó su atención fue la que encontró en un campo de grava. Allá enterraron a los carbonizados y los cubrieron con montículos de piedras y arena. Cada cima estaba culminada por una planta. Cactus, sobre todo. Piensa Zayas que los sembraron para disimular las tumbas y, a la vez, señalarlas a quienes patrullaban por estos lugares inhóspitos, lo que no deja de abonar la enormidad de la paradoja: los desaparecedores patrullaban ostensiblemente, precisamente para que nadie los encontrara: ni al lugar ni a los enterrados. Al desenterrarlos siendo la mancilla tan reciente, emanó el olor familiar de la carne quemada. Desde entonces, para no atraerse nunca más ese olor, Zayas es vegetariano. Uno se pregunta dónde están, ante lo que cuenta este forense, las leyes. Si recordamos, en México existía el tautológico “proceso inquisitivo”. Las investigaciones se ramificaban en carpetas de las que todos platicábamos y pocos veíamos, que quedaban en un limbo durante décadas o en páginas webs de consulta intrincada y panteonera (el expediente ochentero de Buendía, los noventeros de Posadas o Colosio). Después, llegó la reforma que extendió los juicios orales al ámbito penal. Ha pasado más de una década desde su implantación, y una de las consecuencias es que los expedientes abandonan sus soliloquios y comienzan, glotones, a hablarnos hasta la extenuación. Zayas, por ejemplo, los lee —al hablar de ellos transmite no solo estudio, sino la festividad mitotera de quien tiene en su trabajo una segunda piel—, los compara, los utiliza para identificar un arma o para contradecir, en el careo, al acusado. Aun así, innumerables expedientes continúan enraizados en los cajones. Es el contraste de la previsibilidad de investigaciones estancadas, grandes lagunas de sal, con la improvisación en las metodologías —“que me fuera en chinga a un internet”—. ¿Y la ley? No es pregunta para Zayas, que este último día de agosto ha contado lo permitido por un seudónimo que compensa lo obligado con lo bufo. Pero, ¡ah, la ley! La de los muchachos de negro está descrita. La de los mili- tares está implícita. No es cuestión de anotar ahora lo que podría aducirse triangulando información o abriendo una página web al azar, como por bibliomancia. Quizá valga más la pena, simplemente, enunciar una imagen que salió en la plática. Un exmilitar o alguien formado por ellos llegó a un restaurante y, sin necesidad de pasamontañas, ocultándose mañosamente —una subida de la solapa por aquí, un volteo de cara por allá— evitó que las cámaras grabasen su rostro. Entonces, fingiendo una conversación de celular, se acercó al blanco y… ¿La ley? A lo que queda de las leyes, pongámoslo sobre la mesa del café. Al asirlo, si se deja, miremos si tiene garras. Son garras y son universales. ¡La ley! Miremos de frente a la ley mexicana. Y si tiene agujeros, digámoslo. Si sus garras nos arrancan la piel, digámoslo. Si su luz nos ennegrece ojos, dientes y lengua, esqueletos de ébano y granos de pimienta y ceniza, digámoslo: —¡Abran!: somos la ley —y al grito de los encapuchados, se abre el aire.
Imagen de portada: ©Zahara Gómez, Cartografía, Guatemala, del proyecto Tesoros, 2017. Cortesía de la artista