—Eso va contra la razón —terminó Filby —¿Qué razón? —dijo el Viajero a través del tiempo H. G. Wells La máquina del tiempo
1. Retombée
En las “Intenciones del autor” que preceden a La montaña mágica, Thomas Mann, tras más de una década a vueltas con ella y bajo el peso de sus mil páginas, muestra una llamativa preocupación por el tiempo que le tomará contarla a un hipotético “narrador”: “el narrador no podrá terminar la historia de Hans Castorp en un abrir y cerrar de ojos. Los siete días de una semana no serán suficientes, y tampoco le bastarán siete meses. Lo mejor será que no se pregunte de antemano cuánto tiempo transcurrirá sobre la Tierra mientras la historia le mantiene aprisionado en su red. ¡Dios mío, tal vez sean incluso más de siete años!”, apostilla con teatralidad mientras sugiere, aún de modo sutil, las diversas temporalidades que se reunirán en su novela. ¿Se refiere Mann al calendario romano o a otras dimensiones temporales en las afueras de la Tierra y la historia? Las dudas se sucederán a lo largo de una novela muy atenta a los debates literarios, por entonces fascinados con la teoría del espacio-tiempo de Einstein. No en vano, la montaña donde se interna el joven Hans Castorp, es decir, el Sanatorio Internacional Berghof, adquiere su cualidad “fantástica” al elevarse como una dimensión divergente, un universo con leyes propias donde el tiempo transcurre a un ritmo diferente que “allá abajo”. En el Berghof, el tedio y los largos tratamientos incitan a una indagación en el significado del tiempo que también provoca revelaciones como la que sacude a Castorp tras su rutinaria aplicación del termómetro por periodos de siete minutos:
—En realidad se trata de un movimiento, un movimiento en el espacio, ¿no es cierto? ¡Espera! Medimos el tiempo por medio del espacio. Pero eso es como si quisiéramos medir el espacio en función del tiempo, lo cual no se le ocurre más que a gente desprovista de rigor científico. De Hamburgo a Davos hay veinte horas de ferrocarril… Sí, claro, en tren. Pero a pie, ¿cuánto hay? ¿Y en la mente? ¡Ni siquiera un segundo! —[…] El espacio lo percibimos con nuestros sentidos, por medio de la vista y el tacto. ¡Bien! ¿Pero a través de qué órgano percibimos el tiempo? ¿Me lo puedes decir? ¿Lo ves? ¡Ahí te he pillado! Entonces, ¿cómo vamos a medir una cosa de la que, en el fondo, no podemos definir nada, ni una sola de sus propiedades?
La novela de Mann representa, de hecho, una de las mejores muestras de lo que Severo Sarduy denomina la retombée cósmica, es decir, el eco que las teorías del universo han obtenido entre los lenguajes artísticos y literarios de cada momento histórico. En sus Ensayos generales sobre el Barroco (1987) el escritor cubano ensaya una particular cronología en la que asocia el geocentrismo de Ptolomeo al pensamiento primitivo que sitúa al hombre como medida de todas las cosas, una idea que perderá peso con las primeras revoluciones científicas y el avance del pensamiento secular: el heliocentrismo de Copérnico y, poco después, los descubrimientos de Galileo sobre la composición de los cuerpos celestes le desplazarán paulatinamente del centro. La tendencia se acentuará con los hallazgos de Kepler y sus órbitas elípticas, que Sarduy asocia al desequilibrio barroco y su gusto por el exceso y la deformidad, reflejo de un universo que no es regular ni perfecto.
