Es cierto: son demasiados los niños que carecen de la protección que toda infancia requiere. Demasiados niños robados de su niñez. Niños y niñas abandonados que malviven en la calle. Niños que sólo han conocido la violencia. Niñas y niños abusados sistemáticamente en las instituciones creadas para albergarlos, educarlos y brindarles un futuro. Niños muertos donde debieran vivir. Niñas y niños que, intentando escapar de la muerte que sus casas, ciudades, países les aseguran, prefieren correr la suerte de cruzar un océano o de atravesar a nado un río torrentoso, o de trasponer una frontera peligrosa y correr, seguir corriendo por selvas y desiertos intentando eludir a agentes de alma asesina, porque correr, correr, correr tales riesgos es la única opción. Niños que se prostituyen para sobrevivir y a veces morir en el intento. Niñas violadas en la calle y en sus propios hogares. Niñas embarazadas y niñas-madre sin modelo materno que emular, niñas rechazadas por sus padres. Niñas a las que se les niega el derecho de abortar esas células no deseadas que, en el decir de una niña que sufrió un abuso, “alguien les puso ahí”. Niños de todos los sexos que aun contando con madre y padre fueron quemados, apaleados, torturados, encerrados en subterráneos llenos de ratas, niños que sufren situaciones de violencia física y mental. Que incluso mueren en sus casas por el absoluto descuido de los adultos.1 Porque no idealicemos a la familia: tenerla no siempre constituye una garantía. Es cierto: debí referirme a esas huestes de infantes sin infancia en mi libro Contra los hijos, debí hablar del brutal desamparo de quienes habitan ese extremo de la niñez, un extremo opuesto pero complementario del que habitan otros. Si no me detuve en sus angustiosas experiencias es porque no podía hacerlos responsables de sus penas ni podía cargar contra los hombres y mujeres que los engendraron ni menos contra las madres que los dieron a luz: los progenitores de los niños precarios que con tanta frecuencia viven en el infierno de la alienación.
Ahí la razón para dejar en paz a estos niños sobrepasados de dificultades. Acá el motivo para arremeter contra los niños sobreprotegidos. Aquellos acunados hasta el agotamiento por una sociedad que, mientras les regala un ojo ciego y oídos sordos a las infancias más precarias, se asegura de que los niños de clase media para arriba cuenten con todas las subvenciones y todos los derechos. Ese subvencionar, sin embargo, y ese proteger que nos parecía una práctica de extraordinaria necesidad y justicia han acabado auspiciando a una generación de seres caprichosos que no sólo quieren tenerlo todo sino que además lo demandan a expensas del resto. Y aquí dejo de teclear para preguntarme cuándo es que estos niños, que suelen ser hijos ricos o hijos únicos o hijos adoptados o hijos frágiles de madres mayores o de madres solas o de padres separados que compensan el cansancio o la ausencia entregándoles lo que pidan sin restricción, cuándo es que estos niños se volvieron déspotas. Los especialistas aseguran que un niño no nace déspota (¡no existe el cuadro clínico!) sino que se va volviendo así: ¡irresponsable!, ¡impulsivo!, ¡manipulador!, ¡vengativo!, ¡insensible al sufrimiento ajeno!, ¡narcisista!, ¡incapaz de soportar la más mínima frustración! Poco a poco empieza a ejercer su violencia contra los demás y sobre todo contra su madre. Los especialistas dicen de manera unánime que un niño neonato sólo tiene, de inicio, su llanto desesperado e inarticulado pero en cuanto abre los ojos y se sienta en la cuna empieza a hacerse de sofisticadas estrategias para intentar salirse con la suya: llantos que rompen el tímpano, pataletas públicas que tuercen cabezas, chillidos, insultos, vómitos autoprovocados: la lista es variada e inabarcable. Y éste es el momento, atención. Es en esos primeros arrebatos que el hijo necesita (y no falta quien opine que lo está pidiendo a gritos) que se le impongan rutina, disciplina, límites claros, deberes en la casa, responsabilidades propias y ni un solo entrar-a-razonar con argumentos de esos que los hijos desoyen cuando les conviene. Es entonces y no después cuando necesitan que se les diga que no con toda claridad y asertividad. Pero si en el pasado eso resultaba tan sencillo, no es raro que los padres clasemedieros actuales sucumban ante el hijo o que prefieran rendirse antes que provocar un escándalo mayor que los avergüence ante los demás. El error es no poner el freno entonces. El límite entonces. Porque detrás de un estallido impune y de otro vienen el niño agresivo y el adolescente maltratador de la madre sobre todo. ¿Y detrás? Un varón violento que hará peligrar la vida de su pareja. Eso advierten los especialistas. Que un niño no nace dominador pero pronto se vuelve tirano si nadie se lo impide y nadie parece estarlo impidiendo. No sus progenitores (¡sobreprotectores!, ¡pusilánimes!, ¡temerosos!, ¡culposos!) que parecen haberse olvidado de su misión. No sus abuelos y abuelas (¡amorosos pero consentidores!, ¡permisivos!, ¡malcriadores!). Y tampoco sus profesores, quienes intentando revertir la realidad contrapedagógica que estos niños viven en sus hogares querrían imponer otros criterios, otros rigores, pero no se atreven: detrás de un niño-sin-freno, de un tirano-en-ciernes, hay cada vez más padres dispuestos a impedir que alguien se atreva a imponerle restricciones a su nene. 2 A exigirles un