Hay lobos sueltos que acechan detrás de las palabras. A veces saltan a las páginas. Neil Gaiman
Las mujeres bailan a coro, se jalan los pelos, gritan, mienten, escupen, maldicen. Las mujeres se mueren pero no se van. La masía del Clavell, repleta de los ecos de sus muertas, se agita “como una garrapata” enquistada en la sierra de las Guillerías y se conserva incólume, testigo de las sucesivas peripecias de un linaje femenino que se perpetúa.
En Te di ojos y miraste las tinieblas, Irene Solà apuesta por reescribir cuentos de la tradición oral catalana y los pone en contexto dentro de la historia familiar. A lo largo del día y la noche en que una de sus descendientes agoniza, las mujeres de la familia irán narrando su historia a través de Margarida, quien desciende a los infiernos para resistir la tentación de celebrar con el resto de los fantasmas.
El texto se convierte así en un ovillo de cuentos y versiones, distintas perspectivas encontradas cuyo hilo pudiera ser el cuento tradicional en que una mujer vende su alma al demonio a cambio de un marido. Sin embargo, el marido debe estar completo para que se cumpla la transacción, y como el hombre tiene amputado un dedo del pie, la mujer engaña al demonio, o así parece. A raíz de esa anécdota las vidas de las otras mujeres de la familia se van desgranando sin consuelo, una por una, condenadas a parir seres inacabados.
Todo ocurre durante un día que son muchos días, una oscuridad que retrata varias oscuridades. En los apartados de “Madrugada-mañana-mediodía-tarde-atardecer-noche”, las mujeres ríen, pelean, padecen desgracias varias, se enamoran y se reconcilian. Sobre todo, resisten en este tiempo cíclico maltratos divinos y humanos y siguen cuidando como pueden, dando vida como pueden, perpetuando un apellido maldito en medio de la sierra. A lo largo del día preparan un aquelarre para dar la bienvenida a la siguiente de las suyas, y es en ese acto diabólico donde el lector se ve confrontado con los conceptos de fortuna, identidad y leyenda. Da igual si lo que se cuenta dentro de la novela son mentiras, porque la forma de contarlas, con elegancia y contundencia, hace que queramos escuchar más, mucho más, de esa casa embrujada.
Solà utiliza palabras que se encabalgan como ríos de piedras y se vale del rescate de la oralidad para ahondar en los linajes femeninos. Las mujeres de la novela son pitonisas, cuentacuentos, prostitutas y curanderas, pero también jabalíes, cerdas, yeguas y perras, todo a la vez. Sus afectos las atan y las condenan a una existencia muchas veces precaria, aunque se aferren a la vida con la conciencia de quien habita el desastre. Lo escatológico y lo esperpéntico conviven lado a lado con la tradición popular y con la maravilla. Las niñas que nacen sin pestañas se transforman en brujas que predicen el futuro. El diablo vive bajo una saliente en medio del bosque y es un enorme toro negro que acoge y subyuga.
Te di ojos y miraste las tinieblas puede leerse como una historia de lobos: la de Bernadí Clavell, el maestro lobero que inicia la maldición, quien se dedica a rastrear a las bestias y cobra por su captura y muerte; y también la de Francesc Llobera que, como todo lobo feroz que se respete, convence a la hija de Bernadí, Margarida, de darle techo y sustento, y termina ejecutado por ladrón, encantador y peligroso. También es la historia de la progenie de esos lobos salvajes, los que nos rondan y los que habitan en las tinieblas de nuestros corazones, listos para devorarlos. Y es el relato sobre el precio que pagamos a cambio de cumplir con nuestros anhelos, y cómo dicho precio siempre resulta demasiado caro.
La novela es también una historia de ojos y miradas que se encuentran. Ojos como platos, “como dos cucharas”, “como huevos cocidos”, “vacíos como cáscaras de avellana” o encendidos “como dos antorchas” que se miran sin reconocerse y habitan el pasado e intentan abarcar el futuro y que ni siquiera la muerte puede cerrar del todo. Los ojos se pasean por la masía, un animal sufriente en propio derecho, que acoge fantasmas propios y ajenos, niñas cabritas, un demonio patético, historias que se reflejan y que construyen el discurso admirado de una época, la tradición oral de un pueblo.
La autora dialoga con sus propias referencias literarias, enlistadas con la celeridad de una alumna aplicada al inicio de los capítulos. Encontramos ahí a Rulfo, a Szabó, a Woolf, como si la escritora necesitara ponernos sobre aviso, dejar esas migas en el sendero para evitar que se las coman los pájaros. Si puede llegar a sentirse acartonada esa autoconciencia referencial, también es cierto que la intertextualidad aporta aún más capas a una historia de por sí compuesta de distintas espesuras geológicas y nos ayuda a encontrar sentido a las decisiones literarias que plagan la novela. Nada es casual en el texto, parece decirnos. Es mejor que lo sepas. Toda la barbarie, toda la fantasía, los humores y temblores vertidos en estas páginas tienen una intención consciente de diálogo no solo con una tradición folclórica específica, sino también con la Literatura en mayúscula, con la tradición de las tramas que se componen de millones de hebras entretejidas con exactitud.
Los cuentos populares a los que se alude en la novela también poseen su propio índice, extensamente documentado en un apéndice final. Estos relatos maravillosos se han injertado en la trama para pervertirla con su ímpetu salvaje. La manera en que se expanden y contaminan el arco general de la novela nos advierte de su ferocidad: si no tienes cuidado, las viejas historias terminan por devorar todo lo que tocan, te pierden en caminos ondulantes que no poseen un final definido y pueden acabar enloqueciéndote como a varios de los personajes que habitan el relato.
Al final el libro termina como empezó, con una circularidad que tiene mucho de ritual: se trata de una historia de mujeres, seres incompletos y animales que se aferran a su casa “como perras”, que pierden y relatan, que construyen un sentido gracias al acto de narrar. Si Solà sale airosa de los riesgos que ha tomado al combinar tradiciones dispares es porque la forma en que ha enhebrado las frases es lo suficientemente poderosa como para mantener el sortilegio; si nada queda, si olvidamos los nombres de los personajes o confundimos a las tías con las nietas, por lo menos contamos con el torrente de sus palabras siempre a mano, con las poderosas escenas liminales que ha sabido actualizar en un relato fresco y a la vez muy antiguo.
Anagrama, Barcelona, 2023
Imagen de portada: Félix Bracquemod, Paisaje de invierno con árboles y lobo, 1862. Rijksmuseum