2. Guerra
¿Y la relatividad de Einstein, contemporánea, en las primeras décadas del siglo XX, de la física cuántica de Planck o Schrödinger? Lo cierto es que son ampliamente conocidas sus consecuencias filosóficas, así como el Big Bang de lenguajes artísticos que apostarán por la fragmentación, el rechazo de la lógica lineal de causa y efecto, los antihéroes y las formas inacabadas. Como ocurre con el Ulises (1922) de Joyce, El proceso (1925) de Kafka, el Orlando (1928) de Virginia Woolf o El ruido y la furia (1929) de Faulkner, La montaña mágica se cuenta entre las más inmediatas retombées de la relatividad einsteniana. Y es que algo ocurre en las primeras décadas del pasado siglo que convierte a la aceleración temporal en una obsesión para los lenguajes artísticos del momento; un tiempo que se contrae y expande sin medida, desde la apuesta por el instante y lo fragmentario de las corrientes de vanguardia al extraordinario detenimiento de las páginas de Proust o Mann. Lo que no es tan evidente es la causa o, al menos, no parece evidente que la causa, como propone Sarduy, se encuentre en las teorías del universo y los hallazgos de Einstein. Mann, de hecho, señala con claridad al inicio de su novela el origen del estallido que acabó con un modo de percibir el tiempo y dio curso al torrente inmanejable desde el que se producen estas escrituras:
Debemos señalar que la extraordinaria antigüedad de nuestra historia se debe a que se desarrolla antes del gran vuelco, del gran cambio que hizo tambalearse hasta los cimientos de nuestra vida y nuestra convivencia… se desarrolla —o, para evitar sistemáticamente el presente: se desarrolló— en otro tiempo, en el pasado, antaño, en el mundo anterior a la Gran Guerra, con cuyo estallido comenzaron muchas cosas que, en el fondo, todavía no han dejado de comenzar.
El verdadero acelerador de partículas de unas estéticas que traducen, en palabras de Ernst Bloch, “la coherencia derrumbada del mundo moderno” deberíamos buscarlo en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Son los grabados entre las trincheras de Otto Dix, o la apocalíptica “tierra de nadie” de las Tempestades de acero de Ernst Jünger los mejores retratos del colapso epocal que se extiende sobre el lenguaje, unos tiempos convulsos a los que también se reacciona mediante el autoexilio: Proust se encierra en su casa del boulevard Haussman, Mann interna a su protagonista en el sanatorio Berghof, Aby Warburg elegirá el de Kreuzlingen, y Kafka, aquejado de tuberculosis, el de Meran o el de Matliary, poco antes de que Robert Walser sea recluido en Herisau. Sus vidas y obras componen un atlas de la enfermedad sin cura, la geografía de un mal que aqueja a todo el organismo social. El alejamiento resulta la condición necesaria para la creación de unas narrativas que exploran temporalidades divergentes, lógicas alternativas, átomos de realidad a partir de los que procurarse un refugio a la barbarie de todos los días. ¿Cómo escribir cuando ya no es posible aferrar el tiempo en las líneas de una página? Retirarse y fundar uno nuevo parece el único modo.
3. Tiempo literario
En El fuego y el relato (2016), Giorgio Agamben define a la escritura como una máquina peculiar de medir el tiempo. Para el pensador italiano, la progresividad y linealidad de las páginas y los párrafos “se correspondía[n] con la concepción lineal del tiempo propia del mundo cristiano”, a la vez que “El tiempo de la lectura reproducía, en cierto modo, la experiencia del tiempo de la vida y el cosmos”. De ahí que las estéticas de vanguardia conspiren contra los objetos literarios más indiscutibles: libros, páginas y líneas impresas, e ideen nuevas formas de expresar un tiempo en fuga: collages, performances, poemas visuales, colecciones fotográficas, ready-mades o derivas urbanas. Mann, desde su montaña, reflexiona en términos muy parecidos a los de Agamben:
¿Puede narrarse el tiempo, el tiempo en sí mismo, por sí mismo y como tal? No, eso sería en verdad una empresa absurda. Una narración en la que se dijera “El tiempo transcurría, se esfumaba, el tiempo fluía” y así sucesivamente. Ningún hombre en su sano juicio consideraría algo así como un relato […]. La narración se parece a la música en que se desarrolla en el tiempo, “llena el tiempo de elementos con sentido”, lo “subdivide” y con ello crea la sensación de que “pasa algo” […] El tiempo es el elemento de la narración, como también es el elemento de la vida; está indisolublemente unido a ella, como a los cuerpos en el espacio.
