Se ha abusado tanto del término populismo que nadie parece saber ya exactamente lo que designa. Pero no hay que caer en el derrotismo conceptual: a pesar de las corrupciones semánticas, sabemos lo que es el populismo. Y sabemos, o debemos saber, que es algo diferente de la demagogia; que no basta con que haya un líder carismático de por medio para que se trate de populismo; que las inclinaciones “iliberales” no le son exclusivas. Para hablar de populismo necesitamos que un líder, partido o movimiento desarrolle una práctica política —lo que incluye un discurso tanto como una escenificación— basada en el antagonismo entre el buen pueblo y sus enemigos. La historia es sencilla y por eso funciona: la democracia ha sido vaciada de contenido y esa degeneración solo puede remediarse mediante la intervención salvífica del líder populista, quien convertirá la voluntad popular en fundamento de la acción del poder público.
Si bien se mira, lo que hace el populismo es invocar la ideología de la democracia —cuya premisa es que el pueblo se gobierna a sí mismo— para movilizar las emociones de los ciudadanos: tanto las negativas (contra las élites y demás “otros”) como las positivas (esperanza de redención). Y si durante muchas décadas lo habíamos considerado ante todo un fenómeno que afectaba a las sociedades en transición hacia la plena modernidad (el caso iberoamericano), que no obstante encontraba expresión en los países más ricos del continente europeo (populismos de base nacionalista opuestos a la inmigración), las turbulencias políticas creadas por la Gran Recesión han hecho emerger movimientos populistas de nuevo cuño en las democracias avanzadas. Tomarse el populismo en serio se ha convertido en una obligación, máxime cuando puede caracterizarse como un “estilo político” susceptible de ser imitado como estrategia para alcanzar el poder.
¿Y qué caracteriza al estilo político populista? Para Benjamin Moffitt y Simon Tormey, serían sus cualidades performativas y estéticas. El populismo suele espectacularizar las crisis, emplear un lenguaje provocativo y presentar a sus líderes como outsiders que irrumpen desde fuera del sistema con la intención de regenerarlo moralmente. Sus líderes, además, utilizan herramientas expresivas —el lenguaje, recursos escénicos, proyección de imagen, movilización de emociones— para modificar o crear la subjetividad del público, al que transforman en el “pueblo”. Es decir, consiguen que el ciudadano agraviado comience a sentirse miembro de un colectivo moralmente inocente en lucha contra los enemigos de la gente común. Se trata, en fin, de una forma de hacer política que intenta producir emociones en las personas y apelar con frecuencia al recurso de los afectos. Juan Domingo Perón, líder del peronismo argentino, lo dijo con claridad: “El populismo es una cuestión de corazón más que de cabeza”. De eso trata este artículo.
Ahora bien: dar por hecho que el populismo trata de suscitar en el público sentimientos de indignación, miedo o resentimiento no lleva demasiado lejos. Este rasgo no permite siquiera diferenciar a los movimientos populistas de sus rivales, pues ni el recurso a las emociones es exclusivo del populismo, ni el populismo se agota en las emociones. No hay ideología política disociada de los afectos: si el socialismo proyecta emociones positivas sobre la igualdad, el nacionalismo exalta a su nación y el liberalismo canta a la libertad individual. De hecho, el empleo de las emociones es parte sustancial de la estrategia comunicativa de cualquier partido político en las democracias de audiencia contemporáneas. Y hay otras facetas del populismo que exigen nuestra atención, desde los elementos con que compone su discurso a las estrategias de movilización que pone en práctica, sin olvidarnos de sus alianzas internacionales o del empleo de las redes digitales. Aunque los afectos resulten indispensables en la ideología y la práctica populistas, y disten de ser un asunto sencillo, de ninguna manera deben ser considerados una novedad en la esfera política. No obstante, sí es nuevo el modo en que nos aproximamos a ellos.
