Hay una forma de vagancia que proviene directamente de los libros, del gusto de perderse por sus calles paralelas de papel y tinta, de doblar las esquinas como se da vuelta a las hojas, y que luego se traspone hacia la ciudad oculta en el corazón de cada ciudad. Una forma de vagancia que quiere continuar con los pies el ánimo digresivo de ciertos ensayos, descubrir el pasadizo hacia los parajes secretos de algunos cuentos fantásticos, visitar la topografía encantada de poemas que, con la dicción arcana de los crucigramas, dictan instrucciones para una excursión a la vez física y espiritual.
Kurt Schwitters, Mz x 21 Street, 1947
Aquí y allá se organizan “paseos literarios” o se planean caminatas para seguir la huella de un autor por la ciudad (no deja de ser emocionante el recorrido, como quien une los puntos de un dibujo de números, a lo largo de las pistas cada vez más borrosas de la generación Beat en la Ciudad de México, o emborracharse en la misma cantina de Oaxaca, remodelada cinco o seis veces a partir de entonces, a la que acudía Malcolm Lowry); pero se trata de experiencias al fin y al cabo escolares, visitas turísticas guiadas —no importa que sean en nuestro propio barrio— con el pretexto de la pasión por los libros, en las cuales se nos señala lo que debemos ver, en donde “lo importante” ha sido decidido de antemano, y que tras muchos vericuetos nos enfrentan con una puerta infranqueable que “pudo ser la original”, o con el anticlímax de una placa reciente, de esas que abundan en París, en la que nunca se leen cosas como esta: “El escritor Fulano de Tal pasó la noche en este edificio, pero no fue feliz”. Aun envueltos en la promesa de “lo literario”, estos paseos no se distinguen de otros itinerarios semejantes que persiguen fantasmas del pasado, tours prefabricados en pos del rastro callejero de los asesinos célebres o de los fundadores del psicoanálisis o de las estrellas de rock…
La vagancia a la que me refiero es de signo muy distinto y no se guía por ningún pretexto histórico ni mucho menos didáctico; si acaso pretende retomar la estela de ciertas lecturas al margen de la página, girar a la izquierda o la derecha en una esquina por el mismo tipo de asociaciones que llevaron al personaje de una novela a decidir su destino en una encrucijada. Esto no quiere decir que el disfrute de esta forma de deambulación se haya originado en los pasillos de una biblioteca y ni siquiera que los libros llegaran primero y solo más tarde la exploración urbana; tal vez se llegó a esos libros a través de la imantación de las calles, como resultado de experiencias y búsquedas realizadas un poco a tientas, en soledad o pequeñas manadas, y que, a la postre, como una escala imprevista del trayecto, también llevarían a sus portadas.
Los libros suelen estar plagados de desvíos y de puertas ocultas, de rendijas imperceptibles que van del papel al asfalto. En mi caso fueron algunos libros ambientados en Londres los que me indujeron un furor peripatético, una inquietud en las plantas de los pies por explorar las calles laterales y los barrios no destacados en ninguna guía. Serpenteos del centro hacia las orillas de la ciudad en algunos poemas de William Blake, donde el vuelo visionario se une a la precisión cartográfica; pasajes intoxicados de Thomas de Quincey que, siempre en dirección noroeste, comunican con una ciudad escondida; caminatas insomnes de Charles Dickens en las que, al cobijo de la noche, se suceden los encuentros más disparatados y se acrecienta una atmósfera de inminencia y turbiedad; vislumbres de algo siniestro detrás de fachadas respetables en las novelas más oscuras de R. L. Stevenson; ensoñaciones que fracturan el yo, que desfasan sus certidumbres o las confrontan, en los paseos ensayísticos de Virginia Woolf. Libros de autores que caminan sin parar, a menudo a contracorriente de los flujos prácticos de la vida, como si fuera necesario avanzar en sentido contrario para percibirlos mejor y atisbar su significado profundo; que se ponen en marcha sin rumbo fijo y, como si se sintieran impelidos por una fuerza centrífuga, caminan y caminan sin querer llegar a ningún lado, y mientras escriben no cesan de caminar, y al caminar también escriben.