No obstante, ¿acaso las elipsis, el desarrollo consecutivo de los hechos o la selección de acontecimientos típicos del tiempo literario pertenecen a la textura temporal de lo cotidiano?, ¿no será lo literario, más bien, un reflejo distorsionado de nuestra realidad? La historia de la literatura es la de un modo de representación que encuentra en los lenguajes alternativos y a veces absurdos, en las realidades divergentes y divagadoras, su eje de acción. Y ni los personajes de Cervantes, ni el digresivo Sterne, ni Montaigne al reivindicar el pensamiento vagabundo, ni el Walt Whitman de las enumeraciones extáticas, ni el Dostoievski que juega con la temporalidad psicológica de Raskolnikov, o el Proust que viaja por un agujero de gusano con forma de magdalena podían imaginar las teorías de Einstein. Mientras el cubismo fragmentaba las formas y apostaba por la multiplicidad de perspectivas, Einstein daba forma, en 1905, a su Teoría de la relatividad especial. Mientras Duchamp ideaba sus ready-mades y Dadá se reunía en el Cabaret Voltaire, Einstein culminaba, en 1916, su Teoría de la relatividad general. Así que las artes no parecían necesitar de sus teorías para imaginar tiempos simultáneos o realidades alternativas. Ni siquiera, y a tenor de los detalles que ofrece H. G. Wells en La máquina del tiempo, de las ecuaciones del físico para explicar, en una fecha tan temprana como 1895, las bases de su teoría:
Evidentemente —prosiguió el Viajero a través del Tiempo— todo cuerpo real debe extenderse en cuatro direcciones: debe tener Longitud, Anchura, Espesor y… Duración. […] Hay, sin embargo, una tendencia a establecer una distinción imaginaria entre las tres primeras dimensiones y la última, porque sucede que nuestra conciencia se mueve por intermitencias en una dirección a lo largo de la última desde el comienzo hasta el fin de nuestras vidas. […] No hay diferencia entre el Tiempo y cualesquiera de las tres dimensiones del Espacio […]. Los hombres de ciencia —prosiguió el Viajero a través del Tiempo […]— saben muy bien que el Tiempo es únicamente una especie de Espacio.
4. Einstein
El impacto público de Einstein y su influencia directa sobre la escena intelectual y literaria no sucederá, de hecho, hasta principios de la década de 1920, cuando la prensa internacional se haga eco de la confirmación experimental de su Teoría general de la relatividad. De ese momento datan las primeras reseñas de personajes tan referenciales para el pensamiento de la época como Martin Heidegger, Henri Bergson, José Ortega y Gasset o Alfonso Reyes, mientras la retombée einsteniana puede sentirse con fuerza entre los escritores y artistas más rutilantes. ¿Por qué de la noche a la mañana un físico teórico se convierte en el personaje del momento?, ¿cómo una personalidad tan “oscura” y una teoría apenas comprensible para los mismos círculos que la jalean atraerían una atención tan entusiasta de los medios de comunicación internacionales? La pregunta asalta a quienes, como Marshall Missner o Thomas F. Glick, han estudiado con mayor detenimiento su figura, que no acaban de explicarse la celebridad que alcanza, completamente extraña para cualquier científico de la época. El fenómeno, sin embargo, resulta ilustrativo de la emergencia de las nuevas dinámicas sociales que comienzan a despuntar en la década de los veinte y el papel que ejercen en ellas los medios de comunicación. Entre 1921 y 1925 Einstein partirá de gira por Estados Unidos y Francia y, tras realizar breves escalas en Ceilán y China, recorrerá Japón, Palestina, España, Argentina, Uruguay y Brasil. Y en todos los casos la prensa reproduce un mismo relato basado en una paradoja: las multitudes de fans que le rodean desconocen, por completo, su teoría. De hecho, uno de los debates más presentes en los salones que le acogen consiste en preguntarse si sus ecuaciones y explicaciones son inteligibles. El Cleveland Plain Dealer publica, el 26 de mayo de 1921, la crónica de su llegada a la ciudad en términos que se repetirán de un lugar a otro:
Cuando emergió del apeadero en la Estación Unión el gentío se aglomeró tras él, hacinándose, ya que la gente empujaba a la vez en la escalera. Gritaban histéricamente y se abalanzaban para verle siguiendo sus pasos […]. En ese instante la integridad física del científico pareció amenazada por la vehemencia de la multitud por ver al visitante. Con la ayuda de policías de tráfico y hombres montados que paseaban de arriba abajo tratando de deshacer el embotellamiento, los veteranos se las ingeniaron para empujar al profesor Einstein dentro del automóvil […]. —¿Quién es? —preguntó un hombre que corría a toda velocidad desde la estación tras la línea de automóviles. —El profesor Einstein; inventó la teoría de la relatividad —fue la respuesta. —¿Qué es eso? —No lo sé.