El llamado giro afectivo en las ciencias sociales ha procedido a redescubrir el papel de los afectos y sostenido la tesis de que razón y emoción se relacionan de manera tan intrincada como ambivalente,1 demostrando así que las emociones juegan un papel mucho mayor de lo previsto en el modo en que los individuos perciben los asuntos públicos, los evalúan y toman decisiones políticas.2 Por tanto, el recurso a las emociones no puede ser exclusivo del populismo: si hay emociones populistas, también las hay socialistas o conservadoras e incluso liberales. O sea, todas las ideologías o doctrinas despliegan un régimen afectivo y movilizan emociones concretas, invistiendo de cualidades afectivas a conceptos o significados particulares. No obstante, se diría que las emociones tienen una importancia especialmente destacada en el populismo, tanto en sus fundamentos doctrinales como en su práctica política.
En primer lugar, el populismo rechaza que el orden social pueda fundarse en la razón. En otras palabras, no cree que las democracias sean construcciones racionales.3 Por el contrario, considera que el vínculo social es afectivo y se basa en la comunión emocional del pueblo con el líder y en el rechazo visceral de sus enemigos. Donde hay pluralismo, no puede haber unidad; donde hay división, no existe el pueblo. De ahí que el populismo trate de construir lazos afectivos entre los individuos al margen de sus diferencias socioeconómicas. Y por ello explota los sentimientos negativos experimentados por los distintos grupos sociales, con objeto de convertirlos en sentimientos positivos de apoyo a su líder. Sentimientos negativos son aquí la indignación, el resentimiento o el miedo; positivos serían la esperanza de que las cosas puedan cambiar y la adhesión al movimiento político que promete derribar al establishment. Pero la identificación con el cuerpo colectivo del pueblo puede asimismo describirse como caracterizada por un sentimiento de pertenencia agresiva: la satisfacción emocional y psicológica que proporciona sentirse parte de una comunidad de iguales coexiste con el rechazo visceral a unos enemigos a los que sentimos “diferentes”.
De otro lado, la construcción del antagonismo entre pueblo y élite se asienta en un conjunto de mecanismos psicológicos y afectivos que se aprovechan de los déficits de racionalidad del sujeto político. No sería descabellado afirmar que el populismo es aquel estilo político cuyo presupuesto operativo es el tribalismo moral de la especie, ya que si funciona la contraposición elemental entre pueblo y élite es debido a disposiciones naturales de la especie humana. De acuerdo con los teóricos sociales de la evolución, los mismos mecanismos que han facilitado la cooperación social intragrupal dificultan la cooperación con miembros de otro grupo, lo cual refuerza la separación de los seres humanos en distintas tribus morales adscritas a cosmovisiones y valores morales dispares. Se deduce de aquí que, cuando del antagonismo entre grupos se trata, el contenido particular de las creencias es menos importante que los sentimientos que experimentamos, pues son estos los que nos hacen compartir las creencias.
El populismo intenta así sacar provecho de la propensión del individuo a estructurar su comprensión de los asuntos públicos por medio de relatos o historias. Las narraciones hacen posible que nos vinculemos emocionalmente con los acontecimientos, pues son esas estructuras narrativas las que ordenan nuestra percepción de la realidad. Todos los actores políticos tratan por ello de fabricar historias que representen una idea, valor o sentimiento, a fin de que sus receptores la interioricen más fácilmente. El relato populista es tan sencillo como poderoso: el pueblo, sojuzgado injustamente por las élites, ha de recuperar el poder para así reparar las injusticias de que ha sido objeto. Y desde su primera línea declara un objetivo cuya realización se vincula a una acción colectiva —liderada por un individuo— de naturaleza épica.
Sin embargo, siguiendo esta línea de pensamiento, el pueblo no tiene un contenido particular, sino que ha de ser “construido” por el populismo. Reinhart Koselleck ha explicado que la definición del pueblo depende de dos ejes: uno que va de abajo a arriba en el interior de la comunidad política y otro que distingue entre quienes están dentro y quienes se quedan fuera de él. Ahora bien: la operación mediante la que se especifica ese contenido pertenece al orden afectivo. Por eso dice Ernesto Laclau que conceptos como pueblo o élite son “significantes vacíos” que esperan a ser rellenados de una manera o de otra según sea la estrategia movilizadora del movimiento populista en cuestión. Desde este punto de vista, no habría significados políticos que no tengan soporte emocional. Así sucede con el concepto de pueblo, que aparece investido con valores positivos, mientras que los enemigos del pueblo, contrariamente, solo pueden ser los villanos de la novela.
