El humor es la kryptonita de la perseverancia. Me explico: la perseverancia es un don individual, costoso de entrenar hasta por cuenta propia y, por descontado, casi imposible de transmitir a terceros. Además, queda reservado para contadas empresas y ocasiones especiales, porque no es tanto un rasgo particular de la personalidad del sujeto como una virtud motivada por el objeto que la provoca. No es que seamos poco perseverantes, lo que pasa es que existen pocas cosas que secuestren nuestro interés hasta el punto de obligarnos a serlo. El humor, en este sentido, se sitúa en el extremo opuesto de la paleta: es espontáneo, es social, es intuitivo y, sobre todo, es altamente contagioso. La comedia sirve para compartir una visión del mundo a través de una frivolidad aparente que esconde más de lo que muestra, utiliza mecanismos asequibles para todo aquel que posea una paciencia equivalente a las décimas de segundo que tarda el cerebro en pillar la broma y radica en el lenguaje, la más universal de las herramientas humanas. Por eso el humor lo impregna todo y todo lo atraviesa: porque sus tentáculos no necesitan aprisionar nuestra atención durante horas para generar en nosotros un placer análogo al que produce el conocimiento. Se podría decir que el chiste es, en muchos sentidos, el gemelo perverso de la tesis doctoral; y la comedia, al cabo, la antítesis mefistofélica de la filosofía. Sin embargo, quienes han sujetado sobre sus hombros la teoría y la práctica del humor —desde Aristófanes hasta Alenka Zupančič, desde Ágnes Heller hasta Darío Adanti— han venido situando sus límites fuera del sujeto emisor. La versión más materialista los coloca bien cerca, en los alrededores del cómico, instalados en la realidad física o impregnándola virtualmente con su mera posibilidad: el juez, la multa, la cárcel, los terroristas y hasta el capitalismo salvaje han desfilado sobre la quebradiza pasarela de los terrenos infranqueables. Si miramos un poco más allá y nos asomamos al horizonte difuso de las categorías abstractas encontraremos otras líneas rojas, de carácter más social que material, en los colectivos susceptibles de ser violentados: las mujeres, los gordos, los judíos, los negros. En ningún caso pretendo, en los párrafos que siguen, negar la existencia de todos estos precipicios sino señalar otros distintos con los que conviven, unos barrancos menos visibles, más difíciles de vadear y, paradójicamente, mucho más próximos. Me refiero a aquellos que le pertenecen en exclusiva al sujeto, a las vallas levantadas por cada individuo que configuran su sentido del humor y lo explican, lo orientan, lo esculpen y, también, por fuerza, lo cercan. Estas trazas son las fronteras interiores de nuestro lenguaje cómico y todavía no se ha inventado una bomba capaz de dinamitarlas, ni se ha financiado un crowdfunding suficiente para disolverlas.
La voluntad
Todas las formas de expresión humana necesitan un comienzo, pero antes de que el bolígrafo rasgue el papel, antes de que las cuerdas vocales vibren o de que suene el aporreo de tecla alguna, suele florecer la semilla del primer obstáculo: la voluntad. El humor no es una excepción a esta regla; pero, como pasa con cualquier frontera, la voluntad sólo puede limitarnos cuando existe. El humor, a diferencia de lo que sucede con la literatura o con la música, en ocasiones surge de manera inconsciente, independiente de la nula intención del emisor de provocar risa. Por eso es pertinente puntualizar que no siempre es necesaria la concurrencia de la voluntad para que la risa aparezca: el humor involuntario es una fuente preciosa de comedia. Hay algo mágico en el hecho de que uno de nuestros actos sea capaz de propiciar que el otro reciba un chiste que jamás pretendimos hacer. Bien mirado, es una suerte de telepatía inversa, porque la gracia la encuentra el receptor: es él quien se convierte, mediante un acto de apropiación chamánica, en cómico por un rato. En cualquier caso, y cuando existe, la voluntad es un claro límite interno del humor: salvo que la desencadenemos sin querer —y en ese caso la interpretación siempre caerá en el tejado del otro—, no haremos comedia acerca de aquello que no conozcamos, que nos parezca moralmente reprobable o que, simplemente, no consiga movilizar en nosotros la fuerza motriz de la risa.