En España también se insiste en el relato, al menos si atendemos a la crónica que firma Julio Camba para El Sol, el 6 de marzo de 1923: “Al presentarse ante el público que llenaba el aula de la Facultad de Ciencias, el Sr. Einstein fue acogido con una salva de aplausos. Indudablemente, todos los allí reunidos le admirábamos mucho; pero si alguien nos pregunta por qué le admirábamos nos pondrá en un apuro bastante serio”. Alfonso Reyes corrobora sus impresiones desde ese mismo escenario:
Como hasta hoy esta teoría sólo posee una realidad matemática, después de algunas consideraciones que están al alcance de todos, Einstein empieza a trazar cifras en el encerado, y el público se va quedando fuera del sortilegio: se nos escapa la fórmula del abracadabra que tiene poder para transformar la danza de los astros. Y el sabio, con su aire tímido, se va quedando solo […]. En vano Ortega y Gasset solicita atención de la gente: no se trata —dice— de una gran personalidad que pasa por Madrid; se trata de un momento culminante de la historia del pensamiento humano.
Cada uno de los testimonios apunta el carácter mediático de un personaje que rebasa ampliamente el alcance de la física teórica. Glick, de hecho, aborda lo que él llama la “fabricación del mito Einstein” como manifestación de un nuevo mercado cultural que comienza a comercializar intensivamente la personalidad del “creador”. Nuestro hombre encarna concepciones que si bien ya estaban impresas en el espíritu de la vanguardia: la del artista convertido en marca de sí mismo, amigo del escándalo y la notoriedad pública, aún tenía mucho camino por recorrer. Einstein mostrará la dirección precisa: su gira por Japón en 1922 será patrocinada, de hecho, por la editorial Kaizosha que, según relata el embajador alemán en el país: “planificó y llevó a cabo todo el viaje como un asunto de negocios y, puedo añadir, un asunto muy provechoso”. El físico advierte la fuerza de los mecanismos desatados y participa de ellos: por aquí unas gotas de sabio loco y desaliñado, otras de personaje entrañable en las distancias cortas y, para terminar, un puñado de anécdotas y curiosidades. La consecuencia será la elevación de su figura a los altares de la cultura pop.
Como si se tratara de un efecto de la propia relatividad, la fama producirá una curiosa inversión entre causa y efecto: es decir, que se asigne a las teorías de Einstein el origen de la fractura con los principios ilustrados o la fragmentación del concepto de realidad que ya eran parte del ambiente cultural en el que nacen, es más, que eran el sustrato necesario para una teoría que confirma experimentalmente predicados ideológicos precedentes. Más que la novedad de las teorías del alemán, el propio Ortega, editor en 1922 del trabajo de Max Born La teoría de la relatividad de Einstein y sus fundamentos físicos, destaca en el prólogo su interés demostrativo (de más está decir, demostrativo de las posiciones intelectuales del editor):
La teoría de la relatividad es, entre las nuevas ideas, la que ha ingresado con más estruendo en la atención del gran público. La razón de ello está en que los pensamientos de la física tienen la ventaja de poder fácilmente ser contrastados con las realidades en ellos pensadas. Esto da a sus aciertos una evidencia patética y triunfal.
Es decir que no sólo la retombée se resiste a una relación lineal entre un origen científico y su resonancia posterior en las artes, sino que se ofrece como una dinámica de tiempos simultáneos en la que ciertos discursos dominantes generan la condición de posibilidad para que la teoría científica florezca o sea archivada durante décadas. El caso Einstein permite mostrar el carácter “narrativo” de las ciencias y afirmar otra de las nociones que surcan La montaña mágica, cuando, en una de sus múltiples polémicas con Settembrini, el profesor Naphta sentencia: “Su ciencia sin prejuicios es un mito. Siempre hay una fe, una concepción del mundo, una idea; en resumen: siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla”. La ciencia, en su mejor versión, es otro género literario.
Imagen de portada: Paul Delvaux, Soledad, 1956.