Antes de que se reciten los primeros versos de los poetas judíos de Europa Oriental, quisiera decirles, distinguidos señoras y señores, que ustedes entienden mucho más idish de lo que creen. Si permanecen quietos se encontrarán repentinamente en medio del idish. Y cuando éste se haya apoderado de ustedes —el idish es todo, palabra, melodía jasídica y el espíritu mismo de este actor judío oriental— no recobrarán ya la calma anterior… Franz Kafka1
Unzere Kinder, rodada en Polonia en el año 1948, cuando ya había terminado la ocupación alemana, filmada al borde del abismo, entre las ruinas de lo que había sido una comunidad judía vibrante, está hablada en idish.2 Cosa evidente, aunque para mí absolutamente inesperada, que me produjo una conmoción fuerte. Quiero decir que me tocó de una manera muy precisa3 pues ni siquiera sospechaba en mí la posibilidad de reconocer esa lengua fantasmal, oída y olida en mi infancia (“el idish es el único idioma que tiene perfume” dijo Bashevis Singer), de reconocerme en los sonidos de esa lengua que no hablo, ni comprendo (salvo algunas palabritas y alguna frase) y que, sin embargo, podía identificar, identificarme, podía encontrarme en esos sonidos, en esa musiquita, al mismo tiempo familiar y venida de otra parte, tan extraña. Ese reconocimiento me estremeció. Pensé que sólo podía venir de la infancia con mis abuelos maternos, llegados como tantos otros a Argentina tras huir de la persecución nazi en Polonia, el abuelo de Varsovia, la abuela de Lodz. De niña escuchaba el idish junto al español mal hablado pues mis abuelos entre ellos hablaban en ese idioma. Hablaban en idish porque era su lengua materna. Hablaban y vivían en idish. Ésta es, además, la lengua que se escuchaba cuando, por alguna razón, los abuelos no querían que los kinderen entendieran eso que se decía. La siguiente generación, “nacida en idish y educada en castellano”,4 para que los niños no comprendieran, hablaba en inglés. Digo esto porque hay entonces una fractura, una ruptura que pasa, entre una generación y la siguiente, por la pérdida de una lengua materna. Pero después de la Shoá, ¿qué es una lengua materna? Pienso que esa ruptura y esa pérdida afectan nuestra recepción de la Shoá. Bashevis Singer en su discurso de recepción del Premio Nobel en 1978 dijo: “el idioma idish y la conducta de aquellos que lo hablaban son idénticos”. Sin forzar mucho las cosas se puede decir que este filme y la lengua en la que está hablado son idénticos. Unzerer Kinder no existiría en otro idioma.
Entonces, en primer lugar, quiero plantear que la conmoción a la que me referí más arriba pasa por una lengua hablada, tan diferente del lenguaje de la racionalidad que rige el modo de la recepción académica. Se deduce de esto que no es lo mismo contar la terrible experiencia de los judíos durante la primera mitad del siglo XX en idish que en otras lenguas. Sencillamente porque las juderías, los shtetls idish-parlantes fueron físicamente destruidos de raíz, y la mayoría de los hablantes, que llegaron a ser 12 millones en el siglo XIX, fueron exterminados. Esa lengua que lleva las marcas de las persecuciones, del destierro y los asesinatos, que absorbió el desamparo de un pueblo, el “veneno y la amargura de la historia”, esa lengua en la que vivieron los judíos europeos antes de ser destruidos por el nazismo, esa lengua descansa en este filme como una lengua de resistencia, que no necesita retorcerse de dolor para nombrar la violencia, la humillación, el ultraje, el aniquilamiento infligido sobre nuestro pueblo.5 En este sentido, no importa tanto si Unzere Kinder es un documental o una ficción, o si mezcla imágenes documentales con imágenes ficticias. Su relevancia como documento histórico de inigualable valor pasa por la lengua. Se trata del último filme polaco hablado en idish. Último, también en el sentido de epílogo de un gesto