El tiempo
Si nos ceñimos a la visión macroscópica de la mecánica clásica —limitada, pero también abarcable y suficiente para explicar casi todo lo que sucede a nuestra torpe escala humana—, el tiempo es una magnitud física absoluta. Por muchos vendehumos que lo repitan en charlas TED y libros de autoayuda, las horas no nacen en nuestros intestinos y la cadencia del reloj jamás ha cedido ante los deseos de nadie. Sin embargo, el tiempo es la moneda de cambio con la que terminamos pagándolo todo: también el placer aparentemente gratuito de la carcajada. En Delitos y faltas, ese delicioso smoothie de culpa, risa y muerte dirigido por Woody Allen en 1989, el personaje de Lester, un ególatra productor de televisión, recupera ese viejo lugar común de que la “comedia es tragedia más tiempo”. No creo que esta máxima se cumpla en todos los casos, pero sí que la variable temporal, de una manera o de otra, está siempre presente en el eje de abscisas del humor. El humorista no puede fabricar tiempo pero tiene a su disposición la herramienta del ritmo. El cómico, casi por definición, domina el arte de la repetición y de su ruptura. Con el humor pasa lo mismo que con el tenis o con el sexo: el timing es imprescindible para que el juego funcione —sospecho que esta comparación le gustaría a Woody—. La monotonía termina por matar la risa, pero un quiebro de la rutina ejecutado por un demiurgo cómico habilidoso puede transformar un segundo de comedia en una petite mort, en un punto de juego, set y partido, en un instante donde (casi) todo es posible.
El ego
En tiempos de poscensura y de fronteras autoimpuestas para evitar el escarnio público o el repudio en las redes sociales, me atrevo a aventurar que existe una censura todavía más represiva: la ejercida por el propio ego. El poder —los gobiernos, los jueces, los tertulianos y hasta los influencers y trolls que sacan los colores al personal desde sus atalayas cibernéticas—, qué duda cabe, nos limita desde fuera; pero el ego, que no es más que una voluntad férrea de atesorar el poder conjugada en primera persona, nos traza un confín interno difícil de vadear. La ambición por perdurar a través de nuestras obras, de los libros de texto de bachillerato y del prestigio que otorga eso que llamamos canon —un aparato crítico artificial, tan alejado de los lectores como cargado de prejuicios— puede cercenar la vocación humorística de un autor. Me explico: si el ego sobrevive a través del prestigio, el prestigio lo hace, de un tiempo a esta parte, por medio de la gravedad impostada, del aburrimiento y de la falsa nostalgia. Poco importa que muchas de las grandes obras de la literatura hayan sido, ante todo, excelentes comedias. Pienso en el discurso que pronunció Eduardo Mendoza al recibir el Premio Cervantes en 2017, en el que reconocía no esperar galardón alguno por haber practicado con reincidencia un género tan denostado como el humorístico. Así las cosas, es inevitable que los más codiciosos arrinconen su libido cómica y huyan del más mínimo atisbo de humor en sus textos. Se me ponen los pelos como escarpias de pensar en la cantidad de autores cómicos excelentes que se perderá el mundo a cambio de literatos mediocres y frustrados que renuncian a divertirse un poco en su recto y soporífero camino hacia el Nobel.
El caos
Dentro del campo de juego existe un orden propio y absoluto. He aquí otro rasgo positivo del juego: crea orden, es orden. Lleva al mundo imperfecto y a la vida confusa una perfección provisional y limitada. El juego exige un orden absoluto. La desviación más pequeña estropea todo el juego, le hace perder su carácter y lo anula.