Por otro lado, es evidente que el líder juega un papel esencial en la estrategia afectiva populista, pues encarna y personifica la abstracción que es el pueblo. Dicho de otro modo: “La función del líder es transformar representaciones conceptuales siempre defectivas en representaciones afectivas”.4 Se hace así posible una identificación más emocional que racional del seguidor con el líder. Entre otras cosas, porque opera en el terreno inmediato de las percepciones; de ahí la importancia que tiene la construcción de la imagen populista del líder, quien está obligado a resultar creíble como representante del malestar ciudadano sin mediaciones y a relacionarse directamente con el pueblo de manera que pueda erigirse como su portavoz exclusivo. El difunto presidente venezolano Hugo Chávez lo expresó mejor que nadie: “Yo no soy un individuo. Yo soy un pueblo”.
En ese sentido, el estilo político populista posee una dimensión performativa que contiene elementos afectivos de primer orden. No puede ser de otra manera, ya que la estrategia populista pasa por la espectacularización de las crisis y la escenificación del conflicto resultante entre el buen pueblo y sus malvados enemigos. El lenguaje simplista e incorrecto característico de los líderes populistas debe entenderse como una dramatización del antagonismo pueblo/élite. Margaret Canovan lo ha descrito como un “estilo tabloide”, aunque Moffitt prefiere hablar de “malos modales”. Como sea, el líder populista busca un equilibrio performativo entre la apariencia extraordinaria (liderazgo redentor) y la ordinaria (identificación popular). Para diferenciarse del sistema, recurrirá a distintas estrategias auto-representativas: vestirá el atuendo de las minorías indígenas (Evo Morales), despreciará la formalidad indumentaria (Pablo Iglesias) o se describirá como un hombre de negocios ajeno a la política capitalina (Berlusconi, Trump). En suma, su relación con los ciudadanos no se establece únicamente a través del discurso, sino mediante una performance global que incluye ideas, vocabulario, acentos, lenguaje corporal, gestos.
Finalmente, el primado de las emociones se expresa también en la preferencia del populismo por una democracia de corte agonista, organizada alrededor de las pasiones políticas de unos ciudadanos comprometidos con la defensa de sus posiciones ideológicas. El agonismo cree que el consenso liberal encubre injusticias y ahoga las voces de los oprimidos, mientras defiende en cambio la idea de que la democracia es un conflicto entre “enemigos amigables”, es decir, entre ciudadanos que comparten el espacio simbólico común de la democracia y discrepan acerca de cómo habría de organizarse ese espacio.5 Aunque no está claro qué aspecto tendrían las instituciones de una democracia agonista, su propósito es estimular el enfrentamiento entre cosmovisiones e identidades rivales. Y el populismo, desplegando un estilo político basado en el antagonismo y la emocionalidad, busca justamente eso: transformar la democracia liberal en democracia agonista.
Merece la pena añadir que la performatividad del estilo político populista no es indiferente a las herramientas expresivas dominantes en cada época. Son ellas las que permiten la comunicación con el público y la autorrepresentación del líder o movimiento. Se trata de un repertorio acumulativo, ya que la aparición de Internet no suprime el valor comunicativo de la televisión o la radio, ni elimina la posibilidad de recurrir a formas más tradicionales de acción política como el mitin o la manifestación. Dicho esto, la digitalización de la esfera pública es un fenómeno sustantivo que reconfigura aceleradamente el espacio público democrático. Y cabe preguntarse, aunque no será aquí donde respondamos a esta pregunta, si el tipo de comunicación que hacen posible las redes digitales no facilitará la tarea del populismo a la hora de crear democracias agonistas y de movilizar sentimientos de adhesión en el “pueblo” que ellos dicen representar.
Imagen de portada: Propaganda soviética, ca. 1930
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Ver Manuel Arias Maldonado, La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI, Página Indómita, Barcelona, 2016. ↩
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Ver Joseph P. Forgas, Feeling and Thinking: The Role of Affect in Social Cognition, Cambridge University Press, Cambridge, 2000. ↩
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Ver José Luis Villacañas, Populismo, La Huerta Grande, Madrid, 2015, pp. 15-16. ↩
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Ver José Luis Villacañas, Populismo, La Huerta Grande, Madrid, 2015, p. 6. ↩
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Ver Chantal Mouffe, The Democratic Paradox, Verso Books, Londres, 2000. ↩