que fue constante durante el suplicio nazi, pues hoy tenemos conocimiento de la determinación de muchos judíos polacos que, sabiendo que no se salvarían, quisieron dejar un registro escrito en cartas, relatos, diarios, crónicas del gueto, poesías, documentos vertidos en su gran mayoría en idish, que han sido resguardados en archivos escondidos durante mucho tiempo y encontrados cuando finalizó la guerra.6 Escritos que cifran una esperanza, aunque débil, en una “especie de milagro”, una esperanza de justicia; pero también, y fundamentalmente, una posición no victimizante. Hannah Arendt diferencia el milagro del fenómeno religioso para darle un sentido político ligado a la ocurrencia de algo nuevo en relación al determinismo de los procesos que interrumpe. El milagro implica, pues, un acto de un sujeto productor de un nuevo comienzo. En este sentido, en un punto extremo de interpelación, cada uno de estos escritos fue una respuesta, un acto de resistencia que es, según Foucault, como la subjetividad se introduce en la historia y le da un soplo.7 Unzere Kinder conmemora este gesto político y ético desde el inicio cuando la cámara se detiene en el monumento a la resistencia de los héroes caídos del Gueto de Varsovia, entre ellos los niños. No hay, como se verá, ningún triunfalismo allí. E inmediatamente, nos plantea varias preguntas: ¿qué recordar y por qué? ¿Qué valor tiene la pretendida psicoprofilaxis del trauma que se anuncia en boca de uno de los personajes?8 ¿Es posible prescribir la memoria? Digo, en el sentido tan al uso hoy de los mandatos de la memoria, del deber de la memoria, de la política de la memoria, del imperativo del recuerdo como respuesta a una máxima que aceptamos acríticamente, aun cuando el terror que acecha nuestro presente la demuestra totalmente caduca: “recordar para no repetir”. “El hombre con buena memoria”, escribió Beckett, “no se acuerda de nada porque no se olvida de nada”. ¿Qué es la memoria? ¿Y qué es el olvido? ¿Y qué relación hay entre la memoria, el recuerdo y la resistencia? Anotemos que en su artículo “Recuerdo, repetición y elaboración” Freud señala que hay un límite del recuerdo, y que la resistencia (en un sentido que ahora podemos ampliar) surge allí donde el recuerdo se detiene. Como sea, aquí, los actores trashumantes de este filme andan un poco desorientados. Detengámonos en la escena en la que uno de ellos les dice a los niños: “Quien mejor retrate o dramatice lo que vieron con sus propios ojos o lo que experimentaron durante la ocupación va a tener un premio”. Como el coro en las antiguas tragedias griegas, el personaje de la preceptora comenta lo que está ocurriendo y nos advierte acerca de la verdadera dimensión del problema: “extraño negocio”, dice, “¿por qué molestar a los niños?”. Tomemos nota, en tiempos de las políticas de la memoria, ésta puede ser un negocio extraño. Anticipación señera de lo que muy pronto ocurriría: Kapo de Gillo Pontecorvo cuya crítica precisa realizó Jacques Rivette en su artículo titulado “De la abyección”;9 Hollywood con su Lista de Schindler, con sus series del Holocausto… “¿Realmente cree que vale la pena que los niños evoquen sus terribles experiencias?”, pregunta aún la preceptora. Podemos preguntarnos por qué la guionista, Raquel Auerbach, cronista del Gueto de Varsovia, incluye un comentario semejante, ¿no será acaso para mostrarnos que es eso muy precisamente lo que está en juego? La respuesta de la directora del orfanato, quien encarna la autoridad del saber, no se hace esperar: “Si no lidiamos con estos recuerdos durante el día, los van a sufrir durante la noche como terribles pesadillas. La única salida es expresar su experiencia creativamente”. En efecto, dice uno de los actores (Israel Schumacher): “¿Cuál es el propósito del teatro sino, justamente, la catarsis, la liberación del daño (traumático) de una manera creativa?”.
