El pequeño cubo de adobe se encuentra en un punto del árido altiplano potosino, en la proximidad de un monte y a la orilla de un arroyo seco. Surge del chaparral de arbustos aromáticos de gobernadora y hojasé que dominan la región y es resguardado por una numerosa familia de lechuguillas; pequeños agaves correosos de filosísimas puntas. Al centro de ese jardín habita una flamante biznaga roja y a sus alrededores abundan las palmas samandocas, los mezquites y huizaches, y algunos pirules veteranos que han encontrado la manera de sobrellevar la extrema sequía. La construcción intermitente de ese cubo ha tomado tanto tiempo que los renglones de arcillas de diversas tonalidades registran la larga historia de su amalgamiento y los bloques más antiguos muestran ya profundas cicatrices. Algo en su pausada e incierta factura habrá sido afortunado: pareciera ser un lugar atemporal o un ya muy antiguo refugio del desierto. Recién es habitable. Ahí dentro, cuando cierro las ventanas, el crepúsculo se torna tan oscuro que, al caer la noche, y tras liberar sus deslumbres y fantasmas remanentes, las retinas se refrescan y se apagan. Acto seguido se abre paso el largo cortejo de las sombras aciagas y el teatro negro de la mente. Y es que los desiertos en retiro me resultan propios para descender a mis infiernos. En contraparte —o recompensa—, cuando la noche arrecia, la insolación amaina y el alma se emancipa, la repentina llamarada de un cerillo se torna en supernova e ilumina mi cerebro: la mente escapa, retiene la luz, sueña, vuela y alcanza la anhelada quietud del serenísimo silencio. El habitáculo de barro es también un mirador poliédrico: abro la ventana que mira hacia el poniente y puedo contemplar desde ahí el valle que celosamente guarda los senderos, espinas, raíces, piedras, animales, flores, elíxires y estrellas que encarnan, en su desnuda y vibrante exposición al cosmos, mis últimos reductos del misterio. Por la ventana del sur alcanzo a ver el humilde caserío de la familia que me acogió con amor y sin recelo hace ya muchas décadas, y que es correspondida, y que representa, desde entonces, lo más dulce que ocurre en mi vida. La ventana del norte apunta hacia la vasta planicie y desde ahí se puede apreciar una clara línea divisoria en el paisaje. Una mancha inerte y calcinante que proviene del horizonte se extiende por el altiplano, y su huella avanza, y se acerca día con día, y envenena la tierra y sofoca el aliento de plantas y animales y silencia, así, el canto de los grillos. Puedo ver ahí, en ese gran reloj de arena, los signos de la desintegración y de la muerte. Muy lejos del cubo, en los litorales del Mar de Cortés, en Baja California Sur, hay una cañada habitada por gigantes cardones; esas cactáceas columnares que han poblado con éxito toda la península. Viven también ahí los zalates —enormes higueras rubias cuyas raíces laberínticas abarcan grandes extensiones y se encarnan en las rocas— y los torotes, árboles desnudos, robustos al tiempo que frágiles, tan solo protegidos por su delgada piel. Si bien es una región muy árida, cuando es favorecida por la lluvia, la Sierra de la Laguna alimenta sus arroyos y florecen los ciruelos y lomboys, los palos de Adán y las enredaderas de San Miguelito, entre muchos otros árboles y frondas. La fauna es vasta, y sus aves, arácnidos, reptiles y roedores han tenido mejor suerte —a mi parecer— que los del altiplano potosino.
Frecuento y aprecio de forma especial ese lugar, en particular un monte conformado por grandes rocas de granito que han sido ordenadas ahí, de manera calculada y precisa, por no sé qué fuerzas subterráneas y artes geológicas. Se trata de una formación natural, pero su espíritu es el de un templo. Las rocas son blancas y han sido decoradas por líquenes de diversos colores. El recinto se encuentra al borde de un hondo desfiladero y desde ahí la vista puede abarcar la amplísima llanura en toda su extensión hasta perderse en el horizonte azul plomizo del mar y la silueta de la isla Cerralvo. Quizás es por esa cualidad que el sitio ha sido elegido como santuario por la colonia de buitres que lo habitan. He podido observarlos desde lejos. Pasan largo tiempo apostados en sus respectivos peñascos hasta que, de tanto en tanto, alguno se incorpora para lanzarse al vacío en maniobras de planeo que intempestivamente rompe con vuelcos en picada para ejecutar sus operaciones de rapiña. Sus rugosos y desplumados rostros de cera roja se me figuran graves e inconmovibles. Por las noches duermen entre las rocas hasta el minuto uno del alba en el que todos ellos se yerguen apuntando hacia el oriente para alargar sus cuellos y desplegar sus alas en una insólita postura ceremonial. Ahí, inmóviles como tótems, reciben juntos el primer rayo del sol.
