Pasó la mitad de su vida de viaje. No es una metáfora ni una exageración: si no estaba en un tren atravesando alguna región de China, se lo podía encontrar en Guatemala o navegando un río de África para llegar a un pueblo perdido en el que, le dijeron, una persona le contaría una historia de vida. A partir de muchos de esos viajes escribió libros, o artículos, o artículos que luego se convertirían en libros. Porque el fervor viajero de Martín Caparrós es análogo a su grafomanía: ha publicado cerca de treinta y cinco libros y ahora está trabajando en sus memorias.
Sus libros de viajes son de naturaleza diversa. Los hay de pequeños relatos o escenas de ciudades o zonas diversas, como Larga distancia o La guerra moderna; los hay de países, como Dios mío (India) o Pali Pali (Corea). También de regiones completas (Ñamérica) e incluso un largo viaje por su propio país, Argentina (El Interior).
En líneas generales, podríamos decir que Caparrós es un intelectual de cambio de siglo, cuyos intereses y curiosidades son múltiples: la gastronomía, la historia, la literatura, la demografía, el fútbol, la política, la fotografía y un largo etcétera. Pero quizás sea su pasión de viajero la que mejor agrupe o encauce muchos de ellos.
¿Tenés alguna idea aproximada (en países, en millas, en horas) de cuánto has viajado en tu vida?
En algún momento he tenido una competencia con una amiga de Naciones Unidas, de a cuántos países habíamos ido y cuando pasé los cien, dejé de contar. Eso es todo lo que sé.
¿Podés detectar en tu vida algún momento en el que se despertó el deseo o la pasión por ser viajero?
Hice un primer gran viaje cuando tenía doce años. Fui con mi hermano, que tenía siete, a Madrid y Londres. Nos esperaba mi padre, pero no lo vimos mucho. Fue muy curioso, pasaron cosas raras todo el tiempo. Ahora estoy escribiendo unas memorias y me sorprendió ver la cantidad de páginas que ocupaba ese pequeño episodio. Y supongo que eso tiene que ver con el apetito por los viajes: el hecho de que, en ellos, el tiempo parece mucho más lleno (más denso, más intenso) y, por lo tanto, menos olvidable. Y, en última instancia, pelear contra el tiempo es lo que hacemos sin parar.
¿Podés escribir en los lugares que visitas o necesitas volver a tu casa o a tu país para poner en orden lo vivido y sentarte a narrarlo?
Siempre escribo in situ, lo más cerca posible de aquello que describo. Y no es que tome notas: escribo párrafos. Lo que tengo que hacer cuando vuelvo es ordenarlos, conectarlos. Las cosas se me ocurren por frases y no por conceptos o descripciones.
Entonces hay en tu vida un primer viaje importante, pero la pulsión de viajar para contarlo llegaría después.
Sí, y llegó relativamente tarde. Empecé a hacerlo a los 34 años. Había viajado mucho sin contar nada. Y las primeras veces que viajé para contarlo era porque quería viajar, no porque quería contarlo. Después este proceso empezó a dar vuelta y empecé a querer contarlo y a viajar para eso.
¿Cómo se hace para escribir sobre lugares muy turísticos o muy escritos previamente? Pienso en casos emblemáticos como Nueva York o París.
Sobre París casi no escribí, curiosamente. Pero sobre Nueva York, donde estuve poco más de un año, como corresponsal, tengo una serie de textos, pequeñas escenas de la calle. Lo que me daba ganas de contar eran esas pequeñas situaciones. Veía algo que me parecía raro y me paraba a escuchar. Momentitos. Porque, si no, tenés la sensación de que todo está contado, pero siempre se puede registrar lo pequeño. Y, en realidad, yo nunca pensé que escribiera relatos de viaje. Tengo un prejuicio contra los relatos de viajes.
¿Por qué?
Me parece que en los relatos de viajes el viajero está demasiado presente. Y lo que siempre me interesó fue contar las historias que sucedían en otros lugares; que lo importante no fuera mi viaje.
¿Hay un riesgo, cuando viajás a países distantes, en resaltar lo exótico?
Ocurre lo mismo que cuando se escribe sobre Nueva York. Hay que encontrar escenas, historias, personas. Y, sin olvidar que son lugares muy distintos, uno se da cuenta de que a las personas les pasan cosas muy parecidas. Ese es un antídoto fuerte contra el exotismo. He estado en lugares que a primera vista parecen radicalmente extraños, y me he encontrado con gente que tiene problemas muy parecidos a los que podríamos tener vos o yo.
Entonces, para el trabajo del cronista de viajes, ¿una de las claves, es hablar con la gente?
Es absolutamente central. Y lo que más me gusta del periodismo, o como sea que esto se llame, es que te encontrás con mucha gente que quiere contarte sus historias. Es un gran privilegio. Lo que más me gusta es escuchar a alguien contarme su vida.
