Recuerdo con nitidez cuando vi Ace Ventura.
Mi pensamiento juvenil mientras disfrutaba la peli era el siguiente: “Nunca nada será más divertido que esto”. Afortunadamente en mi vida hubo toda una procesión de estímulos audiovisuales superiores a las babosadas del Jim Carrey noventero. Me quedo pensando en que nunca he vuelto a sentir algo similar frente a un filme. El humor es una cosa compleja y ambigua, evolutiva o más bien inquieta. Cosas que hoy nos dan risa mañana pueden incluso deprimirnos o peor: aburrirnos. Quiero empezar hablando de la tropa inglesa de humoristas Monthy Python. A mi parecer una de las más altas cúspides de la comedia humana. Ver un capítulo de su Circo volador es como consumir una droga por vez primera.
Nada tiene sentido, la realidad se vuelve un calcetín doblado. Pero la convicción de que aquello es gracioso para Graham Chapman, John Cleese, Terry Gilliam, Eric Idle, Terry Jones y Michael Palin es primorosa. Coro de lunáticos, sus sketches acceden a la carcajada sabia a partir del sinsentido. Un partido de futbol entre filósofos griegos y alemanes. Los feligreses de una misa cristiana oran: “Dios, por favor no nos comas en jugosos trocitos, no nos tuestes a fuego lento, no nos cocines en baño María.” Los finalistas del concurso nacional de resumir todo Proust en el menor número de palabras son una gallina y un jamón. Son sólo ejemplos. El humor de los Python va a dejar de parecernos gracioso en breve. Estamos en los tiempos del gif y todo puede ser llevado a juicio por una sola de sus partes. Para adentrarse en el delirio de los Python hay que ver un capítulo íntegro, porque éste tiene sus propias normas, sus propias necedades, su propia narrativa de zigzag. Digámoslo. En México tuvimos nuestro Monthy Python: La carabina de Ambrosio, delirante collage de parodias y cotorreos bizarros. Es horrible ver cómo el albur y la vulgaridad cobraron tanta fuerza con el cambio de siglo, arruinando la comedia oficial en un país donde aparentemente hasta la muerte nos da risa. ¡Bah! Aunque haber nacido mexicano tiene sus ventajas. Un ejemplo: saber que Cucho, de Don Gato, habla con acento yucateco. Material de alegrías. Otro ejemplo: haber visto de niño en La bella durmiente que cuando el Hada Verde está preparando un pastel dice: “Tres tazas de harina y una cucarachita”. Esto es, en lugar de cucharadita. Sólo nosotros, mexicanos, podemos mantener con vida este recuerdo. El humor también tiene fronteras definidas, limitaciones geográficas. ¡Cucarachita! ¿A quién se le ocurrió? Pienso también en Charles Chaplin disfrazado de Hitler, jugando con un globo terráqueo que flota al ritmo que él le impone con sus talones, culo, etcétera… Es hermoso, mágico, dulce. Todo Chaplin resplandece en esa escena. Soy un jovencito al que ya le permiten desvelarse viendo Canal 11. El old tramp está buscando oro y queda atrapado con un compañero ruin en una cabañita que se pandea apenas equilibrada arriba de un pico. Tienen hambre ambos, tanta que el truhán aquel comienza a ver a nuestro héroe como comida. Chaplin se transforma literalmente en un pollo gigante. Ni siquiera en un pollo rostizado. Un pollo vivo. El hambre primitiva. Yo estoy asombrado. Es el mismo recurso del Gallo Claudio, pero en la vida real, en blanco y negro. A las generaciones nuevas les espera una recompensa: descubrir a Chaplin. Debo al bebé del Oso Fozzie el hallazgo de la escena de la multitud de policías persiguiendo a Buster Keaton. Ya más grande vería yo a Jacques Tati.
Los hermanos Marx nunca me han acabado de dar risa aunque Sopa de patos es tremenda.
Vi, también en Canal 11, Milagro en Milán.
El filme empieza así: un puñado de menesterosos tiene frío. Entra un cañón de luz por un huequito entre nubes. Los vagabundos se hacinan para que les dé el sol. Cambia la forma de las nubes y el rayo se mueve de sitio. Entonces el pelotón de humanos se desplaza en forma de muégano a donde ahora golpea la luz, buscando calorcito. Actúan como si tuvieran frío a la sombra, luego reconfortados bajo la luz de una candileja. Comedia física en función de la crítica social, comedia teatral. ¡Al fuego, bomberos! es indiscutiblemente una de las películas más graciosas de todos los tiempos.
