La incierta geografía de Antonio Turok
Antonio Turok enfrenta las turbulencias de la historia con la sonrisa desafiante de quien sabe que retratar los hechos es una forma de salvarlos. “Si la foto no sirve, no estuviste suficientemente cerca”, advertía Robert Capa, maestro del fotoperiodismo que pagó el precio de su atrevimiento al pisar una mina en Vietnam. Turok ha seguido las arriesgadas huellas de Capa. A estas alturas de su extensa trayectoria, resulta obvio que la diosa Fortuna lo protege. En cuanto llega a un sitio, ocurre algo decisivo (el levantamiento zapatista en Chiapas, la rebelión de la APPO en Oaxaca, los atentados a las Torres Gemelas en Nueva York). Maestro de la oportunidad, eterniza instantes explosivos sin perder el pulso ni su emblemático sombrero. Cada una de sus imágenes atrapa una situación irrepetible. Estamos ante “momentos únicos”. Pero Turok no se conforma con coleccionar rebanadas de la realidad; las integra en una secuencia —una historia— que les otorga mayor fuerza. Sus reportajes gráficos sobre la relación entre México y Estados Unidos comenzaron en el más improbable de los sitios: San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, donde los zapatistas se levantaron en armas para protestar por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. El 1 de enero de 1994, Turok trasnochaba en las calles de San Cristóbal cuando avistó los pasamontañas del EZLN. Esa insólita protesta contra la globalización fue el primer episodio de una narrativa que aún no termina y tiene como transitorio protagonista a Donald Trump.
Durante más de dos décadas, Turok ha disparado el obturador en ambos lados de la frontera. Su bitácora de viaje puede ser vista como una reflexión sobre los usos del tiempo: al detener la fugacidad, cada foto alude a lo que no volverá y sólo perdura por excepción, pero el conjunto de las imágenes se inscribe en otra lógica, una trama de largo aliento. El recorrido por México y Estados Unidos integra una road novel que podría comenzar como Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood: “Soy una cámara”. Después de cubrir el levantamiento en Chiapas, Turok se interesó en la otra parte de la misma historia: los migrantes que abandonan el país por necesidad y confirman con sus pasos la vigencia de la protesta zapatista.
El fotógrafo elige un modo especial de ver la realidad, el ángulo desde el que enfoca su objetivo, y aporta algo propio a las luces y sombras que registra: el aura de su mirada. Nadie más ve lo mismo de ese modo. Incluso en circunstancias que parecen repudiar la estética, Turok encuentra lo que Kundera llama “belleza por error”. En su convulso expediente, no hay efectos “preparados”: el paisaje no es visto como escenografía ni las personas adoptan una pose coreográfica; el fotógrafo no busca estilizar el sufrimiento y, sin embargo, la perspectiva y la composición otorgan dignidad a la escena; la imagen se incorpora al arte sin abandonar su categoría de documento. Ante el lente de Turok, la ilusión de partir en busca de una ambigua “mejor vida” pasa por peculiares protocolos: Un niño se para en las vías del tren con el sentido del equilibrio de quien sabe que el vértigo no está ahí, sino en el destino. Un muchacho dobla el cuerpo con el atletismo de la desesperación y jala una reja mostrando su ímpetu para cruzar. Tres jóvenes gesticulan con las manos —dedos que son cifras, signos, promesas, reivindicaciones— y miran con entusiasmo rumbo al norte; detrás de ellos se extiende un pasaje desolador, el suburbio de la pobreza que exige ser abandonado. Una mujer enfrenta la cámara con decisión y melancolía, el rostro de los que no tienen otro remedio que partir. La vemos en una cantina donde un águila disecada, con una emblemática serpiente en el pico, recuerda al escudo nacional. ¿La mujer sigue en México o ya cruzó? ¿El águila es un símbolo de arraigo o una nostalgia del desarraigo? La imagen, en sí misma, es una frontera: la tierra de nadie donde una mujer aguarda su oportunidad. Más allá del Río Bravo y la patrulla fronteriza están los trabajos posibles. Algunos de ellos: cuidar enfermos y ancianos, criar niños ajenos, pizcar fresas y algodón, cosechar uvas, limpiar oficinas durante la noche, colocar tejados, tensar cables, vigilar inmuebles a deshoras. Oficios que dependen de las manos y la confianza. El más frecuente se encuentra en las cocinas; los alimentos y los platos del imperio están a cargo de los mexicanos. El registro de Turok quedaría incompleto si no incluyera a los migrantes en el santuario donde ofician a fuego lento. En este caso no contemplamos una toma “casual”: los protagonistas posan de un modo deliberado, casi ceremonial, con los delantales que representan la investidura de quienes ya están “del otro lado”. Son retratados con la gravedad con que August Sander retrató a los rubicundos cocineros de Alemania, gente seria que conocía la importancia sacramental de las salchichas. En ocasiones, quienes cruzan logran un segundo milagro: tener papeles en regla. No es extraño que los ostenten de las maneras más diversas. Yolanda Araujo no se conforma con llevar en su bolso la prueba enmicada de su identidad: ha diseñado una pancarta para las manifestaciones donde muestra la contradictoria categoría legal que Estados Unidos otorga a los extraños: resident alien.