Una mañana decidí emprender una estrategia de acercamiento a ellos que no prosperó. Quería verlos de cerca. Siempre me han parecido seres plenos de misterio. La idea era ascender por las rocas con discreción, tan pausadamente que mi presencia no les resultara intrusiva. Sostuve la intención por varias horas, pero antes del mediodía me sentí insolado y descendí con la cabeza estallando para regresar a mi campamento y caer en un profundo sueño.
Fue ya en la madrugada cuando volví al lugar para intentarlo de nuevo. La peña se había transformado en una nave del más refinado diseño barroco en cuyo centro se alzaba una angosta y empinada escalera pétrea custodiada por seis grandes buitres encorvados cuyas túnicas de denso plumaje negro los hacían apenas visibles en la oscuridad del estrecho vestíbulo. Pude encontrar en la penumbra sus miradas crudas y su hálito de hedor cadavérico. Conforme iba ascendiendo las gradas a tientas ellos se fueron replegando, uno a uno, con movimientos teatrales, para abrirme camino y permitirme el acceso hasta el antepecho de un altar. Ahí, al centro de algo que parecía un enorme nido, y custodiado por un séptimo buitre, yacía un gran libro de apariencia antigua, con cubiertas de piel y hojas de pergamino, abierto e iluminado en su centro por un resplandor de luz cenital.
No sé cuánto tiempo estuve inmóvil, con el aliento suspendido, atento al rostro granuloso y glacial del guardia que se mantenía impávido y cuya mirada apuntaba al vacío: mi presencia le resultaba indiferente. Bajé la vista un instante y pude leer un fragmento del párrafo expuesto a la luz:
… y dile a mi verdugo que cuando él muera yo habré reencarnado en zopilote y comeré sus vísceras putrefactas y de mis excrementos surgirán diamantes de brillo eterno.
Quedé encandilado con el aura de ese encuentro. Habría querido estar más tiempo con los buitres y presenciar sus rondas por la cañada y ser testigo de sus hábitos y faenas en esos escenarios, pero debí conformarme con seguirlos observando desde lejos. Pensé en el lugar tan particular que ocupan en el espectro de virtudes y quehaceres propios de cada reino y en los límites que tocan y los hacen diferentes a otras aves, como ocurre —en los insectos— con Lucilia, la mosca necrófaga de armadura metálica cuya labor es cruda, rasante, y ocurre a cielo abierto. Es ahí, en el putrílago, donde Lucilia siembra la larva e inicia el nuevo ciclo de la vida. Si el zopilote devora y asimila las entrañas podridas del verdugo —comprendí—, su excremento es lo más cercano a la tierra en el curso del retorno y la imagen del diamante encarna —en el centro de ese sueño— un claro signo de transmutación. Condensé el mensaje del templo pétreo en un glóbulo blanco, azucarado, perfecto y esférico como una pequeña luna: una medicina invisible.
Vuelvo al refugio del desierto un día tórrido de abril en el que la familia contempla el jagüey polvoso y enteramente seco. Las chivas están flacas y los perros hambrientos y nerviosos, como que algo vaticinan. El corazón de mis hermanas, floreciente, despliega su refinado entramado de respuestas que superan a la sed y a la pobreza. Los ojos de sus niñas y sus niños brillan como estrellas; juegan alegres, me extienden sus brazos, sus risas y cariños. En el valle de los reductos se siente ya la inclemencia de la mancha calcinante que progresa. Pero sus piedras son códices inquebrantables, y si bien el misterio del lugar se va acotando en sus fronteras, crece como un fractal a sus adentros, en sus montes y valles microscópicos. Oigo la algarabía de las moscas; son como pequeños zopilotes. Temo que este valle pueda convertirse en fuego; he visto las flamas en mis sueños. Algún día fue mar; he podido ver sus fósiles. El refugio de adobe es sorprendente: hoy descubro que es fresco en la ígnea primavera como fue tibio en la helada del invierno.
Imagen de portada: ©Ariel Guzik, Cubo de adobe, 2021. Cortesía del artista