Si antes la preceptora insinuó que en esto de la memoria y del recuerdo puede tratarse de un extraño negocio, a continuación despliega el comentario: “Yo pienso, dice ella, que la mejor cura para nuestros niños es ayudarles a comprender cómo los judíos finalmente resistieron y lucharon”. Hay aquí dos posiciones encontradas: por un lado la prescripción memorial, recuperar los recuerdos, elaborar el trauma, hacer activo lo sufrido pasivamente; por otro, ayudar a la comprensión de la resistencia y la lucha. Comprensión no en el sentido psicológico del entendimiento, sino en la acepción de acoger, abrazar, recibir a “esa víctima conmovedora […] a la que recogemos cuando viene a nosotros, a ese ser de nada, a esa víctima, a quien nuestra tarea cotidiana consiste en abrir de nuevo la vía de su sentido en una fraternidad discreta”.10 Y en un truco de magia, sin que podamos advertir el momento en que el doble fondo de la bolsa se da vuelta para sacar dos palomas,11 los mandatos del recuerdo, el juego del teatro como catarsis, todos los afanes terapéuticos con foco en el trauma, el volver activo lo sufrido pasivamente, tanto saber psi que pugna por la expresión creativa revela sus fisuras. Tampoco las madres que perdieron a sus hijos encuentran la cura trabajando en orfanatos, con niños huérfanos. “Quizás así debería ser. Pero no es así” —dice ahora la directora que súbitamente se revela como una madre en duelo—. La crueldad de la memoria se manifiesta al recordar aquello que se desvanece en el olvido.12 “Cuanto más se está con otros niños, más los amas, es más dolorosa la pérdida de tu propio hijo que nunca volverá.” Es de noche. Nadie duerme en el orfanato Helenowek Colony. Todos los sueños están rotos. Las ventanas ya están abiertas, las palomas entraron. “Mamá, no llores, cantan las palomas blancas”. La voz del niño muerto se hace oír en el recuerdo atroz de una madre, la directora del orfanato: “mame, no quiero ir a dormir. Mame, no quiero ir al gueto. Mame, sálvame, no quiero que me lleven… Mame…” La voz, los gritos de ese niño que los nazis están arrancando de los brazos de su madre hacen escuchar la orfandad y el desamparo más brutal, mientras en las habitaciones vecinas, donde los fantasmas penetraron ya todos los muros entre la vigilia y el sueño, las niñas y los niños huérfanos están despiertos, relatándose cómo sobrevivieron, cómo se salvaron. Despiertan en la noche para seguir durmiendo, para seguir soñando, para seguir jugando la siguiente mañana al teatro, avivando el fuego del relato de Sholem Aleijem, “A Fire in Kasrilevke”, que después de los campos de exterminio y de los crematorios ya no es el mismo fuego. Pero la voz de ese hijo arrebatado del regazo materno es otra cosa. El llamado que lanza el grito, una vez que se ha hecho canto, ya no se dirige a nadie. Pues, “nadie puede decir qué es la muerte de un niño”.13 Encuentro inmemorable en esa audición atroz, encuentro imposible, encuentro de lo imposible. He aquí el ombligo en torno del cual se teje la trama de este filme, revelado en su forma más amarga y más cruel. Pues Natan Gross afronta aquí, apenas terminada la catástrofe, la horrorosa y cruel realidad del exterminio sistemático de los niños (de los aspectos más oscuros y menos estudiados hasta hoy de la barbarie nazi) con los medios de la comedia y del humor. ¿Podríamos entonces inscribir este filme en la tradición de Charles Chaplin o de Ernst Lubitsch?14
Prefiero, retomando lo que decía al principio, pensar que esta película y la lengua en que está hecha, el idish, son la misma cosa. Aquí el humor es humor idish. Ese humor que muestra muy pronto, como nos enseña Freud en El chiste y su relación con lo inconsciente, su trasfondo de amargura, que brota del suelo de la más profunda aflicción. El humor idish es el humor del shtetl, “es el humor de la pobreza judía de los villorrios judíos”.15 Es el humor del shnorer, del shlimazl16, de los pogromos, de la persecución, del destierro y del exilio. No hay idish sin exilio. El idish, como dice Eliahú Tokker, es “el país de la palabra sin territorio, sin ejército ni policía, sin gobierno ni legitimación política”.17 En ese lugar de la palabra sin territorio mediante el equívoco, el disparate, la ironía, el retruécano, la homofonía un sujeto puede decir no, puede decidir no sucumbir, puede elegir aferrarse, contra todos los poderes que lo aniquilan, a su condición humana. Como dice Hannah Arendt: “que hablar sea en este sentido una especie de acción, que la propia ruina pueda llegar a ser una hazaña, si en pleno hundimiento se le enfrentan palabras”.18 No hay, como mencioné antes, ningún triunfalismo cuando se nos invita a observar el monumento a la resistencia. Tampoco al final, cuando los niños acompañan a los actores que se despiden al compás del himno de los partisanos. El humor discreto que recorre todo el filme y ese canto del final hacen pasar como de contrabando, entre los poderes destructivos, esa pequeña hazaña Mir zainen do, que es posible traducir como “aquí estamos” o “aquí continuamos”.