Pero la obra que más lejos me ha transportado —en el doble sentido de la palabra— y bajo cuyo influjo, como si se tratara de una droga irresistible, he sentido más veces el impulso de salir a la calle con el fin un tanto paradójico de perderme es, sin duda, la de Arthur Machen, autor de culto de la literatura de horror, maestro de la sugestión y las insinuaciones terribles y uno de los pioneros de lo que se conoce como psicogeografía “ocultista”. Más de medio siglo antes de las derivas urbanas de la Internacional Situacionista, Machen quiso plasmar la revelación de que las calles no son un mero lugar de tránsito, sino que poseen un temperamento que incide en el ánimo; descubrió que la configuración del territorio moldea de alguna forma nuestros estados mentales, transmitiéndonos toda la carga del pasado que resuena en sus materiales.
Me refiero, desde luego, al Londres de papel y tinta, a la ciudad escrita y no a la ciudad laberíntica de mármol y ladrillos rojos y hollín añejo que, cuando la visité, más bien me contagió su ansiedad y su prisa mientras debía abrirme paso entre la gente en un eslalon demencial. Aludo al Londres de pliegues visionarios y dobleces inquietantes que quizá solo pueda atisbarse entre líneas, en el salto de un capítulo a otro de Los tres impostores o en las pesquisas al borde de la locura de cuentos como “N”. A pesar de que ese Londres espectral y fantástico remita a calles y barrios bien conocidos de esa “tenebrosa y moderna Babilonia” —de la ciudad, por decirlo así, física de hace un siglo o más—, el intento de sobreponer uno con otra arrojaría resultados desconcertantes, quizás no del todo distintos al del experimento audaz de superponer el mapa de Londres al de la Ciudad de México y enfilarse en dirección a la cima de Primrose Hill, acerca de la cual tanto escribió William Blake, para recalar en las faldas del Cerro de la Estrella, donde tampoco se descartan las experiencias visionarias.
Si bien exploradores del asfalto contemporáneos como Iain Sinclair han seguido las huellas de Blake y De Quincey a través del muy gentrificado Londres actual (en buena medida una ruina reluciente de aquella que cartografiaron los pioneros de la escritura andante), ya sea en busca de los viejos ríos entubados, ya sea para contemplar el paisaje a través de la perspectiva de sus antecesores, a mí me han atraído sobre todo sus prácticas vagabundas, las distintas formas en que salían a recorrer la ciudad como si sus pies fueran una extensión de la pluma, sin otro propósito que el de seguir avanzando, de abandonarse a las incitaciones de recovecos y callejones con la idea de dar rienda suelta a los efectos eufóricos del láudano o de la locomoción humana entendida como psicotrópico. Si viviera en Londres probablemente me interesaría más en el contraste entre la ciudad presente y la ciudad sumergida, o entre el Londres de piedra y el Londres de los libros; pero a miles de kilómetros de distancia más bien atendí al llamado de la intemperie que se levanta desde sus páginas hasta abjurar del escritorio y hacer mías algunas de sus estrategias de escritura ambulante.
Si en las narraciones fantásticas que le dieron fama —El gran dios Pan, Los tres impostores— Machen retoma la idea de Stevenson de postular un Londres gótico en el que aun lo más ordinario parece ocultar un misterio y donde la calle más iluminada nunca es lo que parece, en sus volúmenes autobiográficos posteriores (en particular, Cosas cercanas y lejanas y La aventura de Londres o el arte de vagar) esboza algunos principios para explorar los sitios en apariencia intrascendentes o que se encuentran al borde de los mapas; principios que seguramente afinó durante sus años de reportero, cuando la necesidad lo llevó a dar cuenta de crímenes y sucesos inexplicables en barrios poco frecuentados y plazas sin ningún renombre.
Es totalmente cierto —anota en Cosas cercanas y lejanas— que quien no es capaz de hallar maravilla, misterio, temor, el sentimiento de un nuevo mundo y un reino por descubrir en los lugares próximos a Gray’s Inn Road, nunca encontrará esos secretos en ningún otro sitio, ni en el corazón de África ni en las míticas ciudades ocultas del Tíbet.