¿Te sirve leer sobre los lugares antes de ir?
Sí, sobre todo para tener un contexto que haga que las personas con las que hablo sientan que están charlando con alguien que sabe las cosas básicas de la zona. Pero, luego, todo consiste en romper con eso que has leído. Cuando empecé a hacer estas crónicas era muy difícil leer sobre Birmania, por ejemplo. Me iba a un Instituto Norteamericano de Cultura donde tenían colecciones de revistas como New Yorker o National Geographic. Miraba revista por revista y fotocopiaba lo que me pudiera servir. Revisaba durante cuatro días para encontrar un artículo. Ahora gugleas “Birmania” y en 0.02 segundos tenés 342 mil artículos. Antes lo difícil era encontrar; ahora lo difícil es descartar. Entonces leía lo poco que había pero cuando llegaba al lugar tenía el prurito de no dejarme influir más de necesario por aquello que había leído.
En estos treinta años hubo muchos cambios en las maneras de viajar. ¿Cómo viviste esa transformación?
Cuando hice ese viaje a los doce años era muy raro que un chico paseara por Europa, y mi familia no era especialmente rica. Subirse a un avión era muy infrecuente. Ahora los aviones están llenos de niños y nos parece que subirse a un avión ya no es un gesto elitista; sin embargo, tres de cada cuatro personas en el mundo nunca se subieron a un avión. Creemos que ahora “todo el mundo” viaja en avión, pero no, aunque sin duda la cantidad de gente que viaja ha crecido. A veces me impresiona cuando pienso que, hasta hace ciento cincuenta años, la mayor parte de las personas no sabía lo que pasaba a más de veinte kilómetros de donde habían nacido y morirían. Eso cambió radicalmente, porque aun los que no viajan saben que existe eso otro. Y los que viajan son muy odiados por otra gente.
¿Cómo es eso?
Bueno, el propio Brexit tiene que ver con que se estableció una especie de clase cosmopolita, que serían en general los más educados y los más prósperos, y luego hay un enorme sector que no participa de esa globalización y que les tiene bronca. El Brexit fueron viejos ingleses que nunca salían de su pub que se cagan en los señoritos de Londres que son gerentes de un banco y viajan de acá para allá y toman vino francés y comen salmón sueco. Es una de las grandes divisiones de nuestro tiempo. Los que viajan establecen una especie de mundo en común con los otros que viajan. Por eso los movimientos de derecha son muy nacionalistas. Contra los inmigrantes, por un lado, pero también contra los cosmopolitas.
¿Queda algún lugar al que quisieras ir?
Durante mucho tiempo pensé en Tombuctú. Me hacía gracia el nombre. En el siglo XV fue una gran ciudad; era ahí donde se juntaban los comerciantes que venían del norte para vender sal del desierto con la gente que venía del sur para vender esclavos de la África negra. Varias veces estuve a punto de ir. Quería llegar por el río Níger, pero el río solo tiene corriente para hacer eso tres veces por año. Cuando podía ir, el río estaba seco. Con el tiempo empecé a pensar que era mejor tener un lugar al que no fuiste, casi por una cuestión de superstición.
Has viajado muchísimo, y ahora estás, por una enfermedad, en una silla de ruedas. ¿Cómo ha cambiado tu vida de viajero?
Más que cambiar, está en vías de disolución. Mi sensación es que yo tenía dos medias vidas: la mitad era estar escribiendo y la otra mitad, estar viajando. Y ahora me quedé con una sola, lo cual es terrible para mi editor, porque ya tengo como diez libros inéditos. Viajo muy de vez en cuando para alguna cosa muy concreta, pero no son viajes, sino desplazamientos. En algún momento yo sentía una fuerte diferencia entre dos tipos de viajes que hacía: ir a un lugar remoto para ver qué me encuentro y entender algo o hacer turismo por mi pasado, que es lo que hago cuando voy a Buenos Aires o a ciudades donde viví. Ahora, acaso hago esto último, o incluso menos, cuando voy a un encuentro literario y me muevo del hotel al auditorio.
¿Qué preferirías: viajar mil años al pasado o al futuro?
Hasta hace poco te habría dicho que mil años hacia atrás. Estudié historia, siempre estuve muy fascinado por los pasados. Pero ahora te diría que hacia adelante, y creo que tiene que ver con que ya está muy claro que no lo voy a ver, de modo que esa curiosidad es mucho más fuerte. Hace unos años hubiera preferido ver cómo construían Notre Dame, pero ahora me daría mucho más gusto ver cómo vivirá la gente dentro de unos cuantos siglos.
Imagen de portada: Eugène Delacroix, Notas de un viaje a Marruecos, 1832. Museo del Louvre