Fragmento del ensayo distinguido con el Premio Lucian Freud 2017, que otorga la Fundación Proyecto al Sur. Disponible aquí
Imagen de portada: Amuleto Shaddai de Arieh Frenkel, Palestina, ca. 1900. Imagen de dominio público
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Del discurso de Franz Kafka sobre el idish presentando en febrero de 1912 a Isaac Löwy, actor trashumante de esa lengua, citado en Eliahú Tokker, El idish es también Latinoamérica, Desde la Gente, Buenos Aires, 2003. ↩
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El vocablo idish se puede trasliterar de diferentes maneras. Se impuso el modo inglés que escribe yiddish. Por mi parte elijo la propuesta de Eliahú Tokker que decide vertir en español: idish. Eliahú Tokker, op. cit. ↩
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Es importante aclarar que durante varios años me ocupé de la Shoá en mi tesis de doctorado aún inédita. Jessica Bekerman, La Shoá y el problema de la representación, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, agosto de 2008. ↩
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Eliahú Tokker, op. cit. ↩
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Es el caso del alemán, lengua en la que fue perpetrado el aniquilamiento de millones de seres humanos y la destrucción de los judíos europeos. Baste como ejemplo la poesía de Paul Celan que expone literalmente el duelo de la lengua alemana. ↩
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Sabemos que en todos los lugares de la Europa ocupada, a pesar del terror, los judíos registraron su terrible experiencia y que, en algunos guetos hubo una decisión deliberada de generar archivos clandestinos que guardaran las pruebas y el registro de las vejaciones sufridas. Es el caso de Emanuel Ringeblum, con su Oneg Shabat, el célebre archivo que fue encontrado al final de la guerra. Véase Lucy Dawidowicz, “The Perspective of Catastrophe: The Holocaust in Jewish History”, The Holocaust and the Historians, Harvard University Press, Cambridge, 1997, pp. 125-141. ↩
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Michel Foucault, “¿Es inútil sublevarse?”, publicado en Le Monde, núm. 10661, 11 de mayo de 1979 ↩
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Trauma es uno de esos conceptos cuyo valor se ha degradado en razón proporcional a la generalización de su uso. Cuando decimos trauma ya no tenemos que explicar nada porque todos comprendemos inmediatamente y damos por sentado su valor explicativo. No es posible aquí realizar las escalas necesarias para devolver al trauma una dignidad conceptual. Sólo mencionamos que, respecto del trauma, no es posible un discurso exterior. El trauma obliga a un discurso del sujeto sobre sí mismo. Es decir, no hay trauma a priori, el trauma no está en el pasado, sino que implica esta vuelta del sujeto sobre sí y, por lo tanto, en el mejor de los casos podrá efectuarse, constituirse como efecto de dicha vuelta. El tiempo que conviene al trauma es el futuro anterior. Esa vuelta del sujeto sobre sí puede tomar la forma del testimonio. ↩
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Jacques Rivette, “De l’abjection”, publicado en Cahiers du Cinéma, núm. 120, junio 1961, París. ↩
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Jacques Lacan, “La agresividad en psicoanálisis”, Escritos I, Siglo XXI, México, 1987, p. 142. ↩
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Se trata de la canción de las palomas blancas, cuya referencia busqué en vano. Es una canción de duelo que canta al piano Israel Schumacher, donde el sonido de las palomas blancas metaforiza los susurros de los niños muertos, que aún se escuchan en la noche. ↩
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Esta frase es del egipcio Naguib Mahfuz. La he tomado de un texto de Mario Betteo Barbieris, “Un sobreviviente de Varsovia”, en Me Cayó el Veinte, núm. 7, ¿A quién se le ocurrió esta cancioncita?, primavera de 2003. ↩
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J. Lacan, Seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1990, p. 67. ↩
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El gran dictador, de Charles Chaplin, fue estrenada en 1940; Ser o no ser, de Ernst Lubitsch, es del año 1942. ↩
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Abraham Lichtenbaum, “El humor judío, un humor basado en la ideología y la experiencia judías. La palabra y la situación”, en Perla Sneh, Buenos Aires Idish. ↩
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Shnorer significa pedigüeño arrogante. Shlimazl significa desgraciado. ↩
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Eliahú Tokker, op. cit. ↩
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Hannah Arendt, ¿Qué es la política?, Paidós, España, 1997, p. 76. ↩