Gengis Khan tenía más de cincuenta años cuando cruzó las fronteras de Mongolia para conquistar el mundo. Era entonces un anciano a la cabeza de un país en movimiento, porque detrás de los guerreros viajaban las mujeres, los niños y el ganado. Montaban sus campamentos en las llanuras del continente euroasiático, comían carne y se embriagaban con leche de yegua fermentada. El terror que sembraron en China, Corea, Irán, Irak, Uzbekistán, India, Rusia y Europa oriental duró por siglos, y al menor indicio de invasión corría la voz de que los mongoles habían vuelto. Los pueblos humillados pretendieron desde entonces que los niños atrasados, de rasgos mongoloides, eran residuos genéticos de aquellos salvajes de ojos separados y crueles.
Aunque la extensión de su imperio supera el de Alejandro, César o Napoleón, de Gengis Khan no queda nada. Ninguna arquitectura, ningún arco de triunfo, ninguna construcción de piedra. No dejó retratos ni monumentos, y el sitio donde enterraron su cuerpo es secreto. Un hombre de la estepa no echa cimientos ni aspira a la permanencia: se sabe de paso, sólo de campamento bajo el cielo sagrado.
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Ulaan Bataar, la capital de Mongolia, se desborda con su millón de habitantes. Está mal diseñada y los coches se atoran en todas partes: con una vuelta en U se acabó la circulación en ambos sentidos, hay que echar reversas, adelantes, inmovilizar a todos. El embotellamiento es permanente entre edificios espantosos. Los mongoles no tienen el sentido de la arquitectura y esta ciudad no les sienta. Son nómadas de corazón.
Ulaan Bataar es la capital más fría del planeta, y también la más contaminada durante el invierno. Sus habitantes queman madera, cartón, excremento, lo que sea para sobrevivir al clima, y los desperdicios de esta combustión forman una capa negra y aceitosa sobre la urbe. Pero esto no preocupa a la inversión extranjera recién llegada para levantar edificios desproporcionados, abrir grandes hoteles y hasta un centro comercial con una tienda Louis Vuitton de aparador, donde jamás vi alma viva. Las torres de vidrio y espejo dejan a ras de suelo la arquitectura soviética, grandilocuente y burda. Los nómadas empobrecidos aumentan año con año el diámetro de la ciudad, sobre todo después de los inviernos más crueles. Instalan sus viviendas portátiles, llamadas gers, en la periferia, a dos horas del centro donde prestan sus brazos en labores de construcción que no saben hacer.
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Nos fugamos de esta ciudad sin sentido a bordo de un jeep equipado para conquistar un desierto. Con la ayuda de un mapa, calculamos tres o cuatro días de camino antes de toparnos con las dunas del Gobi. Pero “camino” es una palabra exagerada cuando no hay asfalto ni terracería ni letreros ni modo de encontrar senderos en el terreno abierto y libre. Hay huellas de llantas por todas partes, pero son divergentes, solitarias y ninguna hace ruta. A veces, como un pez solitario en el mar, aparece un ger entre las ondulaciones del paisaje, como burbuja espacial habitada por algún humano.
Nos guiamos por satélite hacia el sur. Pero la primera noche se cierne demasiado pronto sobre nuestro todoterreno, diminuto en la inmensidad. Estamos aún muy lejos del siguiente poblado y comprendemos a la mala que cien kilómetros aquí, entre piedras, no equivalen a cien kilómetros allá, en nuestras supercarreteras. Las luces del auto no bastan para navegar en la negrura. ¿Qué hacer? Nos acompaña Zolá, una intérprete de 20 años. “Acampar” dice ella. “¿Dónde?”, decimos nosotros, con la vaga idea de una zona reservada. “Aquí”, dice ella, y señala el paisaje.
Con ese simple gesto dinamitó una barrera civilizatoria instalada desde siempre en nuestro cerebro. ¿De modo que podíamos acampar donde nos agarrara la noche? Sí. ¿Donde nos diera la gana? También. Estábamos en un país acogido a la muy antigua ley de una tierra común, sin dueño. Acampe y paste quien quiera. No hay rejas. La única regla, aprenderíamos, es respetar diez metros de distancia en relación a otro ger, si acaso alguien llegó antes.
Aquí había kilómetros sin hombre a la vista. O eso creímos hasta escuchar, mucho más tarde, las campanitas de un rebaño. Torcimos entre piedras y nos acogimos a un hueco en el terreno. El jeep rentado traía tiendas de campaña, bolsas para dormir, parrilla de gas y todo lo necesario para sobrevivir, si acaso por días, a una mala jugada del destino. Montamos nuestro primer campamento en tierra libre.
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El suelo del país menos enrejado del mundo resultó un poco duro. A la mañana siguiente daba vueltas en mi cabeza, muy pensativo y jalándose la barbita pelirroja, el buen Jean-Jacques Rousseau. Repetía su discurso de 1755:
El primero a quien se le ocurrió decir, después de cercar un terreno, “Esto es mío”, y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: “¡Guardaos de escuchar a ese impostor. Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie!”