En estos términos se expresó el humanista holandés Johan Huizinga en su Homo ludens, que constituye uno de los análisis más lúcidos del fenómeno del juego como característica esencial del ser humano y como vehículo fundamental para el desarrollo de la cultura. El humor es, por encima de cualquier otra consideración, un juego, y por eso no difiere en exceso del milenario tablero de ajedrez, de cualquier partida de Dungeons & Dragons o de un partido de solteros contra casados en las fiestas del pueblo: en la comedia, como en cualquier ficción —¿y qué es el juego sino una ficción interactiva?—, lo más importante es el orden. Cualquier clase de expresión humorística da por supuesta la existencia de un código compartido: ningún chiste es divertido si las reglas del juego no están claras o si no son las mismas para el emisor y el receptor. Hasta el humor absurdo, que a priori podría parecer la cristalización última del caos, se asienta en una ordenadísima apariencia de desorden: pocos retos mayores se me ocurren que el de disfrazar de caos la norma intransigente que regula la carcajada, el método rígido que provoca la sonrisa culpable o el concierto milimétrico que orquesta la comedia. El humor es complicado porque responde a una pregunta cerrada: o hace gracia o no. No existen las medias tintas. Y la cuerda del funambulista cómico se tambalea a cada paso. Parafraseando a Huizinga: en cuanto se traspasan las reglas, el mundo de la risa se deshace.
Coda: la frontera última de la imaginación
Comencé este texto diciendo que no pretendía negar la existencia de otros límites al humor: sin duda, los que he dejado fuera son los más relevantes, los más objetivos y los más dañinos, y no quiero terminar sin acordarme de algunos humoristas y teóricos que, con tanta perspicacia y desde un conocimiento profundo del oficio, han señalado con acierto su impertinencia y su poder destructivo sobre la libertad de expresión. Gracias a ellos he podido orientarme hacia aquellas otras barreras que tan a menudo se obvian y que, sin hacer tanto ruido, también condicionan y moldean al cómico: los confines subjetivos, esas vallas que cercan el humor desde dentro antes incluso de que vea la luz, esos fosos llenos de cocodrilos que impiden al chiste escapar de la mazmorra de la corrección. Sin embargo, soy consciente de que la voluntad, el ego, el tiempo y el caos son sólo algunos de los múltiples elementos en constante guerra contra la frontera última de la imaginación.
No importa si la comedia se cimienta o no sobre la arcilla resbaladiza de la realidad: su condición ficticia la protege y la redime de la losa de lo tangible. Como bien expresa mi amigo y compañero de batallas radiofónicas, el humorista Darío Adanti:
Y así el cerco se cierra y, por diferentes vías y diferentes motivos, el humorista se ve atacado, censurado, denunciado por algo, un chiste, que es una irrealidad, parodia de lo real, realidad inventada, y que es producto de su fantasía, como toda metáfora, y que no deja de ser lo mismo que un cuento, una novela o un poema. Es decir: un acto de ficción. El humor como juego consiste también en sacar a la luz, en un entorno controlado como es la ficción, nuestros miedos, nuestros pensamientos más oscuros, nuestras actitudes más indignas, nuestras crueldades y nuestras debilidades.
El entorno controlado al que se refiere el cómico no es otro que la piscina de bolas de la imaginación. Quienes trabajamos en el terreno embarrado del humor la necesitamos cada día: imaginación para camuflar el chiste y conseguir que traspase los muros de la censura; imaginación para conmover a través de la risa; imaginación para comprender que la retaguardia del humor a veces es más importante que la vanguardia del arte; imaginación para que el olfato cómico no quede anulado por los vapores melifluos de la complacencia; imaginación para que la falta de voluntad no venza, para que el tiempo no apalanque, para que el ego no transforme, para que el caos no sea capaz de conquistarlo todo con su entropía. Imaginación, al cabo, para que las fronteras interiores sean siempre las primeras en caer.
Imagen de portada: Lindsey White, Laugh Track, 2017