De lo que se trataba era de ser personas, nada más. Emerger del infrahumano espacio de los marginados y excluidos, escapar a la red tupida de leyes y normas sociales que erosionaban nuestra dignidad por el simple hecho de haber nacido en el país equivocado o con el sexo inadecuado. Llego a esta conclusión después de una vida entera dedicada a intentar comprender por un lado el fenómeno migratorio del que he sido parte y por el otro el patriarcado en el que nací: lo único que queríamos era que se nos reconociera como seres humanos de pleno derecho, que no se limitaran nuestros movimientos, libertades y posibilidades por razones absurdas y accidentales como la procedencia geográfica, el sexo biológico o nuestra capacidad económica. No pedimos atención a lo que en nosotros era distinto, ni la exhibición pública del exotismo que alguien inventó para nosotros. No queríamos ser diferentes, queríamos ser iguales. Hace ya más de tres décadas que España dejó de ser un país de emigrantes y pasó a serlo de inmigrantes. Cierto es que el grueso más importante de población extranjera llegó en la última década del milenio pasado. Durante los años de esplendor económico de la burbuja inmobiliaria no dejaron de crecer en todas partes barrios enteros de edificios de pisos y urbanizaciones de casas unifamiliares. Ladrillo sobre ladrillo, fueron en su mayoría hombres procedentes de otros países los que sostuvieron con sus espaldas aquel frenesí de la construcción que cambió buena parte del paisaje español. Cansados, con un cuerpo que dio todo lo que pudo dar en largas jornadas de trabajo, decidieron volver a “casa”. Algunos dicen no querer saber nada de esta Europa que ni les reconoce ni les tiene en cuenta a pesar de su contribución a la economía, de los hijos que aportaron al crecimiento demográfico: unos hijos extranjeros que ya nada quieren saber de su país de origen. Digo que al final todo se reducía a eso, a querer ser ciudadanos de pleno derecho. Muchos de los hombres que llegaron solos fueron dándose cuenta de que el retorno no era más que un mito y que si querían que tanto ellos como sus hijos gozaran de los mismos derechos que los “autóctonos”, dejaran de tener que preocuparse por los trámites y por la incertidumbre de la renovación de papeles, lo que tenían que hacer era conseguir la nacionalidad. Nadie ha contado nunca las horas y los días, horas y días que se tardan en emerger del inframundo de los excluidos para respirar un aire propio de personas. Nadie ha pesado la angustia existencial que supone reunir requisitos y documentos para tener el derecho a vivir en paz. Me tiemblan, incluso ahora, las manos cuando tengo que rellenar un formulario. Como escribienta que fui de familiares, vecinos y amigos, amigos de familiares y vecinos, como niña que aprendió a rellenar documentos oficiales casi al mismo tiempo que a escribir, sigo temiendo equivocarme y que la respuesta sea negativa, que el permiso de ser, de existir, sea denegado. Nadie contó nunca esas horas de colas infinitas vigiladas por policías a caballo, nadie se dio cuenta de la rabia callada ante el trato denigrante de las administraciones. Y nadie que sea atendido en una tienda de ropa por una joven sonriente de piel ligeramente oscura, de pelo rizado, se puede imaginar las suelas que ha desgastado dejando currículums, las entrevistas de trabajo, el modo en que la persona que tiene el poder de contratar da la vuelta una y otra vez al permiso de residencia para verificar su validez. Hace ya más de tres décadas que llegaron las primeras familias inmigrantes. Como en Macondo, nos nacieron hijos aquí pero también hemos empezado ya a enterrar muertos. El proceso migratorio se da al mismo tiempo que transcurre la vida. Padres e hijos, como en todas partes, hicieron lo que pudieron para adaptarse a una realidad que era nueva para todos. Afrontaron el vacío de la falta de respuesta a preguntas que las generaciones anteriores no tuvieron que hacerse: si ya no volveremos, ¿de dónde somos en realidad? Si nos sentimos de aquí pero no nos reconocen, ¿cómo nos ganamos el derecho a tener una identidad en el presente y no una nostálgica, anclada en un origen mitificado?