Querido Jean-Jacques: aquí no hay frutos, el clima es demasiado violento. De cualquier forma, los nómadas le tienen aversión a la agricultura, esa cosa de sedentarios que ponen bardas para extraer a solas los jugos de la tierra. También aborrecen la minería. Las primeras empresas alemanas con permiso para perforar el suelo cayeron en la bancarrota a falta de mano de obra local: los mongoles se negaron rotundamente a bajar a las entrañas. Salvo en la capital, habitan por tradición una capa delgada de tres metros de alto sobre las ondulaciones del terreno. Ellos y sus animales forman el recubrimiento aceitoso de la vida sobre el planeta. Si plantan un poste durante su campamento de verano o invierno, la costumbre los obliga a rellenar el hoyo al partir.
Ni siquiera cavan agujeros para enterrar a sus animales. Nos abrimos camino entre pedazos de vaca, borrego, cabrita, camello y gacela cola blanca. A veces detenemos el auto para contemplar los cráneos aún con carne, o las patas aún con pelo. Los cuerpos sin vida permanecen donde se derrumba el animal. Nadie los recoge, nadie se ofusca y el frío los protege hasta el verano, cuando la tierra recupera lo que dio. Arranca primero los ojos, aunque puede suceder que un ave rapaz se adelante con una pata o con la cola. El brillo de cientos de botellas vacías —porque el alcohol calienta los corazones aislados en la nieve— y la densidad de carcasas de animal delatan el sitio de un antiguo campamento. Aprendemos aquí que la muerte es un objeto que no molesta a nadie cuando hay suficiente espacio, que es parte del paisaje, una arruga.
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Los vivos habitan los gers, burbujitas blancas dispersas en el paisaje y custodiadas por perros que nos anuncian desde lejos. Es imposible agarrarlos por sorpresa; sin embargo, la ley de la hospitalidad impera y los obliga a recibir al viajero surgido de la inmensidad. Mientras calientan el té, inician la conversación con la pregunta: ¿De dónde vienen? Es un error responder: de México, de Bélgica, del aeropuerto de Moscú. Ellos quieren saber de dónde saliste esa misma mañana. La siguiente pregunta es: ¿Y cómo está el pasto por allá? Como si una buena noticia pudiera mandarlos de inmediato en esa dirección con todas sus vacas. Es dato conocido que desmontan su ger en media hora y se echan, sin más, una mudanza. ¿Ha llovido en Dalanzadgad? ¿Está verde Bagán? Supongo que es una manera de decir “Hola, ¿cómo van las cosas?” entre nómadas. Nuestro “Hola, cómo estás” delata una excesiva preocupación por los estados de ánimo en la depresión generalizada de la sociedad occidental. Pero a nadie le importa cómo estás en realidad: son las formas. A veces sospecho que ellos ya saben cómo está el pasto, que sólo preguntan por educación.
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Dentro de los gers reina un orden cósmico. Está prohibido cruzar la habitación entre los postes centrales y desequilibrar este mundo íntimo. El jefe de familia siempre ocupa la misma esquina y la mujer calienta la comida o el té. Además de los dioses del panteón tibetano, los mongoles ostentan con orgullo los diplomas que les da el gobierno por tener más de cien cabezas de ganado, más de seis hijos, el caballo más rápido o el camello más peludo.
En los gers, la televisión siempre está encendida. Se conecta a una batería de automóvil que a su vez se carga con las celdas solares instaladas afuera, junto a la puerta. En la pantalla, por lo general está cantando un mongol en atuendo típico. Les encanta cantar. O bien hay una telenovela coreana. En cuanto a telefonía, el asunto es un misterio. Según nosotros, no hay señal por ningún lado, nuestro aparato está muerto, nos da pánico quedarnos varados entre piedras. Pero en los gers se la pasan diciendo cosas incomprensibles en sus celulares. El chisme corre sobre la estepa interconectada y moderna. En vez de caballos, los mongoles montan sus motocicletas decoradas con tapetes y surcan la extensión en busca de sus cabras. Por las tardes, localizan los gers de sus amigos para echarse un trago.
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Apenas 2% de la superficie del país es cultivable. La población se alimenta de carne, lácteos, grasa animal y harinas importadas. Una especialidad local es la leche seca, que se vende en trozos duros como rocas. Con los dientes y la saliva hay que trabajarlos por horas, ir venciendo su resistencia y arrancándoles el sabor a suero y queso curado. Resultan excelentes para los desplazamientos largos: distraen el hambre y distienden las proporciones, ablandan el tiempo que lleva alcanzar el horizonte. A juzgar por la dentadura de los mongoles, son de prescripción odontológica.