esfuerzo. Ahí está la madre que lo resuelve todo por ellos, el padre que los justifica. Y va pasando el tiempo sin que esos niños progresivamente tiranos aprendan dónde se ubica lo apropiado y dónde la conducta impropia. Normas de comportamiento dentro de la casa y fuera de ella, en sociedad. Niños (y también niñas, aunque las niñas tiranas son escasas todavía) a los que no se les dan pautas que los entrenen para soportar las dificultades que vendrán. Me detengo otra vez, levanto los dedos de mi computador, observo en la pantalla esas palabras en plural, en futuro: dificultades que vendrán. Sé, porque lo he vivido y porque lo veo en mis alumnos, que a lo largo de la vida habrá una infinidad de desafíos y de desesperación. Y pienso en la solución del ansiolítico tan de moda hoy, en los estimulantes del sistema nervioso central usados para fijar, a edades demasiado tempranas, la atención de niños inquietos o desordenados o hiperactivos que no conocen límite ninguno. Es asombroso el aumento de la medicación en la educación primaria: en las escuelas pero sobre todo en los colegios se ha producido una explosión. ¿Más fácil drogar a los niños que disciplinarlos, mejor drogarlos que enseñarlos? Hay instituciones donde son tantos los niños “diagnosticados” con déficit atencional que se mantienen pastilleros para no confundir las dosis que cada uno debe recibir.3
Y no se trata de negar trastornos verdaderos, se trata de poner en sospecha este aumento exagerado de Ritalin. ¿No nos resulta raro y sobre todo sintomático que tantísimos niños estén “necesitando” hoy esta droga emparentada a la anfetamina para poder pasar medio día “concentrados” o “tranquilos” o “portándose bien” en el colegio? ¿No se estarán medicalizando las rabietas y el escándalo como si fueran una patología psiquiátrica? ¿No deberíamos entender este uso y este abuso como síntoma de una descompensación de otro orden? Mucho más expedito es extender una receta médica y lavarse las manos que tratar la deficiencia pedagógica y el problema social.
Ya me he referido —en una diatriba más enjundiosa— a la transformación histórica de la idea-del-hijo, que de adulto-en-miniatura pasó a ser hijo mimado y hoy, de manera alarmante para psicólogos y sociólogos y abogados, hijo abusivo, hijo tirano. Y describí en detalle cómo cambió el lugar del hijo dentro de la institución de la familia, su lenta pero efectiva mutación de hijo-con-deberes a hijo-con-derechos. El hijo-emperador. Una elaboración sesuda, si se quiere, que se complementa con lo que la escritora Amélie Nothomb describe en el plano de la seducción:
[Nosotros] queríamos agradar a nuestros padres, llamar su atención […]. Después de 1975, sobre todo en las grandes ciudades, empezó a ocurrir lo contrario. Ahora los padres viven en la angustia de no complacer a sus hijos, de no interesarles.
Esos padres (ciertos padres, ciertas madres) se esfuerzan por encantar a sus hijos mediante la entrega suntuosa de lujos con los que ellos en la infancia no contaron. Y estos intentos de seducción que podrían resultar anecdóticos tienen connotaciones profundas y preocupantes bajo una ideología individualista y nuestro sistema capitalista que abandonó sus funciones custodiales (vitoreado por ciudadanos decididos a no pagar por el cuidado de todos). En el sálvese-quien-pueda que hoy nos rige, la posición social de cada uno debe ser mantenida con esfuerzo propio, y sostenida y confirmada por encima de todos los demás. Es aquí a donde quería llegar, en esta sucinta meditación: si el modus operandi del capitalismo ha propiciado la emergencia de padres competitivos y sustentado la nefasta figura de hijos sobreprotegidos, de hijos-clientes-de-sus-padres, autoritarios, tiranos, narcisistas que todavía no cumplen la mayoría de edad, ¿qué sucederá cuando se conviertan en ciudadanos o ciudadanas con derecho a voto e incidencia en la sociedad? ¿Qué será de los ciudadanos vulnerables, niños, mujeres, enfermos, ancianos (¡ya para entonces seremos parte de este grupo geriátrico!) y qué será de los no-ciudadanos que nos acompañan? ¿Qué será de ellos y de nosotros si los pequeños tiranos se vuelven grandes tiranos que controlan el poder? Me temo que es lo que estamos empezando a ver.
Imagen de portada: Annemarie Arzberger, Every Baby Has a Fantasy, 2016
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¿Cómo se entiende, si no, que en los Estados Unidos mueran al año un centenar de niños menores de doce, en accidentes con armas de fuego dejadas a mano por adultos negligentes? Son los índices más altos del mundo donde se llevan a cabo estos conteos, los más altos aun cuando esas muertes accidentales han ido disminuyendo. ↩
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No faltan profesores hablando de padres que llegan al colegio a defender “el derecho” de los hijos a no entrar a la sala de clases o de sentarse en el aula a contestar mensajes en el teléfono, y de madres que exigen que su hijo reciba buena nota aunque no haya estudiado porque el hijo “lo merece”, es decir, el hijo o el padre o la madre pagan por su nota. ↩
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Para muestra, un botón o una pastilla: en Chile la importación de metilfenidato, componente químico del Ritalin, creció 240% en sólo diez años. 20% de los escolares está siendo medicado a lo largo de Chile mientras la tasa mundial es de 5%. Este auge de la pastilla resulta sospechoso. ↩