El proceso migratorio es complejo para todo el mundo, pero cabe destacar que para las mujeres es especialmente doloroso y a menudo nos ha abocado a una ruptura traumática con nuestras familias y tradiciones culturales. No necesitamos leer a ninguna teórica del feminismo para darnos cuenta, en el caso de las que veníamos de Marruecos, de lo distinto que era ser mujer en España o al otro lado del Estrecho de Gibraltar. A pesar de que en Europa sigue existiendo un machismo social que el movimiento feminista impugna sin descanso desde hace décadas, lo cierto es que las diferencias con el norte de África en algo tan fundamental como la igualdad ante la ley son innegables. Nuestras madres, tías y vecinas empezaron muy pronto a expresar el rechazo que les provocaba la posibilidad de volver a vivir en el pueblo de origen. Muchas temían que eso pudiera suceder porque algunos maridos las aterrorizaban amenazándolas con devolverlas a Marruecos y quitarles los papeles. Mujeres analfabetas comprendieron nada más llegar que sus vidas eran mejores aquí y no solamente por cuestiones económicas. No en vano se habían sentido siempre extranjeras, incluso en las casas de sus familias, donde desde pequeñas les enseñaban que el destino estaba en otra parte, en la casa de los maridos. Si las madres no tardaron nada en negarse a volver, las hijas no nos conformamos con una leve mejoría de nuestras condiciones de vida; nos rebelamos contra el confinamiento ancestral, la presión sobre nuestros cuerpos y nuestra sexualidad. A nuestros padres les salimos, como dice una expresión de mi lengua materna, como un hueso en la garganta. No nos quedó otra: tuvimos que enfrentarnos con los mismos pioneros que habían dado sus vidas para que la nuestra fuera mejor. Transgredimos sus normas para aventurarnos por caminos inéditos: acceso a la educación, independencia económica, libertad sexual y afectiva. Nos negamos a aceptar que el matrimonio y la maternidad fueran nuestro único destino. Lo cual supuso una revolución silenciosa que nunca salió en los medios de comunicación ni fue objeto de atención alguna. Nuestras familias, claro está, en muchos casos se opusieron a esas demandas. Cuando se dieron cuenta de que sería difícil frenarnos, encontraron en la religión los instrumentos necesarios para volver a reivindicar el machismo que nosotras habíamos impugnado. Es un mecanismo simple pero que está funcionando: el de apelar a la identidad para legitimar el orden antiguo. Un ejemplo muy actual es el de Erdogan, presidente de Turquía, abandonando el convenio de Estambul para defender las esencias de la sociedad turca.1 En Europa el discurso islamista opera de otra forma, adaptándose a los contextos en los que puede resultar atractivo y pretendiendo que la discriminación de la mujer en sus fuentes es un simple invento, construcción estereotipada del racismo. Para los que sostienen este discurso, cualquier crítica al Islam es islamofobia. Al mismo tiempo, en el interior de las casas y en organizaciones que defienden estas corrientes fundamentalistas, se transmiten los valores de modestia, discreción y sumisión, se sigue presionando a las jóvenes para que se casen pronto y preserven la virginidad hasta el matrimonio. A todo esto hay que añadir otro elemento que desde hace años forma parte de nuestro día a día: el del auge de aquellos partidos políticos con un claro discurso xenófobo cuya propuesta en temas migratorios no es otra que la expulsión de todos los inmigrantes que no se comporten de forma ejemplar, o bien someter a esta parte de la población a una vigilancia especial atendiendo únicamente a su procedencia o fenotipo. Niegan ellos también su racismo y para demostrarlo tienen en sus filas a un hombre mestizo. Si a ciertos sectores de la izquierda la instrumentalización del inmigrante les sirve para tapar la falta de verdaderas políticas de integración, ¿por qué no iba la extrema derecha a blanquear su racismo con un hombre negro?2 A pesar de que suelen acusar de feminazi a cualquiera que defienda la igualdad, estos partidos políticos parecen experimentar auténticas epifanías feministas cuando necesitan justificar su xenofobia. Para las mujeres de origen musulmán, convivir con ellos supone lidiar con la utilización que hacen de nuestros discursos. Todo esto nos deja un panorama complejo que vamos surcando como podemos: por un lado el doloroso dilema emocional que supone reconocer la deuda con la generación que nos trajo, que con su sudor nos permitió acceder a una sociedad más igualitaria. Por otro, la herida profunda que provoca el haber tenido que escoger entre la propia libertad como mujer y la pertenencia a un mundo, un origen, una familia. Tomar este camino es aceptar que ya no se va a participar en más rituales, festejos, encuentros emotivos. Ser expulsadas de nuestras propias infancias y de nuestro propio pasado por no obedecer aquellas normas que consideramos injustas. Pero seguir defendiendo a los que nos dañaron de ese modo frente a las embestidas del racismo. Porque, al final, se trataba de eso: de lograr que todos fuéramos considerados personas a pesar de tener distinta procedencia. Aunque a algunos de los excluidos por este motivo tengamos que reclamarles nuestro derecho a ser consideradas personas a pesar de nuestro sexo.
Imagen de portada: Anwar y su esposa, procedentes de Bangladesh, en el barrio del Raval, Barcelona, 2021. Fotografía de Jordi Play
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El Convenio de Estambul reconoce la violencia contra las mujeres como una violación de los derechos humanos y sugiere medidas para prevenirla, proteger a las víctimas y enjuiciar a los perpetradores. A pesar de que Turquía fue el primer país en suscribirlo, en marzo de 2021 se retiró del acuerdo. [N de la E.] ↩
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La autora podría aludir a las acciones del partido de ultraderecha Vox en España que, a pesar de su discurso xenófobo y racista, tiene entre sus filas a personas racializadas como simulacro de inclusión. [N de la E.] ↩