En cuanto a hortalizas, se habla de papa, cebolla y zanahoria. Todo lo verde entra en la categoría de pasto para ganado. Por eso Zolá enmudeció de sorpresa cuando nos sacamos una calabacita de la manga y la echamos al sartén. Después de esa calabacita milagrosa, hallada en el mercado central de Ulaan Bataar, apareció una lata de chícharos de marca francesa Bonduelle en una tiendita remota del desierto. No supimos si fue olvidada por algún turista y puesta a la venta, o si era la vanguardia del mercado globalizado. Usamos los chícharos esa misma noche, pero la viejita adorable que nos alojó en el ger vacío de su yerno no daba crédito a las pelotitas verdes que encontró dentro de su pasta con carne. Con audacia, se metió una porción en la boca pero la escupió de inmediato. Tras preguntar a la intérprete qué tipo de veneno era, nos dio las buenas noches y se fue sin cenar. No estaba enojada, simplemente confundida. Al día siguiente, nos despertamos con la anciana sentada dentro de nuestro ger —los mongoles jamás tocan la puerta—, muerta de la risa.
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Se dice que Mongolia es el país menos densamente poblado del mundo. Es sólo un “decir”, porque está lleno de habitantes invisibles. Los mongoles te lo advierten desde un inicio, y debes tener mucho cuidado. Resulta peligroso, por ejemplo, probar tu vodka sin antes ofrecer unas gotitas a estos señores incorpóreos. Con los dedos, debes salpicar unas gotitas a tus espaldas, donde aguardan los espíritus sedientos. Tampoco es prudente comer al aire libre si ya ha caído la noche, porque es la hora en que los muertos tienen hambre. Si te agarró la oscuridad, ni modo: hay que dejar una buena porción de comida sobre el suelo a unos quince metros de los vivos. Otra prescripción fundamental consiste en verter una escudilla de leche al pie de una montaña antes de aventurarse en sus senderos. Zolá nos lo recomendó ampliamente pero no le hicimos caso y, por supuesto, nos extraviamos durante unas horas muy angustiantes. Quienes se han perdido sin agua en una montaña conocen el miedo que infunde la naturaleza cuando, en un revés traicionero, abandona sus aires bucólicos y agradables, casi domésticos, para mostrarte su verdadero rostro hostil y salvaje. Ahí donde pensabas reconectar con tu ser primitivo, reconoces de pronto, aunque demasiado tarde, que no has conectado con nada, que eres un intruso y corres peligro de muerte.
Aquella vez, ya en el sendero familiar que nos devolvía al auto, nos topamos con un chamán. Estaba sentado con su tocado de plumas y su larga pipa junto a un altar de piedras, un ovoo, abundantemente salpicado de leche fresca. Los espíritus daban por su boca los mensajes urgentes en la lengua de los muertos. Su intérprete personal los traducía al mongol y nos hizo saber, a través de Zolá, que había uno para nosotros. Nos acercamos para escuchar que debíamos dar leche a los espíritus o atenernos a las consecuencias. Según la bandera negra que ondeaba sobre el ovoo, ése era el color de su magia. Nos quedó claro y nunca más faltó un tetrabrik de leche en el jeep para aplacar a los fantasmas malévolos.
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El cero absoluto del universo se sitúa en –273 grados Celsius. Es muy difícil de imaginar puesto que nuestro récord polar es –89. En cambio, la temperatura en el corazón de los soles alcanza los cientos de millones de grados; ahí no hay presunción que valga y deponemos las armas de la imaginación. Es imposible de concebir. En el Valle de la Muerte, en California, nuestro termómetro sube con esfuerzos olímpicos a sólo 58 grados.
En relación con el universo, nos movemos entonces en un rango friísimo que va de –89 a 58. No me extraña: somos de naturaleza lenta y cruel. Los picos de nieve y los desiertos de arena marcan los límites estrechos entre los que nos calentamos a guerra y sangre.
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Los extremos climáticos que azotan a Mongolia desnudan la trama dura y resistente de la vida. Se ve cómo funciona en su expresión más depurada. Por ejemplo, ahí está una casa redonda, una colina, un rebaño. Es todo. Como en los dibujos que hacíamos de niños, donde muy pocas líneas bastaban para delinear un lugar hermoso donde habitar en familia. Esta sobriedad del entorno pone a flote cada cosa sobre la corteza terrestre, cada objeto se distingue con precisión y declara su peso completo. Un águila sobre una piedra. Un chamán y su bandera negra. Una línea roja. Un cadáver. Una aldea a diez kilómetros de distancia sobre la llanura, delgada franja de color. Sin embargo, hay una trampa para los ojos cuando un objeto está solo en un paisaje gigante. Uno se da cuenta más tarde, al volver y mirar las fotografías. Por ahora, tú ves un ger bajo un cielo sin nubes. Está solo. Tiene su música dramática. Se siente al alcance de la mano porque la emoción reduce las distancias y colma la separación. Sacas tu cámara, pero el revelado te demostrará el error. El ger se ve absurdamente pequeño, insignificante: en la imagen sólo hay suelo y aire. La franja de vida, en Mongolia, es una banda finísima, al centro de la foto, entre cielo y tierra desmedidas. La cámara no tiene sentimientos; tú y ella estuvieron en un viaje distinto. Tus ojos te acercaban a todo, arremangaban la distancia.
Imagen de portada: Desierto de Gobi, Mogolia. Foto: Ilan Weiss