Turok atraviesa el territorio donde las promesas de bienestar se encienden con luz neón hasta encontrarse con un episodio que desafió el entendimiento. La mañana del 11 de septiembre de 2001, dos aviones atravesaron un cielo sin nubes para convertirse en los más inesperados proyectiles de la historia. Las Torres Gemelas de Nueva York se vinieron abajo ante los ojos impávidos de los testigos. Turok estuvo ahí y registró la zona sur de Manhattan castigada por la brutalidad en medio del aire ennegrecido. Los coches quedaron cubiertos de una falsa nieve, el delgado polvo de la muerte. El testigo omnipresente hizo el recuento de los daños, pero también supo mirar a los que se parecían a él, los curiosos y los desesperados que procuraban corregir el desastre con los ojos. No había forma de saber qué sucedía. Aunque resultara imposible descifrar el horizonte, alguien debía intentarlo. Una foto comprueba este “apetito de ver”: un ejecutivo subido en un bote de basura, tratando de descifrar a la distancia el viento sucio del desastre. Al final de la jornada, Turok captó a los solitarios héroes de la hora, marcados por el tizne y por una fatiga que no admitía derrota. Todo se había venido abajo —ciento diez pisos por cada torre— y, sin embargo, aún resultaba posible recuperar algo. El último enemigo era el fuego. Por primera vez, los protagonistas de una batalla estadounidense no fueron los soldados; fueron los bomberos. No faltaron muestras de compasión ante el coloso repentinamente vulnerable; sin embargo, la herida abierta recibió un remedio equívoco. La nueva política exterior de Estados Unidos llevó los agraviantes nombres de “Guantánamo”, “Patriot Act”, “Desert Storm”. Las aduanas se transformaron en sitios aún más vigilados y la regularización de los migrantes que por ese entoncºes se discutía con México, bautizada como un híbrido platillo Tex-Mex (“The Whole Enchilada”), se postergó para el momento, todavía distante, en que se admitan mejores recetas para la vida diaria.
La narrativa de Turok alcanza un remanso esperanzador con el triunfo de Barack Obama, los días ilusorios en los que una nación de inmigrantes parecía recordar los versos de Emma Lazarus escritos al pie de la Estatua de la Libertad:
Dadme vuestras cansadas, agotadas, acurrucadas masas deseando respirar aire libre. El maldito desecho de tu repleta orilla. Mandadme a estos seres sin tierra que la tempestad me trajo. ¡Alzo mi lámpara junto a la puerta dorada!
En 2009, Turok siguió a la multitud que gritó “Yes we can!”, constató con sorpresa su propio poderío y en la noche decisiva pudo desfilar con pancartas que decían: “Yes we did!”
La algarabía captada por el fotógrafo duró poco. Obama deportó a más de tres millones de mexicanos, récord histórico. Una irónica imagen anticipaba este futuro: entre la multitud de los simpatizantes, Turok aisló a un curioso perro salchicha; su suéter llevaba el nombre de Obama. En retrospectiva, esa estampa puede ser vista como un oráculo. El triunfador de las elecciones no era un león dispuesto a luchar contra los elementos, sino un ser carismático que gobernaría con el sentido de la adaptación de ciertas mascotas agradables. El auténtico destino de los mexicanos se podía escrutar en otra foto: un anuncio espectacular muestra la silueta de un cuáquero acompañada de un lema motivacional, Go humans go! Se trata de una publicidad de avena, pero la marca en cuestión no se menciona. Se diría que el único interés de esa compañía consiste en aconsejarle a la humanidad que siga adelante. Pero la realidad tiene otras cosas que decir. En la calle, un letrero indica: Mexican Town Detour. Para ir en busca de los estadounidenses, hay que seguir la flecha de la historia; para ir en busca de los mexicanos, hay que dar un rodeo.
Bob Dylan se refirió al “Paseo de la Desolación” como la ruta donde se venden postales de los colgados y los pasaportes se pintan en color café, el cadalso de la vida y la identidad. En su trayecto, Turok se detiene en antiguos centros de trabajo que son un monumento al olvido y el abandono. Antiguos lugares de trabajo donde ya se hizo el último esfuerzo. Alguien se aprovecharía de los sueños que alguna vez poblaron esos sitios. Donald Trump apareció como el outsider que algunos querían —el enemigo del enemigo— y nadie necesitaba. El discurso de Turok desemboca en un trágico carnaval. Resulta difícil saber qué agravia más al millonario reconvertido en político: sus opositores o sus simpatizantes. En una imagen, las efigies de cartón de Mussolini y Hitler declaran su apoyo a Trump. En principio, pensamos que las personas que se han colocado detrás de esas figuras son adversarios del republicano. Asombrosamente, también podrían ser sus seguidores. La razón perdió el rumbo en las elecciones de 2017 y el fotógrafo lo documenta con el retrato de un ciudadano de la tercera edad que porta un sombrero de charro mexicano con la leyenda Make America Great Again y sostiene a un Trump de juguetería, un muñeco redundante, destinado a señalar que una caricatura puede tener su caricatura. La trama desemboca en las manifestaciones de protesta, la guerra de las consignas, los gestos, los disfraces —gente que al abrazarse construye un muro solidario para oponerse al que propone Trump—, hasta llegar al último testigo de las luchas humanas: un perro indiferente al acontecer, pero dispuesto a acompañar la historia. A propósito de la extrañeza que provocan las migraciones, el escritor galés Richard Gwyn escribió el siguiente microrrelato: “Emprendí un viaje, pero la geografía no se quedó quieta y acabé donde no esperaba llegar”. Mexamérica amerita un mapa capaz de describir la errancia involuntaria, la incierta geografía que parece moverse por sí misma, enfrentando y mezclando personas y culturas, fraguando un tercer país, donde todo es frontera. Imposible anticipar el siguiente episodio de una aventura escrita por la necesidad, la dominación, el dolor y la esperanza. Lo único cierto es que en medio de la confusión Antonio Turok estará ahí para contarlo y rendir imprescindible testimonio. Si él retrata, no todo está perdido.
Imagen de portada: Antonio Turok