El anuncio se realizó el 26 de junio del año 2000. La locura mediática en Estados Unidos dio inicio en medio de aplausos, música y el júbilo de los invitados para asistir a la Casa Blanca, ocupada entonces por el presidente Bill Clinton. El mandatario se enfrentó a las cámaras escoltado por dos científicos, situación fuera de lo común. A su derecha se encontraba Craig Venter, investigador líder en genética y fundador de la empresa Celera. A su izquierda estaba Francis Collins, director del equipo internacional del Proyecto Genoma Humano. En esa rueda de prensa se anunció que los seres humanos habíamos logrado lo que ninguna otra especie en la historia del planeta: conocer nuestra propia receta biológica al descifrar el ácido desoxirribonucleico (ADN). Tras una competencia feroz, las instancias públicas y privadas acordaron divulgar en conjunto la combinación secreta de ingredientes (adeninas, citosinas, guaninas y timinas) que forman nuestros genes. Clinton declaró que “a partir de hoy estamos aprendiendo el lenguaje con el que Dios creó la vida”. Interesante retórica la elegida por el presidente, si consideramos que el anuncio se refería al mayor hallazgo en el campo de las ciencias de la vida y éstas, tanto en sus análisis como en sus objetivos, son profundamente seculares. Pero en esta fiesta de conocimiento se enfrentaban otras visiones además de las laicas y religiosas. También estaban presentes las discusiones de lo público y lo privado. Collins se veía tenso, a pesar de que los medios de comunicación se inclinaban a su favor: era el paladín de todos aquellos que se sumaron a la investigación con el apoyo de fondos públicos. Más de mil investigadores de diferentes países habían trabajado siete años bajo su batuta para develar el secreto del genoma. Venter, en cambio, constituía en el imaginario popular un símbolo del sospechoso interés privado por hacerse con el tesoro biológico que está encriptado en los genes. Una figura con personalidad magnética, fuerte, seguro de sí mismo y con una idea muy clara de lo que debería ser el negocio de la genética en los años por venir. ¿Cuál de las dos posiciones prevalecería? Los genes son la versión corporal de un código de barras con el que se nos puede definir, analizar e identificar. Los seres humanos tenemos poco más de 20,000 genes ubicados en 23 pares de cromosomas dentro de las células. El genoma de cada quien es personal en el sentido más amplio de la palabra. De ahí que el interés de las compañías privadas en el conocimiento genómico incomode a más de uno. Ya en 1998 el famoso científico y escritor Richard Dawkins había señalado que “en teoría, es posible conservar una base de datos genómicos para cada hombre, mujer y niño del país. Así, cuando una muestra de sangre, semen, saliva, piel o cabello aparezca en una escena criminal, la policía podrá buscar en su base de datos para encontrar a los sospechosos. Este pensamiento levanta airadas protestas, pues se estarían infringiendo las garantías de libertad de un individuo”. Dawkins presenta sus puntos de vista y destaca que él se opondría a la existencia de esas bases de datos, pero por razones distintas. Su preocupación radica en que dicha información genética pueda usarse para fines distintos de la defensa del inocente, y enlista:
- Realizar chantajes con base en la amenaza de revelar la paternidad biológica de niños que están creciendo en familias con un padre sustituto.
- Incrementar las primas de seguros médicos y de vida según los padecimientos potenciales que los genes señalen para cada cliente. Dawkins nos recuerda que las compañías de seguros hacen negocio basadas en estadísticas imperfectas. Alguien puede o no heredar un cáncer de sus ancestros, puede presentar una cardiopatía sin tener antecedentes familiares, etcétera. Pero entre más acertada sea la lectura genética de cada persona, más eficientes se vuelven los análisis estadísticos. De ese modo, una compañía de seguros podría “castigarnos” con primas elevadísimas o negarse a dar cobertura con base en nuestra carga genética, de la cual no somos conscientes ni responsables.
- Permitir a las empresas no contratar a ciertos individuos propensos a ciertas enfermedades inhabilitantes o mentales.
A pesar de tales peligros, no es fácil establecer políticas públicas que acaben de un plumazo con los efectos negativos de la investigación genómica (sea pública o privada). Tampoco hay manera de saber si una buena idea, la invención de una mejor técnica de diagnóstico o la cura para alguno de los 3,000 padecimientos genéticamente heredables provendrá de alguien que trabaje en una empresa privada o en un consorcio público y de acceso abierto. Lo que sí sabemos es que la comprensión del funcionamiento de los genes, sus variables y mutaciones, puede llevarnos a una medicina ideal, hecha a la medida de cada persona. No obstante, para lograrlo se necesitan inmensas cantidades de datos provenientes de muestras de sangre, saliva, semen y tejidos. Si bien hablamos del genoma compartido por toda la especie humana, la única fuente para alcanzar el bien común se halla a nivel individual.