Por las mismas fechas, hace más o menos un siglo, los dadaístas emprendieron un programa de excursiones urbanas que contemplaba recorrer, en forma de antivisitas guiadas, los espacios “más banales” de la urbe (París), justo aquellos enclaves que han quedado al margen de los archivos de la cultura y del interés de la gente y que, salvo porque ocupan un lugar en el espacio, se diría que “no poseen ninguna razón de existir”. Así como la célebre visita dadaísta a la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre apuntaba, como si se tratara de un ready-made en reversa, a la transmutación estética de un espacio gracias al efecto que producía la presencia de los artistas, al otro lado del canal de la Mancha, Machen procuraba la extraña alquimia de convertir un rincón plomizo de Londres en el oro que destella para quien ha aprendido a apreciarlo:
“La materia de nuestra obra está presente en todas partes”, dejaron escrito los antiguos alquimistas, y es la pura verdad. Todas las maravillas se hayan a un tiro de piedra de las estación de King’s Cross.
No por nada, para el autor de La colina de los sueños el conocimiento más elevado suele provenir de las cosas más bajas y a la mano.
Más tarde, en La aventura de Londres o el arte de vagar, una autobiografía tan digresiva que parece haber renunciado, como ciertos paseos, a la idea de llegar, insiste en el proyecto de un libro sobre las regiones baldías y sin historia, sobre la ciudad incógnita; un libro siempre pospuesto en el que la aparente ordinariez de esos territorios de los suburbios mostraría, a la luz de “ciertas luces extrañas”, su cariz extraordinario, “la infinitud a la vuelta de la esquina”, los patrones y líneas subterráneas que los ligan con sitios remotos. Consciente de que una ciudad como Londres es inabarcable y escapa a nuestra comprensión tanto como un guijarro en el camino, la clase de vagabundeo a la que se entrega Machen no tiene nada que ver ni con la memoria ni con los mapas, ni siquiera con una búsqueda racional; se diría que, más que una experiencia, se trata de una ceremonia de iniciación a través de los pies en movimiento para descolocarse por completo y ser traspasados por el espíritu del lugar, por el genius loci de los antiguos romanos. Quizá porque, una vez que nos desprendemos de la superstición de una meta, el territorio pasa a primer plano y se percibe de otra manera. La desorientación suele ser una etapa fundamental de la caminata como práctica estética.
Si en muchas de sus narraciones está presente la sombra de los cultos a Mitra que desembarcaron alguna vez en las islas británicas (antiguos rituales que, sin embargo, vuelven en forma de juegos, sacrificios o crímenes), Machen percibió una gravitación, una fuerza oculta en las plazas y eriales de cemento. El pasado pervive en la materialidad de las piedras, no tanto en forma de capas históricas, sino como una suerte de vibración o eco que, en ciertas circunstancias, advertimos plenamente; los rincones quedan impregnados de la felicidad o la muerte que atestiguaron, y aquello que en sus relatos se antojaba una mera premisa fantástica, en sus textos autobiográficos se revela como una clave para entender el enigma de las calles, el rechazo instintivo que nos inspira un parque o atravesar una frontera inaparente en forma de avenida, o que determinadas esquinas permanezcan durante siglos, sin una continuidad clara entre sus practicantes, como zonas de prostitución, de comercio informal o de resistencia política.
Cincuenta años antes de que Guy Debord y la Internacional Situacionista emprendieran el estudio de las leyes y efectos que el trazo de las calles tiene sobre nuestro comportamiento afectivo, Arthur Machen ya realizaba a solas investigaciones semejantes en las plazas desiertas de Islington y bajo los arcos del ferrocarril de Camden Town. Pero mientras que la exploración psicogeográfica de los situacionistas se encaminaba a la transformación de las condiciones de vida a partir de una utopía urbanística, Machen, que durante algún tiempo formó parte de la secta hermética de la Aurora Dorada, la desarrolló en beneficio de la literatura.
Imagen de portada: Mapa de Inglaterra intervenido, 2012. Flickr