Cada que la veo me provoca sonrisas nuevas. Un grupo de bomberos ineptos organiza un baile en honor a su miembro más longevo. Los protagonistas de esta película son la gente humilde del párrafo anterior pero ya acostumbrados a que jamás serán beneficiados por el sol. Y en cambio apagan incendios. El chiste se cuenta solo. La tumultuosa y desorganizada fiesta deviene en un concurso de belleza, una borrachera silvestre, una casa en llamas. Quizá ésta sea la primera película que pausé para poder reírme a mis anchas sin que el filme prosiguiera. No pregunten por qué, pero en The Lavender Hill Mob Obi Wan Kenobi necesita recuperar unas miniaturas de la Torre Eiffel que un grupo de niñitas compró arriba del monumento.
La chiquillada se mete al elevador. Él y su secuaz bajan por las escaleras de caracol a toda prisa. Al principio todo es persecución y la necesidad imperante de llegar antes que ellas. Poco a poco se van agotando, bajan mecánicamente por unas escaleras que se antojan interminables. A la distancia una ciudad (París, evidentemente) montada con los primorosos recursos animados de aquel entonces. Bajan y bajan, la cámara se marea al igual que ellos. Y empiezan a reírse. Ríen y bajan escaleras. Y escuchamos a la distancia a las escolapias también riéndose en descenso. Bajan y ríen, y aquella alegría es tan mensa que se vuelve contagiosa y cargada de símbolos. Uno ríe porque los rateros en la pantalla ríen. Cuando llegan a la superficie del planeta, ambos están aturdidos, se abrazan entre carcajadas. Nada importa. El cine aconteció frente a nuestros ojos. Fellini llegó a mi vida a mis veintitantos. Ya tenía yo mis lecturas y fracasos amorosos, la capacidad de asombro aún en su empaque. El matrimonio entre magia y creación, la permanente fiesta del mundo, las amantes agripadas, los recuerdos voluptuosos. Fellini también se trata de que las cosas dejen de ser graciosas. El humor lleva al llanto, al remordimiento, a la culpa. El cine del italiano se ve con una sonrisa en el rostro y los puños cerrados. Tengan cuidado de lo que les hace reír en Fellini. En mis tiempos la gente no iba a ver películas de Woody Allen porque “era judío” o porque “todas eran iguales”. Siempre habrá razones para no ver su cine. Y sin embargo, la comedia de Allen le habla de tú a nuestro cerebro, a nuestras referencias y lecturas. Hay un momento en Poderosa Afrodita en el que un boxeador y una prostituta hablan de sus sueños.
Él le cuenta que un águila se lo lleva desnudo entre sus garras y lo arroja en un suave copo de nieve. Ella le cuenta que su gran sueño es que alguien llegue de repente y le ayude a cambiar su vida. “Ustedes lucen felices, ¿cómo lo logran?”, les pregunta el personaje de Allen en Annie Hall a dos que van caminado tomados de la mano.
“Soy mezquina y no he dicho nada inteligente en años”, responde ella. “Yo soy exactamente igual que ella”, responde él. Traduzco con la memoria y me río. Los diálogos en Allen siempre son chispazos de imaginación. Big Lebowski fue mi entrada de lleno al que aún ahora llamo cine de autor.
Hollywood, a mi parecer, sí es el enemigo; pero los diferentes tipos de comedia que ha perfilado por años nos han dado escenas desopilantes: el desayuno en Talladega Nights es formidable.
Dando las gracias a dios por los sagrados alimentos, el protagonista —un famoso corredor de autos de carreras— menciona el nuevo sabor de una bebida isotónica debido a que su contrato comercial lo obliga a hacerlo. Después, el abuelo —veterano de guerra— dice que sus nietos malcriados arrojaron sus medallas al excusado. Esto es muy gracioso. Filme insuperable. Comedia para un siglo enfermito que apenas inicia. Ace Ventura haciendo el amor frente al asombro de la fauna en su pieza, el “Ministry of Silly Walks” de los Python, la Pájara Peggy interrumpiendo la clase con sus porras chillonas, un chiste que sólo existe en cómo algo fue traducido para el público de habla hispana, Chaplin Todopoderoso caminando hacia el alba, los bomberos zoquetes con cubetas en las manos, reírse por contagio bajando urgentemente la Torre Eiffel, todo Fellini, y Woody Allen disfrazado de Mujik tratando de asesinar a Napoleón. No teclearé la onomatopeya de risas que ya uno se imagina, pero este texto termina con una certera carcajada, lo prometo.
Imagen de portada: Fotograma de Miloš Forman, ¡Al fuego, bomberos!