El alma del señor Yoshio Tateishi

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Fernando Iwasaki

Desde hace más de veinte años vivo en una casa rural de la vega del Guadalquivir. Vinimos al campo para no soportar las incomodidades de la ciudad, para tener una biblioteca, para recoger perros, para tocar instrumentos musicales sin incordiar a nadie y para sembrar frutales y hortalizas. Si no revelo mi forma de estar en el mundo quizá no se entienda por qué no me he sentido confinado en ningún momento, aunque para muchas personas mi vida ya era un confinamiento.


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No tener que ir a dictar clases a la universidad ha sido maravilloso, pero he trabajado más horas que nunca entre clases digitales, grabaciones de videos, tutorías online y correcciones de trabajos. Periódicos y revistas que nunca se habían dirigido a mí me han pedido toda clase de colaboraciones, que he cumplido a trancas y barrancas para no descuidar mis compromisos habituales. Me considero afortunado, pues no he perdido ninguno de mis empleos. No recuerdo que mi padre haya tenido vacaciones jamás y yo mismo trabajo desde los 16 años. Esta semana cumpliré 59 y la pandemia ha incrementado mi ilusión de ser un jubilado. Mala suerte: debo seguir trabajando porque estaré endeudado hasta los 75, si vivo para entonces.


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Como el coronavirus es el monotema, todos los videos y artículos que he preparado para atender las solicitudes que he recibido los he dedicado a pestes y distopías, pues muchas ficciones distópicas nacieron de una epidemia (I am Legend, The Walking Dead, Resident Evil, etc.) y numerosas obras literarias tienen una enfermedad como telón de fondo (Los novios, Muerte en Venecia, El amor en los tiempos del cólera, etc.), por no hablar de novelas donde las epidemias se convierten en personajes, como Los días de la peste de Edmundo Paz Soldán. Pero me he dado cuenta de que escribir gratis sobre enfermedades en medio de una pandemia no ha sido la mejor idea. Lo correcto habría sido cobrar por asustar, porque ahora pensarán que el asustado soy yo.


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Mi hija María Fernanda está embarazada de siete meses y conseguimos traerla desde Boulder con su marido. Ahora están en casa y mi primer nieto nacerá en alguna de las fases de la desescalada. Por lo tanto, no puedo ser pesimista. En realidad, tengo más razones para sentirme bien que para sentirme mal, aunque mi hija se irá con su bebé a Zúrich a mediados de setiembre. Sin embargo, desde finales de marzo me he dado el lujo de mimarla y por fortuna se irá a vivir a un país seguro, neutral y donde abunda el chocolate.


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Mi hija Paula —actriz ella— permanece en Madrid reconvertida en narradora de audiolibros y el joven Andrés —cantautor y auxiliar de vuelo— ha venido a casa a quedarse hasta que escampe. Para mis hijos es un placer venir al campo porque estamos los padres, pero les aterra la posibilidad de tener que hacerse cargo de los árboles, las hortalizas, los perros y los libros el día que faltemos. “Esto es muy grande”, “nosotros vamos a vivir en otros países” o “¿por qué no donas la biblioteca?”, son algunas de las delicadezas que he tenido que escuchar y sin estar conectado a ningún respirador.


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Mi auténtico diario del confinamiento lo he escrito en los márgenes de mis libros más queridos, porque he decidido dejar recados para un lector futuro que ojalá sea uno de mis hijos, tal vez los nietos o quizá el cliente de la librería de viejo donde acaben los libros que atesoro desde la adolescencia. Deseo que alguien encuentre mis anotaciones de estos días en la Poesía Completa de Vallejo, en mi edición de los Ensayos de Montaigne o en mis adorados libritos de bolsillo de Borges, deshojados por años de trasiego agradecido y fascinado.


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A mediados de abril recibí el correo del amable señor Haruo Ishioroshi, quien me oyó contar en el Instituto Cervantes de Tokio que sembré un mandarino en memoria de mi padre junto a un «jardín de almas» japonés. Es decir, un jardín de cantos rodados de distintos colores que fui recogiendo por mi chacra sevillana cuando regresé del funeral de mi padre. Ningún tsuboniwa verdadero se forma acarreando carretillas de piedras, porque ellas llegan a los templos una por una, como humildes ofrendas de anónimos peregrinos. Así, el «jardín de almas» de mi padre es como un pequeño santuario donde algún peregrino podría dejar una piedra tersa y esmerilada por el tiempo. Por eso el señor Haruo Ishioroshi me pedía —por favor— que en su nombre colocara una pequeña y perfecta piedra en memoria del señor Yoshio Tateishi, fallecido por coronavirus. Cuando me dijo que el alma de su amigo disfrutaría junto a la de mi padre no me pude negar: caminé por la parcela, elegí un canto jaspeado, lo lavé con los dedos para asegurarme que no tuviera ninguna aspereza y dejé al señor Tateishi espejeando al sol, perfumado de azahar del mandarino.


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Me conmueve saber que a miles de kilómetros de mi casa rural sevillana, mientras mis hijos se preguntan qué harán con este trozo de tierra cuando sus padres no estemos, una persona extraña que apenas me conoce es capaz de pedirme un humilde homenaje en casa para honrar a su amigo muerto. Pido perdón por no escribir sobre el dolor, la crisis o la ruina, pero es que a mí la pandemia me ha permitido estar en casa, me ha convertido en abuelo y me ha traído el alma del señor Yoshio Tateishi.


La Vereda de los Carmelitas, junio de 2020.

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Imagen de portada: Árbol de mandarinas. Fotografía de Jeju_Island, 2014. CC