Pilar Ossorio, abogada de la Universidad de Wisconsin, aborda el genoma como una herencia común a toda la humanidad que no debe privatizarse.1 Ante posturas como las de Ossorio sobre los riesgos derivados del uso de nuestra biología sin el conocimiento adecuado para todos los involucrados (en este caso toda la especie humana), David Winickoff sugiere un modelo que enlace bancos, instituciones científicas y a la sociedad en general.2 Winickoff señala que en nuestra época es fundamental el fortalecimiento de una biopolítica que promueva un esquema justo para el avance de la ciencia y para el bienestar común.
De acuerdo con Winickoff, una institución que funcione como biobanca debe ofrecer iniciativas de investigación genómica en sociedad cuyos beneficios serán propiedad de todos, lo cual modificará positivamente la disposición de las personas a participar. Por otro lado, las investigaciones privadas no se comprometen necesariamente con una visión de acceso gratuito ni beneficios compartidos. Uno de los ejemplos paradigmáticos se dio cuando científicos de la Universidad de California, en Berkeley, identificaron dentro del cromosoma 17 un gen relacionado con la aparición de cáncer mamario. Este segmento de ADN, conocido como BRCA1, tiene variantes bioquímicas que en ocasiones promueven el inicio de la división celular descontrolada que ocasiona los tumores. En 1994, la empresa Myriad realizó la secuenciación del gen (es decir, determinó con exactitud el orden en el que está “escrita” la cadena de ADN con sus adeninas, citosinas, guaninas y timinas). Esta investigación, por supuesto, llevó tiempo y recursos; Myriad consideró que merecía patentar la secuencia normal del BRCA1, y posteriormente patentó también las variaciones inocuas y dañinas del gen según iba consiguiendo más muestras donadas por mujeres sanas o enfermas. Incluso detectó un segundo gen relacionado con la aparición de cáncer de ovario, el BRCA2, cuya información también patentó.
Consideremos ahora que una gran cantidad de mujeres en el mundo tendrá las variaciones negativas de los genes BRCA1 o BRCA2; de ser así, su riesgo de padecer cáncer de mama o de ovario se eleva un 50% en comparación con quienes tienen la secuencia normal de los genes señalados. Si la información de los genes, sus mutaciones y los formatos diagnósticos para conocer si hay riesgo o no son propiedad de una empresa privada, los costos para la detección y cura se elevan de manera desproporcionada. ¿Es correcto que las personas tengan que pagar por algo inherente a su biología individual? Esta cuestión generó dos bandos que se enfrentaron con encono en el espacio legal y ante el público. Myriad fue demandada ante la Suprema Corte de Estados Unidos, que falló en contra de la empresa en 2010 al determinar que todo segmento de ADN es propiedad de la naturaleza, ya sea en totalidad o en partes, por lo que no se pueden establecer derechos de explotación privada a partir de él. El pleito dejó al descubierto la porosidad de las políticas públicas en materia de genómica. Dado el carácter privado del genoma de cada persona, es difícil trasladar al espacio político el tema sin provocar debates acalorados.
Michelle M. Bayefsky indica que coexisten dos marcos teóricos para hablar de nuestra genética.3 Al tesoro biológico inmerso en nuestras células se le mira como un recurso común a todos que debe ser usado, por lo tanto, para beneficio colectivo; por otro lado, también se le considera una herencia común de todos los seres humanos (pasamos nuestra información de padres a hijos y compartimos enormes similitudes genéticas con nuestros familiares cercanos); se trata de una herencia biológica en todos los sentidos. Según Bayefsky, si se le mira como recurso, es injusto que unos cuantos nieguen el uso de la información para efectos del bien común. En cambio, si se le toma como herencia es razonable suponer que la gente se cuestione si está bien que la información de una persona (y de todos sus familiares) forme parte de bases de datos que son, por un lado, impersonales, y que, por otro, tienen la capacidad de identificarnos a la perfección.
Así, el debate continúa a nivel mundial. La UNESCO promovió en 1997 la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos; el Proyecto Genoma Humano tiene un Comité de Ética y las investigaciones genómicas están en la mira de los medios y el público. La máxima de Benito Juárez, “el respeto al derecho ajeno es la paz”, se enfrenta aquí con una paradoja, pues lo ajeno en este caso también es común a todos los seres humanos. ¿Quién, entonces, deberá tener derecho de decidir el rumbo de la biopolítica en la investigación genómica?
Imagen de portada: Dolores Medel, de la serie Interminable (en proceso).
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P. N. Ossorio, “The Human Genome as Common Heritage: Common Sense or Legal Nonsense?”, Journal of Law, Medicine & Ethics, vol. 35, núm. 3, 2007, pp. 425-439. ↩
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D. E. Winickoff, “Partnership in U.K. Biobank: A Third Way for Genomic Property?”, Journal of Law, Medicine & Ethics, vol. 35, núm. 3, 2007, pp. 440-456. ↩
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M.J. Bayefsky, “The Human Genome as Public: Justifications and Implications”, Bioethics, vol. 31, núm. 3, 2017, pp. 209-219. ↩